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TIEMPO ORDINARIO, Domingo XIX

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: 1R 19,9ª. 11-13a
2ª lectura: Rm 9,1-5
3ª lectura: Mt 14,22-33

 

La manifestación de Dios que nos presenta la primera lectura de la liturgia de hoy tiene una importancia extraordinaria. En ella son abandonadas las representaciones materiales de Dios. El Dios tempestuoso no existe. Pero el hombre lo percibió en las tormentas aterradoras que vienen acompañadas de fenómenos pavorosos: densos nubarrones, truenos aterradores considerados como la voz dialogante de Dios, los relámpagos deslumbrantes valorados como las flechas o dardos de Yahvé, el fuego manifestado de múltiples maneras, como en la zarza que ardía sin consumirse, fenómenos de carácter volcánico (primera lectura).

 

Estos fenómenos fueron paulatinamente sustituidos por el significado simbólico de la entrada de Dios en la historia y en la vida individual, mientras que  se iba retirando su función de visualizar realmente al Dios invisible. Este cambio se expone con toda claridad en el encuentro de Elías con Dios en el Horeb. Desde su observatorio, Elías llegó a la conclusión de que Yahvé no estaba ni en la tempestad de aire, ni en el terremoto, ni en el fuego, sino en un ligero y blando susurro... (1R 19,8-14), que es el símbolo bien significativo de Alguien que te habla desde la cercanía más próxima. El hombre oye la voz de Dios no desde la majestuosidad impresionante de la naturaleza desatada, sino desde la intimidad invisible a donde llega su palabra y donde es acogida mediante una audición inteligible y creyente.

 

A través de la tenue brisa, Dios habría querido decir que su pedagogía era distinta: que él rige la historia con toda la fuerza de un huracán, pero que a la superficie esta providencia aflora suavemente, a manera de una tenue brisa.

 

El evangelio conocía esta mentalidad y la evidencia situando a Jesús caminando sobre las aguas (tercera lectura). Estamos ante un milagro poético o una composición que describe la categoría o dignidad de Aquel que es presentado caminando sobre las aguas. Dicho de forma más técnica nos encontramos ante un milagro de la naturaleza. Y la naturaleza de este milagro consiste  en ser unaepifanía o una revelación que acude al esquema clásico para lograr el objetivo que persigue:  a) necesidad de  ayuda;  b) temor,  que  no  miedo,  ante  la  epifanía; b´) consuelo ante dicho temor; a´) calma del viento. Este milagro-signo describe la marcha de la Iglesia a través del mundo en medio de dificultades paralizantes y del consiguiente desaliento enervante.

 

Jesús marcha sobre las aguas como Señor del mar. Así nuestra historia se halla en relación con la anterior. En la multiplicación de los panes, Jesús se había dado a conocer como el Mesías a la muchedumbre. Caminando sobre el mar, al estilo de una teofanía o cristofanía, Jesús se revela a los discípulos que le reconocen como el Hijo de Dios. Se da incluso el paso importante que va, desde el Mesías, a la confesión del Hijo de Dios. Un notable progreso en la fe. Al lector del evangelio de Mateo no debe sorprenderle esta confesión de fe de los discípulos. Nuestro evangelista ha afirmado la filiación divina de Jesús explícita o implícitamente en otras ocasiones: la voz que se dejó oír desde el cielo con ocasión de su bautismo, la historia de las tentaciones, la confesión de los espíritus malos e, implícitamente, cuando se habla de la filiación divina de los discípulos (Mt 5,9.16.45.48), que deriva de la de Jesús (6,9).

 

Pudiéramos tener la impresión de que este milagro tiene como finalidad única la demostración de la divinidad de Cristo. Sabemos que, por principio, los milagros no persiguen esta finalidad. Los milagros, también en nuestro caso, son predicación y anuncio del evangelio, porque es provocado por la necesidad en que se ven los discípulos. Como consecuencia de haberla remediado Jesús de forma tan milagrosa surge su reconocimiento  como el Hijo de Dios.

 

Dijimos que nuestra historia tiene aspecto de teofanía. En el  AT, aunque sea en textos poéticos, se describe la soberanía de Yahvé recurriendo también al dominio que tiene sobre las olas del mar: “...porque el mar fue tu camino, y las grandes olas tu sendero” (Sal 77,20). “... camina sobre la altura del mar” (Jb 9,8). La marcha de Jesús sobre las aguas  le coloca al mismo nivel en que era colocado Yahvé en el AT. Habla por sí misma de la divinidad de Cristo. Pero nuestra historia pone de relieve al mismo tiempo una peculiaridad singular: este Hijo de Dios recurre con frecuencia a la oración, en la que pasa largas horas: “Subió al monte para orar, entrada ya la noche...” Exactamente es lo que reconoce la fe cristiana al confesarlo verdadero Dios y verdadero hombre. Con necesidad de recurrir frecuentemente a la oración, como todo mortal, y dando el ejemplo de su necesidad para el hombre.

 

La segunda gran lección de la unidad literaria que estamos comentando nos  la ofrece la persona de Pedro. Gracias a él nuestra narración  da a conocer con meridiana claridad su carácter parabólico (14,28-31). Cuando Jesús se manifestó, Pedro quiso ir a su encuentro sobre las aguas. Jesús le dijo: “¡Ven!” y Pedro bajó de la barca. “Pero viendo el viento que hacía, tuvo miedo y, al comenzar a hundirse, lanzó un grito: ¡Señor, sálvame!. Inmediatamente Jesús extendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “¡Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” Tal transición sitúa esta historia, denominada milagrosa, en medio de los peligros del tiempo escatológico.

 

Pedro quiere poner a prueba la palabra de Jesús, que ya se le ha presentado en su categoría divina con la frase: ”Yo soy”, “...si eres tú...” La fe de Pedro busca su apoyo más en el milagro que en la palabra de Jesús. Fe, por tanto, muy imperfecta, porque la verdadera fe se halla determinada por una abertura total a Dios y una confianza absoluta en su palabra, aun en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta (“hombres de poca fe”) es precisamente aquella que se acepta como consecuencia de algo extraordinario y milagroso. Ante la fuerza de las olas Pedro dudó. Una duda que equivale a la falta de fe, falta de confianza en la palabra de Dios o de Jesús, como en el caso presente (Pedro no debió dudar de la palabra de Jesús). Pedro comienza a caminar hacia Jesús (v. 29) y, sin embargo, la violencia del viento y de las olas le hace dudar y comienza a hundirse (v. 30). Dos rasgos que parecen excluirse: caminar hacia Jesús y hundirse. La paradoja se resuelve diciendo que, desde que comenzó la duda, dejó de caminar hacia Jesús.

 

La actitud de Pedro es verdaderamente paradigmática. En ella se personifica y simboliza todo caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de duda (28,17; Rm 14,1.23) porque, junto a la certeza y seguridad absolutas que la palabra de Dios garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abrahán –que salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios-, supera el riesgo humano en la seguridad divina. El riesgo de la fe está precisamente en que a nuestros pies les falta la arena, como en las grandes resacas... y  nos vemos suspendidos en el vacío. Entonces el único grito adecuado es el lanzado por Pedro: “Señor, sálvame”. Acudir a Jesús convencidos de lo que significa y realiza su nombre: “salvador” (1,21).

 

En cuanto a la historicidad, el hecho es más teológico que histórico. Esto significa que la marcha sobre las aguas no tuvo lugar de la forma como nos es narrada en los evangelios. La infraestructura del relato se halla en el AT. Ya citamos el Sal 77,20. “Fue el mar tu camino, y tu sendero la inmensidad de las aguas, aunque no dejabas huella en ellas”. Yahvé caminando sobre las aguas. Es una forma poética para describir su poder. Jesús caminando sobre las aguas. Es una forma poética y adecuada para afirmar el poder sobrehumano de Jesús, presentándolo como la presencia de Dios en el mundo y, en particular, en la Iglesia que, gracias a su acción poderosa, puede llevar a buen puerto la tarea que le encomendó su Fundador.

 

La infraestructura mencionada del AT es utilizada con mucha frecuencia para poner de relieve el poderío único de Yahvé: En la conversión del caos en cosmos, en la primera creación, Dios reunió las aguas en los lugares adecuados para que apareciese la tierra (Gn 1,9-10). Es un canto poético a su poder. Dicho poder controla las aguas y las fuerzas destructoras del orden establecido “domesticando” a los monstruos marinos (Sal 74, 13-14). Dios se abre camino a través de las aguas tumultuosas para que su pueblo salga indemne y alcance la liberación (Sal 77,17-20). El Señor es fiel y poderoso, único, no tiene rival. El tiene asegurada la victoria sobre el caos (el mar embravecido), sobre Rahab o monstruo marino mitológico y primordial (Sal 89,10-14). El canto al Dios creador recoge la belleza de las aguas puestas a su servicio (Sal 104,5-10). Dios pone sus límites infranqueables al mar como si de una piscina infantil se tratara (Jr 5,22; 31,35; Jb 38,8-11).

 

¿Puede imaginarse un pedestal más digno para colocar sobre él al enviado de Dios? Yahvé caminando sobre las aguas. El pedestal adecuado para colocar sobre él a Jesús.

 

Pablo se ve impulsado a profundizar en la repulsa o rechazo de Israel. ¿Cómo puede explicarse que el pueblo elegido, cuya existencia era la prehistoria de Cristo (Ga 3), al que fue presentado en primer lugar el evangelio por Cristo mismo y  los apóstoles,  haya sido sustituido por otro pueblo, el Israel de Dios? (Ga 6,16). (segunda lectura)

 

En  el  amplio  desarrollo que el Apóstol dedica a este problema (Rm 9 -11) -del que la liturgia de hoy nos ofrece simplemente una introducción-, comienza Pablo exponiendo su profundo disgusto que llega hasta desear verse alejado personalmente del reino con tal de que ello impulsase a los de su pueblo a aceptar el ofrecimiento de Dios: “Pero yo pregunto: ¿Acaso ha rechazado Dios a su pueblo? De ningún modo; pues también yo soy israelita, del linaje de Abrahán y de la tribu de Benjamín... En cuanto apóstol de los gentiles, haré honor a mi ministerio, con la esperanza de provocar la emulación de los de mi raza y de salvar a alguno de ellos” (11,1.13b-14).

 

La plenitud del tiempo o la plenitud de la salvación fue preparado en ellos: su ascendencia y filiación significa que Dios es su padre; la alianza en el Sinaí, continuada en la historia, apuntaba a la nueva alianza (Jr 31,31-34) y fue llevada a la perfección por Cristo (1Co 11,25); la Ley y el culto eran los caminos para llegar al verdadero culto de Dios; las promesas auguraban la bendición de Dios sobre ellos. Y a lo largo de la síntesis salvífica han sido protagonistas de la acción de Dios.

 

Pablo estaría dispuesto a soportar lo peor que pudiera ocurrirle con tal de lograr la conversión de su pueblo. Esto lo expone de tal modo que sería capaz de verse excomulgado con tal de que sus hermanos fuesen aceptados. Es un eco de Ex 32,31, donde Moisés recurre a Yahvé con estas palabras: “¡Oh, este pueblo ha cometido un gran pecado! Pero perdónales su pecado, o bórrame  de tu libro, del que tú tienes escrito. Las razones que expone san Pablo al abordar este problema o misterio son las siguientes: estamos dentro del misterio de la elección; la gracia le es concedida al hombre sin mérito alguno por parte de éste, lo cual es aplicable también al pueblo; la Escritura demuestra que el camino que debe recorrer el hombre es el camino de la fe, no el de las obras; Israel ha rechazado la salud que le ha sido ofrecida en primer lugar; Dios ha salvado un “resto” de su pueblo; los gentiles se han beneficiado del rechazo de Israel; finalmente, Israel será salvo.

 

Felipe F. Ramos

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