PASCUA, Domingo V

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hch 6,1-7
2ª lectura: 1Pe 2,4-9
3ª lectura: Jn 14,1-12

 

El relato inicial sobre el oficio de los siete nos invita a una seria reflexión sobre las características de los mismos (primera lectura). En relación con este relato debemos tener en cuenta que los siete tienen nombre griego, lo cual nos hace suponer que todos ellos pertenecían al grupo de los helenistas. Esta constatación provoca un interrogante sorprendente: ¿cómo es posible que los siete “diáconos” hayan sido elegidos de entre la minoría o la facción menos importante? Y la sorpresa mayor es que, elegidos  para el servicio de las mesas en una especie de “asistencia social”, nunca aparecen cumpliendo tal menester. Los dos únicos de los que se nos cuenta su actividad, Esteban y Felipe, no son servidores de las mesas, sino servidores de la palabra. Lo que se halla subyacente en el relato es que estos siete son los dirigentes de la parte “helenista” de la comunidad cristiana de Jerusalén; se hallan subordinados al grupo de los Doce; subordinación que vuelve a acentuarse más tarde (8,14ss).

 

No creemos probable que en el texto se haga referencia a los “diáconos”. Es cierto que son utilizados los términos “servir y servicio”, pero no es utilizada la palabra “diácono”, que ya aparece en la literatura cristiana antes del tiempo en que escribe Lucas (Flp 1,1; 1Tm 3,8ss. 12ss). El oficio de los siete fue el de “evangelistas” (21,8; Ef 4,11). Los siete son servidores de la palabra, lo mismo que lo fue Jesús y lo fueron los Doce.

 

Muy probablemente Lucas ha identificado dos grupos que, originariamente, nada tuvieron que ver entre sí: un grupo destinado a la “asistencia social”, al servicio de las mesas -grupo cuya verosimilitud se justifica desde las necesidades existentes en la comunidad de Jerusalén-, y otro grupo destinado al servicio de la palabra en el mundo no judío de creyentes.

 

Las primeras palabras de Jesús en el cuarto evangelio son un interrogante: ¿Qué buscáis?(1,38). La verdadera respuesta a este interrogante la da Jesús en este cap. 14: En casa de mi Padre hay muchas estancias, hay sitio para todos. El cap. anterior termina anunciando la separación (tercera lectura). Jesús se va. Las afirmaciones fanfarronas de fidelidad y de seguimiento por parte de Pedro (13,37) se hallan contrapesadas por el anuncio de su negación. Es perfectamente imaginable el estado de decepción y aplanamiento por parte de los discípulos. Sobre esta base es preciso entender las palabras de este cap. (Es el único cap. de despedida, aunque también otros son llamados así, en concreto los cap. 15-17. Se les da este nombre porque han sido redactados desde la óptica de la despedida). A través de todo él se pretende inculcar  seguridad y confianza en los discípulos.

Los discípulos deben creer en Jesús, lo mismo que creen en Dios. Ellos deben creer que la partida de Jesús les favorece. Más aún, conociendo a Jesús, conocen el camino para ir al Padre, porque precisamente eso es lo que es Jesús: el camino. Es todo lo que el hombre necesita para su salvación, ya que el Padre está en él para la salvación del hombre. La partida de Jesús implica su retorno. De lo contrario la misión de Jesús hubiese sido incompleta. Y no se trata ahora de ese retorno glorioso, rodeado de poder, de gloria y de ostentación. Juan acentúa, al hablar de la venida de Jesús, los puntos siguientes:

 

a) Jesús volverá a sus amigos después de su crucifixión; b) Jesús y el Padre habitarán, vivirán con aquellos que los aman y guardan sus palabras. Se trata no de una manifestación espectacular y solemne, sino de la manifestación captada por la fe; c) Esta manifestación se logra a través del Espíritu; d) Aunque Jesús venga inmediatamente a través de su muerte, queda en pie su venida al fin de los tiempos, aunque nunca se dice cuándo tendrá lugar esa venida. Para el creyente individual tendrá lugar el último de los días de su existencia terrena.

 

Jesús quiere aclarar a sus discípulos adónde va. Pues bien, Jesús va a la casa del Padre. Como representación “espacial” de la Vida, del Reino, aparece aquí por primera y única vez en todo el NT. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, habitaciones o moradas. Así se lo imaginaba la gente de la época. La imagen popular del más allá estaba vinculada a un determinado número de “plazas”, en las que la gente sería alojada computando sus virtudes o vicios durante su vida en la tierra. La fe en Cristo introduce un nuevo elemento en esta representación. El cristiano tiene asegurada la plaza en la vida del más allá. Estará con Cristo. El mismo Señor, como dice el Apóstol, saldrá a nuestro encuentro... y así estaremos siempre con el Señor (1Ts 4,16-17).

 

Esta nueva terminología requiere una explicación. En la muerte y resurrección de Jesús, en lugar de acentuarse su valor y significado salvíficos, se pone de relieve su aspecto de ida o retorno al Padre para preparar el lugar para los discípulos. Una vez lograda dicha finalidad, Jesús vuelve para tomarlos consigo (Mt 24,40-41): el tiempo salvífico es el de la unión con Jesús en las moradas... En lugar de la fe, se pone de relieve la esperanza.

 

La formulación es más abstracta, pero significa la misma realidad. La afirmación de Jesús no debe entenderse literalmente, como lo hizo Tomás. Como si fuera necesario el conocimiento del camino, desde el punto de vista geográfico, para ir al cielo. ¿Cuál es el camino? El evangelio de Juan responde de manera terminante: Yo soy el Camino, La Verdad y la Vida. Es la Verdad y la Vida porque es el camino hacia Dios, que es la verdad y la vida. Este lenguaje del camino sigue dentro de la perspectiva de la metáfora. Una persona no es un camino. Puede, en cambio, decirse con propiedad que una persona es el medio por el cual alguien llega a otra persona.

 

La verdad es un concepto particularmente querido y familiar al cuarto evangelio. Para entender su significado específico es preciso colocar la verdad en relación con el Revelador. Dos frases importantes lo aclaran: Yo soy... la verdad (Jn 14,6) y mi misión consiste en dar testimonio de la verdad (Jn 18,37). La verdad es todo lo que Jesús dice y hace; él mismo, en cuanto revelación-manifestación del Padre. La verdad es la realidad divina en cuanto que se ha hecho asequible al hombre en la persona de Jesús.

 

La vida es tema mayor en el evangelio de Juan que, precisamente por eso, puede ser llamado el evangelio de la vida, en lugar del evangelio del reino. En su sentido más específico se trata de la vida misma de Dios, que el Hijo posee en comunión con el Padre (5,26; 6,57). Esta Vida es ofrecida a los hombres a través de la Palabra, que fue pronunciada para eso (1,4; 1Jn 1,1-2) y para eso aterrizó en nuestra historia (10,10b; 1Jn 4,9). Por eso Jesús es la vida, y sus palabras son espíritu y vida (11,25; 6,63). La condición impuesta al hombre para vivirla es la fe (3,16; 5,24; 20,31); estar abierto a la acción del Espíritu (20,22; 6,63).

 

Muéstranos al Padre y nos basta. Jesús habla frecuentemente en el cuarto evangelio de su relación con el Padre, de su unión con él, de ser el enviado del Padre... Los discípulos, representados ahora por Felipe, querrían algo más inmediato y palpable: una visión directa del Padre. La petición de Felipe es contraria a la afirmación establecida ya en el prólogo de este evangelio: A Dios nadie lo vio jamás (1,18; 1Jn 4,12). El deseo natural de ver a Dios, de entrar en contacto directo con él, de verlo “cara a cara” (1Co 13,12, no como Moisés que sólo le vio “de espaldas”, Ex 33,23, es decir, de forma muy imperfecta, como cuando nosotros decimos “no estoy seguro, porque lo vi de espaldas”), mediante una visión semejante a aquéllas con que vemos a otras personas u objetos es contraria al modo que Dios ha elegido para su presentación al hombre. Su visión es indirecta y llega al hombre a través de su palabra. El cristianismo no es religión de visión sino de audición creyente de la palabra.

En el entorno en el que se mueve el evangelio de Juan era natural, por otra parte, el deseo de la visión de Dios. Algunas religiones, las influenciadas por la gnosis, hablaban de ella. Para centrar esta cuestión es de vital importancia recordar que, en el evangelio de Juan, ver, conocer y creer son verbos prácticamente sinónimos. Por eso la petición de Felipe estaba fuera de lugar. Pedía una visión de Dios. Ahora bien, esta visión de Dios se logra mediante el conocimiento. Y este conocimiento, el más perfecto, se obtiene a través de Jesús. Jesús es el Hijo de Dios, completamente obediente al Padre, realizando en su vida el programa que Dios le encomendó, reflejando en su misión el plan de amor que tiene sobre el hombre para comunicarle la vida. Consecuencia: en la medida en que aumente el conocimiento de Jesús, aumentará el conocimiento y la visión de Dios. Por eso, la petición de Felipe estaba fuera de lugar, porque indicaba que no había comprendido la relación existente entre Jesús y el Padre.

 

La respuesta dada por Jesús a la pregunta de mi homónimo ha sido ocasión para calificar a Felipe de “ingenuo y torpe”: “Tanto tiempo con vosotros, ¿y aún no me conoces, Felipe?” Es una cuestión que, casi por prestigio personal, debo aclarar. Yo mismo he dicho un par de veces que la pregunta de Felipe estaba fuera de lugar. Ahora llega el momento de aclarar su actitud e interrogante. Felipe no era ni más tonto ni más listo que los demás. En relación con el misterio de Jesús estaban todos al mismo nivel. Pero Felipe, que es la misma persona en el evangelio y en el libro de los Hechos de los Apóstoles, considerado como “apóstol” en la primera obra de Lucas y como “diácono” en la segunda, se había encontrado, en la evangelización de Samaría, con Simón Mago, que se hacía pasar por mediador entre Dios y los hombres (Hch 8,9-10). Estas circunstancias fueron las que provocaron la pregunta de Felipe. Se convierte, al hacerla, en una figura “funcional”, cuya misión o “función” es obligar a Jesús a que se pronuncie sobre esta materia. Y Jesús se pronunció, claro que lo hizo, afirmando que él, y solamente él, es el único mediador entre Dios y los hombres.

 

Evidentemente que esta conversación no pudo tener lugar entre Jesús y Felipe. Se produjo mucho tiempo después de la resurrección. Como ya hemos dicho, Felipe estaba evangelizando en Samaría. Pero el problema se retrotrae a Jesús y se pone en sus labios la respuesta adecuada que procede de la fe cristiana. Lo mismo que, antes que Felipe, se dirige Tomás a Jesús preguntándole por el camino (14,5) y Judas, no el Iscariote, lo hace, después, interesándose por que Jesús se les ha manifestado a ellos y no al mundo (14,22). En los tres casos, tanto las preguntas como las personas que las hacen son “funcionales”. Una vez hechas, Jesús, a través de la autoridad eclesial manifestada en el evangelio, se ve obligado a contestarlas y, además, de forma definitiva.

 

La respuesta adecuada a la pregunta de Felipe la hace el evangelista recurriendo a la fórmula de inmanencia: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Esta fórmula de la inmanencia, lo mismo que el lenguaje del conocimiento (ser camino, ir hacia...) se sitúa también en el terreno metafórico. ¿Cómo puede una persona estar en otra? Por el amor, por la identificación, por el mismo pensar, sentir y obrar. Jesús está en el Padre en este sentido. Identificado con él por una obediencia absoluta a la misión que le había sido encomendada, por el amor, por el cumplimiento de su voluntad. El Padre está en Jesús porque en él y a través de él realiza su obra de salvación para el hombre, se le da a conocer, se le manifiesta, se le comunica.

 

Esta mutua inmanencia del Padre en el Hijo y viceversa no es visible o asequible sino a la fe. Precisamente por eso, la respuesta de Jesús comienza con estas palabras: “¿no crees...?” Y un poco más abajo dice: “creedme”. Palabras que iluminan el comienzo de este cap. 14: “Creéis en Dios, creed también en mí”. Los discípulos no son preguntados si creen dos afirmaciones o dos frases doctrinales, una en torno a Dios y otra en torno a Jesús, sino sólo una: el Padre en el Hijo y el Hijo en el Padre.

 

Lo que se ha afirmado de Jesús, debe aplicarse igualmente a los cristianos. Por su fe en Cristo deben estar muy próximos a Dios. Como el Padre está en el Hijo, así debe estar también en el creyente (recuérdese lo dicho sobre cómo puede una persona estar en otra). Si el Padre está en el creyente, puede entonces obrar también a través de él, como ha obrado en Cristo. Incluso puede hacer obras mayores. ¿Cómo y por qué? Sencillamente porque Jesús se vio limitado en el tiempo por su actuación salvífica: me voy al Padre. La labor de los creyentes, de la Iglesia, será llevar a otros hombres a Dios. Los discípulos de Jesús deben seguir predicando y anunciando la conversión para que otros tengan también la oportunidad de vivir en las moradas celestes. Puesto que Jesús va al Padre, los discípulos ampliarán, “harán mayores obras”; la obra de Jesús a lo largo del tiempo.

 

La aportación de la primera carta de Pedro (segunda lectura) es altamente significativa y profunda. Expresa la unión de los creyentes con Cristo utilizando imágenes muy conocidas en el AT. Unirse a Cristo significa incorporarse a una comunidad que le pertenece, que participa de su misma elección y que es el templo vivo en el cual Cristo constituye la piedra fundamental. Sobre ella, sobre él, se construye la verdadera comunidad, el pueblo de Dios (Ef 2,20ss), Cristo es presentado como la piedra “viva”. A partir de la resurrección posee la vida en plenitud y puede comunicarla a los hombres.

 

También ellos, al unirse a él participan de esa vida convirtiéndose, a su vez, en piedras “vivas”. Con esta imagen nuestro autor está presentando a la Iglesia como el nuevo templo, sus miembros son piedras vivas y los sacrificios que ofrecen son sacrificios espirituales. Es la gran sustitución. La Iglesia reemplaza al antiguo Israel con todo su complejo sistema cultual y sacrificial. Esta gran sustitución es otro motivo para la adhesión de los cristianos a Cristo. No deben dejarse arrastrar por los hombres que rechazaron esta piedra fundamental.

 

Desde el pensamiento de esta sustitución, que se tiene delante de los  ojos, es lógico que se atribuyan a la Iglesia los rasgos más característicos y gloriosos  del antiguo pueblo de Dios. Ellos sonel pueblo elegido de Dios (Is 43,20-21; 45, 4ss:  es  el  pensamiento  teológico  de  la “elección”).  Son el  sacerdocio  real” (Ex 19,6; Is 61,6). La realeza se había encarnado en el antiguo pueblo de Dios en determinadas personas, que representaban a todo el pueblo. Ahora el privilegio se extiende a todos los miembros del pueblo de Dios, que pueden acercarse  directamente a Dios. No deberán quedarse a la puerta mientras el sacerdote entra en el santuario (como ocurría en el ritual judío). Es el sacerdocio común de los creyentes.

 

Son una nación santa (Ex 19,6), una comunidad o comunión de hombres que deben su existencia a Dios y que vive de él y para él. Lo que debió ser Israel y no lo fue. Un “pueblo adquirido en posesión” (Is 43,21); por eso ningún poder enemigo podrá arrancarlos de su dueño (Jn 10,28). Privilegios singulares que implican la obligación del testimonio, de dar a conocer la gesta divina a favor de los hombres.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral