ADVIENTO, Domingo I

 

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Is 2,1-5
2ª lectura: Rm 13,11-14
3ª lectura Mt 24,37-44

 

El elevado monte del Señor. La magna peregrinación hacia él. El establecimiento de la paz. (1ª lectura, con una reproducción casi exacta en Mi 4,1-3). Se describe metafóricamente el universal reino de Dios caracterizado por la paz. Las imágenes utilizadas: la firmeza de la casa del Señor, su altura, la casa del Dios de Jacob, Sión, Jerusalén y el Juez en medio de ellas, expresan la misma realidad. Son sinónimas de Dios, de su presencia, de su visibilidad, de su atracción, de la eficacia de su palabra, del juicio de salvación para cuantos quieran aceptarla.

 

Las características de la ciudad santa, de Jerusalén... su localización en el centro del mundo, su firmeza, su belleza, su perfección, su altura (en el judaísmo se afirma que Dios hará a Jerusalén tres “pasangen”, aproximadamente unos 17 kilómetros, más alta que el resto del mundo; un punto de apoyo de este cálculo ha podido ser un texto tomado de Za 14,10), la irradiación de su luz potente, los instrumentos bélicos transformados en aperos de labranza, que era su medio de supervivencia... han sido trasladados a la persona de Jesús. A partir de su entrada en Jerusalén es él quien desarrolla el papel de Jerusalén y del templo; la ciudad santa en cuanto centro del mundo es reemplazada por su persona. Jerusalén, en cuanto lugar geográfico, no tiene la importancia teológica de otrora. No obstante el nombre en cuanto tal continúa cargado con el significado teológico que había tenido. La diferencia o el aspecto nuevo que aparece es que dichos conceptos son traspasados a Jesús, a la Iglesia, a la Jerusalén celeste, que es libre y madre de los cristianos (Ga 4,26). Jerusalén, en cuanto nombre topográfico ha  transmitido a Jesús y a su Cuerpo su dimensión teológica, es decir, ha perdido el papel que le había sido concedido desde David hasta que apareció el Hijo de David.

 

Esto ocurrirá al final de los días, “el día de Yahvé”, una vez que hayamos superado las pruebas que el Hijo del hombre evaluará. Esto nos traslada al evangelio (tercera lectura). La lectura de hoy forma parte de discurso escatológico (Mt 24 y 25). La venida del Hijo del hombre ha sido calificada como la parusía. La palabra es utilizada de forma directa dentro de los evangelios tres veces (Mt 24, 37.39). La frecuentísima obsesión y constantes preocupaciones por la parusía o segunda venida del Señor nacieron de esta semilla que, en su origen, no tenía la pretensión de producir cosecha tan abundante.

 

La solución de los problemas que ha creado su utilización debe comenzar por el reconocimiento de su contexto y lenguaje apocalípticos. Ante la expectativa de una intervención de Dios para el futuro, los apocalípticos acentuaron el pensamiento de la vigilancia. Así lo hicieron tanto el judaísmo como el cristianismo. En este contexto habla Lucas de “los días del Hijo del hombre” (17,26); se los compara con los días de Noé y surgen espontáneamente las catástrofes inevitables que acompañarán su venida. Tal vez lo más importante sea reconocer que, en el origen de toda esta especulación, tenemos una parábola, la de los siervos vigilantes (Mc 13,3-37).

 

Los textos sobre la parusía coinciden con las amonestaciones frecuentes de los evangelios de Jesús, de Jesús, a la vigilancia: “Lo mismo vosotros, tenéis que estar preparados, porque el Hijo del hombre vendrá a la hora en que menos penséis” (Mt 24,44: estas palabras entrecomilladas, que recoge el evangelio de hoy, vienen después de las relativas a la venida del Hijo del hombre, que es comparada con la del ladrón...).

 

El momento del juicio final es desconocido. Ignorancia intencionada que debe provocar la vigilancia. Ignorancia que no debe confundirse con nesciencia o despreocupación por el momento del tiempo en que vivimos. Nuestra sección pertenece al discurso escatológico. Sabemos, por tanto, que vivimos en los tiempos últimos, que ya ha tenido lugar la venida principal, la parusía fundamental del Hijo del hombre. Caminamos al encuentro del momento último de la fase final ya inaugurada.

 

Jesús compara a los hombres que viven en esta fase final, caminantes hacia el momento último, con la generación del tiempo de Noé. Vivían en la nesciencia o despreocupación total de los sucesos que se avecinaban sobre ellos. Y se destaca en la comparación la auto-seguridad y disfrute de la vida como contrapunto necesario para poner de relieve un cambio radical: de la seguridad a la destrucción. El cristiano no debe ser sorprendido por una imprevisión tan lamentable. Ellos saben muy bien lo que esperan y que la repentinidad de los acontecimientos últimos –bien sea a nivel colectivo o bien lo sea simplemente a nivel individual- no permite pensar en dejar la conversión para el último momento de su vida.

 

La preparación-vigilancia nace de la entraña misma del evangelio, la buena nueva de la salud. La pertenencia a la familia de Dios lleva consigo las exigencias de una conducta adecuada. Una seriedad puesta de relieve en el contrapunto de la superficialidad y perversidad de la generación del diluvio. Aquella generación pasó a la historia como la más corrompida de todas (1Pe 3,20). No se hace mención de sus pecados concretos, sólo se constata el hecho. El cristiano, por ser siervo del Señor, debe permanecer vigilante y cumpliendo su deber. Sólo así será recompensado por su Señor cuando regrese.

 

Aunque la enseñanza de esta sección se centra, como hemos visto, en la actitud despreocupada y de vida muelle de la generación del diluvio, una enseñanza, aunque sea secundaria, debe verse también en la vida de Noé. Su actitud traduce perfectamente la postura del hombre de fe. Él no contaba con vestigio alguno para deducir la catástrofe que se avecinaba. Se fía única y exclusivamente de la palabra de Dios. Y lleva a cabo aquella construcción absurda en un país seco, guiado únicamente por la orden que de Dios había recibido. Está, pues, en la línea más pura de Abrahán, el padre y modelo de los creyentes; en la línea de los que ponen incondicionalmente su fe en Dios. A los cristianos se les dice: Sed como Noé y no como sus contemporáneos. Porque cuando venga el Hijo del hombre se repetirá lo que entonces tuvo lugar: uno “será tomado”, porque pertenece a Cristo (Mt 10,32-33) y el otro “será dejado”. Y esto sin previsión alguna, en plena faena de cada día, en el trabajo, en el campo o en la preparación de la harina para preparar el pan de cada día.

 

Teniendo en cuenta estos antecedentes nos resultará fácil descongestionarnos de las angustias producidas por el pensamiento de la parusía. El texto más coercitivo para “interpretar la venida del Hijo del hombre al final de los tiempos” es el siguiente: “Y Jesús le dijo: Sí, lo soy; y vosotros veréis al Hijo del hombre  sentado a la  derecha  del Poder y viniendo  sobre las nubes  del cielo (Mc 14,62). La venida sobre las nubes del cielo es una imagen que nos introduce en el mundo de lo divino. Las nubes del cielo pertenecen a la jurisdicción de Dios. La visión del Hijo sobre las nubes del cielo es la contemplación del mismo sentado a la derecha de Dios.

 

El texto copiado de Marcos considera la exaltación y la parusía del Hijo del hombre formando un único acto. El mejor comentario al texto, y a la cuestión en su conjunto, nos la ofrece un pasaje del evangelio de Juan. El discurso de despedida gira en torno a dos verbos: “ir o partir, marcharse” y “volver”: Me voy y vuelvo a vosotros (Jn 14,1ss). En el evangelio de Juan no existe la parusía en el sentido tradicional. La parusía es la pascua. La vuelta, el retorno o la parusía joánica coincide  con  la  resurrección.  La  resurrección  corporal:  al fin  de los tiempos (Jn 5,29), no perteneció al evangelio en su forma original. Fue añadido a modo de puente para armonizar sus afirmaciones con las de los evangelios sinópticos.

 

El tiempo indefinido nunca es signo de consuelo. ¿Podría ser un signo de triunfo y de victoria, para los amigos o para los enemigos de Jesús, un acontecimiento tan remoto que nadie se atrevería hoy a calcular los millones de años que tardaría en producirse?  Naturalmente que los contemporáneos de Jesús no medían la duración del mundo por unidades de millón. No obstante, el acontecimiento al que hace referencia Jesús obligaba a pensar a sus contemporáneos en un tiempo más o menos lejano, en un acontecimiento remoto e impredecible, que no podía servir de consuelo ni de argumento para nadie, ni para los discípulos de Jesús ni para sus enemigos.

 

En cuanto a la parusía y al juicio, se trata de algo absoluto, de lo totalmente otro, que ha penetrado en el espacio y en el tiempo. Y así como el reino de Dios y el Hijo del hombre han llegado, así también ha llegado –sin esperar al clásico fin del mundo y del juicio universal- el juicio existencial, dependiente de la actitud del hombre ante dicha realidad divina y ante la bienaventuranza. Lo anunciado apocalípticamente para el futuro comienza a hacerse realidad en el presente. Pero este presente histórico es incapaz de contener todo el significado de lo absoluto. Por eso, las imágenes conservan su significado como símbolos de las realidades eternas, las cuales, aunque penetran en la historia, no se agotan nunca en ella. El Hijo del hombre ha venido, viene y seguirá viniendo.

Estas consideraciones pertenecen al mundo y al tiempo bíblico, que nos describe la fe cristiana. La ciencia física moderna, despojada por tanto de las representaciones apocalípticas, considera el final de muy distinta manera. Los científicos de la física se preguntan: ¿Continuarán las galaxias separándose para siempre, hasta que su brillo desaparezca y el universo se torne frío y oscuro? ¿O se irá ralentizando la expansión hasta detenerse por completo, y luego cambiará de dirección y hará que 1.000 cuatrillones de estrellas (un 1 seguido de 27 ceros) retrocedan en el espacio y colapsen en un apocalíptico Big Crunch final, la imagen opuesta al Big Bang original?. A pesar de décadas de observación con los potentes telescopios a su disposición, los astrónomos no han sido capaces de decidirse.

 

También debe contarse con otra posibilidad. La barbarie humana -el homo stultus, aparecido mucho tiempo después del homo sapiens- podría destruir en pocos minutos toda la cosecha espléndida lograda por el divino Sembrador. En un intercambio nuclear completo (entre las diversas “potencias” con armas nucleares), en el paroxismo de la guerra termonuclear, caerían en todo el mundo el equivalente de un millón de bombas de Hiroshima. Si se aplica el porcentaje de mortandad de Hiroshima de unas 100.000 personas muertas por cada arma de trece kilotones, sería suficiente para matar a 100.000 millones de personas... (Recordemos que el cálculo demográfico actual es de 6000 millones de personas). Sólo el hombre puede evitarlo y su obligación es hacerlo.

 

La reflexión de Pablo (segunda lectura) une las dos fases de la vida cristiana que miran a la salvación. Él distingue dos tiempos, el de cada día en el que vivimos la salvación (Ga 4,4; 2Co 10,11) y la plenitud de la misma a partir de nuestro último día. De ésta nos hallamos cada vez más cercanos. En Qumran estas dos fases son consideradas como una batalla: “La guerra de los hijos de la luz con los de las tinieblas”. Es el subtítulo del libro principal de aquellos buscadores de Dios. El cristiano debe vivir según las exigencias que le impone su dignidad. Debe “vestirse de Cristo” (Ga 3,27). El vestido de la salvación, que no sólo cubre al hombre sino que forma parte inseparable de él, es Jesucristo: “Antes  vestíos del Señor Jesucristo, y no os deis a la carne para satisfacer sus concupiscencias” (Rm 13,14). ¿Cómo puede una persona vestirse de otra?

 

Una pista para descubrir todo el significado de la expresión nos la da el Apóstol al utilizar el nombre completo del Señor, que es “Jesucristo”, y al añadir el título de Señor. Vestirse o revestirse de Jesucristo significa incorporar a la propia vida la gracia de Cristo y sus rasgos característicos imitables, su modo de ser y de obrar. Entrar en relación con el Kyrios participando de su vida y de sus exigencias. Escapar del dominio de la carne, en cuanto que es símbolo del señorío y de la realidad antidivina, y someterse a la autoridad del único Señor.

Felipe F. Ramos

Lectoral