TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXIII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ez 33,7-9
2ª lectura: Rm 13,8-10
3ª lectura: Mt 18,15-20

 

La lectura de Ezequiel nos sitúa en una de las circunstancias de mayor convulsión política y religiosa en el pueblo de Dios: el destierro de Babilonia (siglos sexto al quinto). Había sido anunciado por Jeremías. Ezequiel lo había descrito mediante recursos estremecedores. En el momento en que recibe esta palabra de Dios ya tenía en su haber la experiencia de sus graves predicciones: la ciudad (Jerusalén) había sido destruida y sus habitantes habían sido arrancados de su tierra y llevados a 1300 kilómetros de ella. Pero la acción de Dios no termina nunca en la destrucción. Es preciso mirar hacia delante, hacia una nueva era de resurgimiento nacional y de renovación moral. Las palabras que inician esta esperanza se abren significativamente con la llamada a la responsabilidad. (primera lectura).

 

El precioso relato de hoy se completaría con otro pasaje que repite y amplía lo que aquí se dice (3,16b-21). El tema común de la liturgia de hoy lo sintetiza Ezequiel al abordar algo tan fundamental como es la responsabilidad personal. Se halla enmarcado o tiene como  infraestructura dos imágenes creadoras de inevitable tensión: la de la espada, motivo favorito del profeta (21,9ss; 30,4.21s; 38,21). El Dios de la espada es una invitación a la vigilancia responsable de la conducta humana y la delcentinela. Esta es la tarea del profeta. Pero había sido ensayada y aplicada a la conducta del pueblo: alguien cuidaba de su viña desde la choza levantada para el guarda (Is 5,2); alguien vigilaba del rebaño para evitar que los depredadores matasen a las ovejas (1S 17,34-36); en tiempos de guerra la trompeta alarmaba sobre la proximidad del enemigo (2R 9,17ss; Jr 4,5s; 6,17; Os 5,2...)

 

En esta línea se describe la acción profética. El que vive desde Dios y para el hombre, está obligado a recordar el peligro que supone la ruptura de esta relación vital. Y aquí viene la acentuación de la responsabilidad. Quien proclama la existencia de las leyes divinas y los principios fundamentales reconocidos por las leyes humanas ha cumplido con su deber; ha salvado su responsabilidad. Quien no acepte aquello que le ha sido anunciado será responsable de su suerte adversa. En este momento se acentúa la responsabilidad “personal”. Ésta sale de la atmósfera comunitaria y se instala  en el terreno individual. El cumplimiento de la responsabilidad de uno y otros hará que la espada de Dios vuelva a la vaina. El incumplimiento la obligará a cumplir su función castigadora.

 

El evangelio desarrolla más específicamente lo anticipado por el profeta Ezequiel (tercera lectura). Afirmar que el presente pasaje nos enseña la obligación de la corrección fraterna puede llevarnos a una comprensión meramente humana y empobrecedora de la misma. Partiendo del principio soberano de que el superior siempre tiene razón, la corrección fraterna se ha convertido muchas veces en exigencia de sumisión antifraterna. La idolatría de las personas constituidas en dignidad ha matado la iniciativa de las que se hallaban bajo su jurisdicción, negándolas incluso el derecho a pensar; las órdenes recibidas debían ser aceptadas como mandatos divinos; no era posible otra forma de pensar, de enjuiciar los problemas, de anunciar el evangelio con diversas categorías del pensamiento establecido.

 

Cuando esto ocurría aparecía en el horizonte de la persona “insumisa” el peso de la ley “divinizada”, personificada en la autoridad de turno, que exigía al “descarriado” la sumisión antifraterna. O volvía al redil o era expulsado del mismo o se le colocaba en una situación en la que ella misma se decidía a abandonarlo. A lo largo de la historia del cristianismo ha habido muchas personas que, en su calidad de miembros conscientes, coherentes y responsables de ser Iglesia, han sido providencialmente selectas ovejas productivas y guiadoras evitando que en el rebaño prevaleciesen los borregos. No podemos menos de agradecérselo aunque una autoridad mucho mayor que la mía, el tiempo posterior, la historia a corto o a largo plazo, ya les ha hecho justicia dándolas la razón de aquella insumisión otrora condenada.

 

Una buena dosis de culpa de la corrección fraterna antifraternalmente entendida ha tenido el texto bíblico que hoy comentamos. La versión de la Vulgata y otros testigos de menor cuantía en la transmisión del texto lo leía así: “Si tu hermano peca contra ti” (= Si autem peccaverit in te frater tuus). Esta lectura del texto justificaba la consideración del pecado, que debía ser corregido, como una ofensa personal. El peso aplastante de los testigos transmisores del mismo prescinde del “contra ti” o del “in te”. Se trata, por tanto, de la falta o pecado cometido por una persona independientemente de la otra a la que haya podido perjudicar.

 

La adecuada comprensión de la corrección fraterna nos obliga a empalmar el texto bíblico de hoy con el texto inmediatamente anterior. Las normas establecidas en esta pequeña sección tienen como punto de partida la frase conclusiva de la perícope precedente, que narra la parábola de la oveja descarriada y terminaba con la frase siguiente: Dios no quiere que se pierda ninguno de estos pequeñuelos. Al referirse a los dirigentes de la Iglesia quiere enseñarles su conducta frente a los caídos o los que se hallan en peligro de caer. Deben imitar la conducta y actitud de Dios, que “no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta  y viva” (Ez 18,23); no quiere que se pierda nada de lo que le pertenece (Lc 19,10; Jn 3,16; 6,39; 17,12;).

 

Los “pequeñuelos” no son los pecadores en general (como ocurre en la versión de Lucas al describir “lo perdido”: oveja, dracma, hijo pródigo), sino los discípulos, los creyentes. Aquellos por los que se interesa la parábola de la oveja perdida, según la versión de Mateo en cuyo evangelio estamos moviéndonos, son estos pequeñuelos. También ellos pueden extraviarse (por tres veces, en los versículos 12 y 13, aparece la palabra que traducimos por “extraviar”). Mateo lo aplica a los discípulos seducidos, engañados y que se han  apartado de Cristo.

 

La organización de la Iglesia, según esta pequeña unidad de Mateo, se halla calcada sobre el patrón de la Sinagoga. Esto significa que los miembros de la Iglesia se hallan unidos entre sí, como lo estaban los de la Sinagoga, y están obligados a la corrección fraterna establecida ya en el AT (Lv 19,17). Los rabinos habían “perfeccionado” dicho mandamiento: “Si tú tienes unos compañeros que te reprenden y otros que te alaban, acepta a los que te reprenden  porque ellos te conducirán a la vida del mundo futuro, mientras que los que te alaban te separarán de él”, afirmaba el R. Meir hacia el año 150. “Quien reprende a su prójimo por amor de Dios, tendrá su parte con Dios”. Estas bellas palabras se convertían, en la práctica, en letra muerta, porque ellos preferían la seguridad de la abstención, del silencio, a los riesgos de la denuncia o de la corrección.

 

La Sinagoga era una “congregación” de la que se excluía a todo aquel que no aceptase al judaísmo como medio único de salvación. Los que así pensaban eran considerados como los paganos o los publicanos. Jesús utiliza el mandamiento del AT y su aplicación por el judaísmo al que corrige radicalmente. Lo que motiva la corrección fraterna no es un pecado intrascendente o un minucia pueril; es un pecado serio que rompe la comunión fraterna separando de la comunidad al que lo ha cometido (el verbo griego amartése, indica un pecado grave). Si nos llama la atención el mandato de la corrección fraterna nos sorprende mucho más el modo establecido por Jesús para hacerla. El primer paso es el diálogo personal. Nadie tiene por qué conocer el pecado ajeno. Sería una difamación. La consecución de lo intentado lograría restablecer la amistad del pecador con Dios.

 

Si el diálogo personal ha fracasado debe iniciarse el procedimiento “social”. No el juicio propiamente dicho. El recurrir a uno o más testigos también estaba establecido en el AT (Dt 19,15-17). Este procedimiento “social” pretendía demostrar la seriedad del intento y buscar la reacción del amonestado mediante los testigos  que garantizaban la objetividad del problema. La intervención de uno sólo podía llevar al  subjetivismo. Hasta aquí la Iglesia ha copiado de la Sinagoga. Y siguió haciéndolo. No debía existir, por principio, la separación o excomunión automática ante un pecado determinado, sea cual fuere (así procedió la Sinagoga; Jesús condena este procedimiento y no quiere que su Iglesia actúe como ella). Esto no obstante, puede llegar el momento en el que los dirigentes de la Iglesia deban aplicar la sanción última.

 

Las mismas palabras de Jesús les autorizan a hacerlo. Esta es la razón por la cual las palabras dirigidas a Pedro se amplían a los demás dirigentes supremos de la Iglesia (16,16ss). No porque ellos se beneficien del poder concedido a Pedro o porque su poder derive del de Pedro. Ellos tienen la entidad suficiente para recibirlo y ejercerlo directamente. Lo mismo que los sacerdotes no somos colaboradores de los obispos, a no ser que esto se entienda en un sentido tan amplio que sirva para designar a todos aquellos que, de alguna manera, trabajan por el Reino o por la causa de Cristo:Nosotros, en efecto, somos colaboradores de Dios (1Co 3,9).

 

La Iglesia actuó y sigue actuando como lo hacía la Sinagoga que, en la excomunión, distinguía varios grados: podía ser temporal, reduciéndola a treinta días; podía ser renovada  o establecida a perpetuidad; hasta que tuviese lugar la conversión o se pagase  una multa importante o hasta la muerte. Entonces se llamaba herem, equivalente a la exclusión del pueblo. Cuando el pecador es entregado a la Iglesia es evidente que entra en el campo jurídico; que puede pronunciarse  la sentencia de excomunión; que los otros miembros de la Iglesia deberán tenerlo en cuenta, por lo que al tema específico se refiere.

 

Aunque las palabras del evangelio tengan como infraestructura la práctica de la Sinagoga llama la atención que Jesús considere también a los excluidos como “paganos y publicanos”. ¿Cómo es compatible esta comparación con la conducta y predicación de Jesús en relación con ellos? Jesús se interesó por ellos porque la invitación de Dios ha roto todas las fronteras. No obstante si no aceptan la invitación de Dios, siguen siendo “pecadores y publicanos”; su rechazo es definitivo; no se puede hacer nada a favor de los  que se han separado de la oferta de la gracia y del perdón; a los que se han excomulgado a sí mismos, antes de que ninguna sentencia haya sido pronunciada contra ellos.

 

De la altura de los dirigentes eclesiales el evangelio desciende al terreno de la Iglesia de los fieles de a pie. A ellos va dirigido el proverbio sobre la eficacia de la oración. El “acuerdo” alude a la plegaria comunitaria hecha .en el lugar destinado al culto. Allí era donde se reunían “dos o tres en nombre de Cristo”. El verdadero poder de la comunidad reside en la oración (Rm 15,30; 1Ts 5,25; Col 4,3). Este poder ilimitado de la oración se halla en la misma línea de otras palabras de Jesús: pedid, buscad, llamad... (7,7-11). Se supone que la oración está hecha con las características que Jesús fijó a la oración específicamente cristiana, el Padrenuestro.

 

El mundo judío contemporáneo de Jesús nos ofrece características similares sobre la oración: el rabino  Acha Janina decía: “Que las oraciones hechas en la sinagoga, en el momento en el que los sacerdotes oran en ella, son escuchadas se deduce del midrash de Job, 36,5: Dios no desprecia a la muchedumbre, y del Sal 55,19: El librará mi alma en paz del combate que me han declarado, porque la multitud (de la comunidad en oración) está en torno mío. Jesús enriquece esta mentalidad de los rabinos porque la comunidad, incluso reducida a su mínima expresión, a dos personas, está segura de ser escuchada. ¿Por qué motivo? Porque es el Padre del cielo el que escucha las oraciones. Y, por si alguien pudiera dudar de ello, se aduce como testimonio decisivo que Dios está con los que se dirigen a él en la oración.

 

La última sentencia, que garantiza la presencia de Jesús donde se hallen reunidos dos o tres en su nombre, tiene también paralelos en la literatura rabínica. De un rabino de la época (R.Janina bar Terajdon, hacia el año 153) es la frase siguiente: “Si dos personas están reunidas sin que se trate de la Torá entre ellos, es una reunión de risa; pero si dos personas están reunidas y alguna habla de la Torá, la shekina se halla presente entre ellos”. Otro rabino afirmaba: “Donde hay dos reunidos estudiando la Ley, la shekina (la gloria o la presencia divina) está en medio de ellos”. Y otra sentencia no menos significativa: “¿Por qué Dios se llama maqom -la palabra hebrea mencionada significa “el lugar”-¿Porque en cualquier lugar donde se encuentren los justos, allí se encuentra Dios en medio de ellos”.

 

Jesús está presente en la Iglesia: todo lo que ella predica, hace o sufre es palabra, hecho o sufrimiento de Cristo. Esto supone que el centro de interés ya no es la Ley, sino la persona de Cristo. Supone igualmente que la reunión tiene lugar en el nombre de Cristo, es decir, con las mismas inquietudes y finalidad que determinaron su vida mientras estuvo entre los hombres. Cristo es, por tanto, la shekina, una habitación de Dios concreta y viva. Son afirmaciones sinónimas de su divinidad. Jesús ha sustituido a la “shekina”, a la “roca”, al “lugar”. Él es la presencia y la omnipotencia.

 

El comportamiento ético es una concepción de la dignidad cristiana: “nobleza obliga”. Los hijos de Dios deben conducirse como tales (Rm 8,14-17; Ga 4,4-7) (segunda lectura). Un comportamiento digno no quiere decir que sea perfecto, sino que tienda a la perfección. Cristo tiene que ser reflejado en el cristiano, tiene que ir adquiriendo su propia forma (Ga 4,9). Y, como en todos los campos, también en éste es necesaria -al vez más en éste que en cualquier otro- la “formación permanente”. Esto significa que la moral paulina no es estática, fundamentalista o inmovilista, inoperante y pasiva. Todo lo contrario: debe ser dinámica, progresiva, en incesante combate y en adecuada respuesta a las nuevas circunstancias desde los viejos principios inalterables. La pura repetición, por el mero hecho de reproducir el pasado, no es signo de fidelidad; puede serlo de infidelidad.

 

El principio determinante de la ética paulina es el amor, que lo ilumina, lo aclara, lo explica y lo resume todo (1Co 13). La verdadera libertad nace del amor, que hace a unos esclavos de otros, que pone a uno al servicio de los otros. Es el mejor compendio de la ética paulina (Ga 5,13s; Rm 13,8-10).

 

Felipe F. Ramos

Lectoral