ADVIENTO, Domingo III

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Is 35, 1-6ª. 10
2ª lectura: St 5,7-10
3ª lectura: Mt 11,2-11

 

Después del juicio pavoroso de Yahvé, expresado en los términos sinónimos al “dies irae” (Is 34,1-17), el profeta nos ofrece su salvación en violento contraste con lo anterior, recurriendo a la imaginería utilizada en el AT. Se escenifica describiendo la transformación de la naturaleza y el camino elevado por el que Dios lleva a su pueblo a Sión (Is 40,3s; 42,16; 43,19; 48, 20s; 49,10s: ”Una voz grita: Abrid camino a Yahvé en el desierto, allanad en la soledad camino a vuestro Dios. Que se rellenen todos los valles, y se rebajen todos los montes y collados; que se allanen las cuestas y se nivelen los declives. Porque va a mostrase la gloria de Yahvé, y a una la verá todo el mundo” (Is 40,3-5). “Llevaré a los ciegos por un camino ignorado, los conduciré por senderos desconocidos. Ante ellos tornaré en luz las tinieblas, y en llano lo escarpado. Todo esto lo haré yo, lo cumpliré sin que nada falte” (Is 42,16; en la misma línea tenemos las descripciones de los demás textos citados).

 

El desierto se convertirá en jardín; el pueblo verá la gloria de Yahvé, es decir,  a Dios mismo actuando,  como  lo hiciera  en  otro  tiempo,  en  el  éxodo (Is 40,5); los desalentados recobrarán su valor al ver que Yahvé viene para rescatar a los suyos. Los ojos oscurecidos verán con claridad, los oídos taponados se abrirán, los cojos caminarán sin dificultad y los mudos cantarán con alegría, porque el pueblo humillado de Yahvé volverá a verse restablecido. Dios los proporcionará la alegría que sus enemigos habían convertido en tristeza y llanto. (primera lectura).

 

La descripción utópica del tiempo mesiánico, ¿se convertiría alguna vez en realidad? ¿Hasta qué punto realizaba Jesús aquello que los judíos esperaban del Mesías? La actividad de Jesús, ¿le identificaba con la figura del Mesías, tal como el Bautista se lo imaginaba? Hay razones serias para dudarlo y una de ellas la tenemos en la embajada que, desde la prisión, hace llegar a Jesús a través de sus discípulos. ¿Eres tú el que había de venir? Para nosotros, la expresión indica evidentemente la culminación de todas las esperanzas en la persona del Mesías. Se había convertido en frase técnica para describir el tiempo mesiánico y designaría o bien “el profeta” que había de venir (Dt 18,15) o al Mesías en persona. Los judíos no habían vinculado a esta expresión un significado tan denso, aunque la idea de su venida “en el nombre del Señor” era una concepción generalizada.

 

Jesús, en su respuesta, se limita a citar la Escritura (Is 35,5-6; 61,1). Una respuesta excesivamente concentrada y que nosotros explicitaríamos así: Todas estas cosas estaban anunciadas en el AT para los días del Mesías; todas estas cosas están siendo realizadas por Jesús; luego han llegado los días mesiánicos en su persona (primera lectura). Efectivamente, él es el que había de venir. Es la conclusión lógica que debía deducir el Bautista. Jesús responde de forma implícita a lo preguntado por Juan de manera imprecisa al dirigirse a él con el interrogante de si era el que había de venir. Desde que se habían visto en el desierto, al que había acudido Jesús para escuchar la predicación singular de aquel profeta extraordinario y para ser bautizado por él, Jesús no había perdido de vista a Juan, pero el Bautista tampoco le había perdido de vista a él. ¿Sería Jesús, el discípulo de antaño, la persona de su imprecisa referencia para el futuro? Tenía buenas razones para pensarlo. Aunque continuaba su práctica bautismal y su anuncio escatológico, había observado en la actividad de Jesús algo radicalmente nuevo: la buena noticia del reino de Dios, avalada por los exorcismos, curaciones y acogida a los pecadores y publicanos, así como el hecho de compartir con ellos la comensalidad.

 

Por si el texto, la respuesta implícita de Jesús, no tuviese la suficiente claridad, Jesús añade: “¡Y dichoso aquel que no encuentre en mí motivo alguno de escándalo!”. ¿Por qué? Creemos que existen dos razones que contestan el interrogante que acabamos de formular: la primera podría calificarse de histórica: Jesús se refería a los puntos en los que su predicación difería profundamente de la de Juan. Con ello pretendía que el Bautista aceptase e introdujese en su programa la noticia gozosa y liberadora que veía en él: la amenaza del Dios leñador e incendiario la había convertido Jesús en la imagen del Dios de la misericordia y de la gracia. Las palabras enigmáticas formuladas como la bienaventuranza o dicha de los que no se escandalizasen en él iban dirigidas directamente a Juan y a sus seguidores. Jesús les anunciaba con dicha bienaventuranza que debían aceptar lo nuevo si querían participar en el tiempo escatológico del que Jesús hablaba en tonos muy diferentes a los utilizados por Juan.

 

La segunda razón nos situaría en el plano teológico. Se pretende destacar el contraste entre lo que se esperaba -mucho más en la línea del sensacionalismo- y lo que veían realizándose en su persona. La advertencia de Jesús está en la línea de la identificación entre su persona y su palabra. La palabra de Jesús no puede separarse de su persona ni la persona de su palabra. Por algo es la Palabra (Jn 1,1). Sólo quien comprende su palabra comprenderá su persona y viceversa. Quien no lo entiende así, permanecerá a oscuras ante el misterio de la persona de Jesús. La razón de escandalizarse está en su humildad, incluso en su humanidad, como destaca de forma explícita el evangelio de Juan (6,41-42). ¿Es éste el camino hacia Dios?, ¿un camino de sufrimiento y de cruz? El mismo  Pedro  se  escandalizó y,  con  su  escándalo,  escandalizó  a  Jesús (Mc 8,31ss). El mismo escándalo ante el que sucumbieron sus paisanos de Nazaret (Mc 6,3; Lc 4,28-30) y sus mismos discípulos ante la pasión (Mc 14,27); el escándalo de la cruz del que nos habla san Pablo (1Co 1.,23; Ga 5,1).

 

Terminada su respuesta, Jesús hizo la presentación del Bautista. Cuando sus oyentes salieron al desierto atraídos por su predicación no vieron en él una caña agitada por el viento, es decir, Juan no era de esas personas que se doblegan fácilmente ante amenazas o promesas. Era un hombre íntegro e inflexible  ante el mal. El caso  de  Herodes Antipas  lo pone bien  de manifiesto (Mt 14,1ss). Tampoco se presentó Juan como una figura celeste con atuendo regio al estilo de lo que esperaban los judíos para cuando llegasen los días mesiánicos. Juan era un profeta. Pero un profeta singular. Era el mensajero, el heraldo que había de venir a anunciar la presencia del Mesías y a preparar sus caminos (Ml 3,1). Era el precursor del Mesías. Todo esto quería decir que, efectivamente, había llegado el que tenía que venir. Que había sido inaugurada la era mesiánica, el mundo nuevo creado por Dios por su última y definitiva intervención en la historia.

 

Jesús puso a Juan por las nubes: Era más que un profeta. ¿Qué podría ser, entonces? Las palabras de Jesús pretendían hacer referencia al personaje que Yahvé enviaría como su mensajero (Ml 3,1) y que Jesús se aplicaba a sí mismo. El elogio extraordinario que había brindado al Bautista se ve “limitado” y como restringido por unas palabras verdaderamente desconcertantes: sin embargo, elmás pequeño en el reino de los cielos, es mayor que Juan. Con estas palabras afirmaba Jesús que la grandeza “del más pequeño” residía no en su calidad y categoría personales, sino en su pertenencia al Reino. Jesús no se comparó a sí mismo ni a ninguno de sus discípulos con Juan, sino que comparó a Juan con el nuevo estado de cosas que se había iniciado con la predicación del Maestro, con sus exorcismos y curaciones. Jesús predicaba el reino de Dios, no se predicaba a sí mismo. Lo mismo que había hecho el Bautista, aunque de distinta manera.

 

Juan era el precursor del que había de venir. En ser dicho precursor estaba su grandeza y su pequeñez. ¿Cómo explicar que el más pequeño en el reino de los cielos es mayor que Juan?. Por supuesto, que no desde la categoría personal de cada uno. Aquí se nos está diciendo que el reino de Dios pertenece a un nivel distinto al nuestro. Para pertenecer a él, a este mundo nuevo, al nuevo eón, es necesaria una nueva intervención de Dios en el hombre, una re-generación, un nuevo nacimiento (Jn 3,3ss). Esto nadie, ni el más grande de los hombres -como nos es afirmado de Juan- puede lograrlo por sí mismo. Sin embargo, el más pequeño e insignificante a los ojos humanos, en quien se haya realizado este nuevo nacimiento, esta nueva existencia, es mayor que la personalidad más destacada, como era la de Juan.

 

La reflexión epistolar pertinente nos la ofrece hoy la carta de Santiago (segunda lectura). Mientras llega la cosecha -designada dos veces en esta pequeña sección como la parusía o venida del Señor- se impone la paciencia o, mejor, la permanencia, porque se trata de la seguridad de la esperanza garantizada por la pronta y segura venida del Señor. La “parusía” no se había convertido todavía en un término técnico, como ocurrió después entre nosotros. La imagen del labrador que espera la lluvia para que su sementera (todavía no se había inventado la “lluvia artificial”) le proporcione una cosecha abundante es la que mejor expresa su sentido. Esto es lo que enseña también la historia de la salvación, la actitud de los profetas y, en particular, la de Job (13,15 y 42,12: al no existir todavía el pensamiento de la remuneración ultraterrena se presenta el premio recibido por Job con el recurso a una prosperidad humana casi inimaginable; es una hipérbole pedagógica).

 

Esto justifica la exhortación final a la tolerancia mutua dejando la renuncia a emitir el juicio sobre los demás a quien tiene la competencia exclusiva en este terreno, al Juez competente que no tardará en emitir su veredicto justo e inapelable.

Felipe F. Ramos

Lectoral