TIEMPO ORDINARIO, Fieles Difuntos

FIELES DIFUNTOS I, CATEQUESIS

El hombre primitivo no esperó a que los dioses le dijeran algo sobre la muerte; le bastó verla durante siglos para descubrir que los muertos debían ser enterrados  en forma fetal, porque la tierra es un seno maternal en el cual nacemos. El primer nacimiento se produce en el seno de nuestra madre, y el segundo, el definitivo, es en el seno de la tierra, quemados o sepultados es igual. En la tierra, en ese momento, nos nace la vida. Los dioses nos nacen en la muerte. Han sido descubiertos en la muerte.

 

La muerte no es la separación del alma y del cuerpo. Esta afirmación nació de la filosofía de Platón, s. IV a. de C. El pensamiento dualista de Platón dividió al hombre en dos partes: cuerpo y alma. Ésta es la parte noble, la dignificadora del hombre, sobre todo por su inmortalidad. El alma es una chispa de la divinidad. Ella, la psiqué, tiene en el cuerpo, soma, que es material, mortal y mortífero, su habitación, que es considerada como su verdadera prisión, cadena y carcelero de la libertad del alma.

 

La muerte separa las dos partes del hombre dando a cada una aquello que la caracteriza: al alma la libertad y la eternidad, al cuerpo la esclavitud y su putrefacción en la materia. Al llegar al final del viaje se produce una separación tan violenta como deseada: el alma vuela hacia Dios, el cuerpo se pudre en el sepulcro. Así ha sido explicado durante siglos la escatología humana; la suerte última del hombre a partir de la muerte.

 

Esto es un monstruosidad. La prostitución más degradante de la dignidad humana. El alma y el cuerpo separados no son el hombre. En todo caso habría que hablar del cuerpo animado o “almado”, aunque la expresión no exista en nuestros diccionarios; el cuerpo no es el hombre ni tampoco lo es el alma; el hombre es cuerpo animado o alma corporeizada; yo soy yo, es decir, mi yo es tanto el cuerpo como el alma; el cuerpo es tan para el alma y el alma tan para el cuerpo que, cuando se separan, no queda hombre; quedarán otras cosas, pero hombre no queda. Algo así como cuando se separan el hidrógeno y el oxígeno del agua, quedarán dos gases, pero el agua como tal habrá desaparecido.

 

Cristo no fue dualista; hablaba del hombre, de la vida del hombre, del ser del hombre, considerado siempre como una unidad. Jesucristo nunca habla del alma,  siempre  habla  de la Vida: “¿No vale más nuestra vida...?” (Mt 6,25). “El que quiera conservar su vida...” (Mc 8,35). Yo soy un ser viviente, un yo; no soy alma y cuerpo. Claro que esta terminología es utilizada también por Jesús y es utilizable, por tanto, desde el punto de vista metodológico, no desde el punto de vista filosófico: “No temáis al que puede matar el cuerpo, pero no puede matar el alma; temed, más bien, al que puede hacer que el alma y el cuerpo vayan a parar a la gehenna” (Mt 10,28). Evidentemente la utilización a la que Jesús recurre en esta ocasión es eminentemente metodológica. Y al fuego eterno no manda, en la parábola de la auditoría final, a los suyos, sino a las personas egoístas, no a su cuerpo o a su alma (Mt 25,31-46).

 

En el AT el alma (nephes, en hebreo) significa la vida; la vida unida al cuerpo ha sustituido al aliento en cuanto principio vital; como los cuerpos animales ella se convierte en cadáver; también ella muere y, por tanto, puede afirmarse que abandona al hombre sin que se diga a dónde va; simplemente, desaparece. Teniendo en cuenta el significado de la sangre como principio de la vida, se puede afirmar que la sangre es el alma (una prueba bien rudimentaria es que cuando alguien se desangra muere). En el pensamiento israelita -lo mismo que en el entorno del mundo primitivo- quien pierde la sangre pierde el alma. No existe diferencia alguna entre el principio espiritual y su aparición corporal.

 

Estos recursos obedecen a la realidad espiritual que poseemos, que suele asimilarse al término alma, pero no se puede separar del cuerpo. El hombre es algo así como cuerpo-alma o alma-cuerpo, en una acepción siempre unitaria. El apóstol Pablo, cuando no se siente influido por el pensamiento del mundo griego, se sitúa en la misma línea del AT y tanto el “cuerpo” como el “alma” son aplicables al hombre en su totalidad. La aceptación de las categorías platónicas harán de nosotros creyentes platónicos. La aceptación de las categorías hebreas, monistas, jesuológicas, harán de nosotros creyentes cristianos. Así de fácil y así de grave y de importante.

 

Los creyentes” platónicos” no pueden morir. Es inmortal lo que no puede morir; lo inmortal es sinónimo de “no mortal”; los inmortales no pueden morir. Dios no puede morir; las almas no pueden morir. Estamos en la entraña misma de la filosofía platónica. Recordemos que el platonismo establece una dicotomía en el hombre; afirma el dualismo; el hombre es dos cosas: cuerpo y alma. El alma es inmortal. La inmortalidad es un concepto filosófico de Platón.

 

El pensamiento bíblico-cristiano no es platónico; no es dualista; niega la dicotomía platónica; afirma el monismo: el hombre no es dos, sino uno, un yo, una vida. El alma, también el alma es mortal. Volveremos a ello en el punto siguiente. La resurrección no tiene nada que ver con la inmortalidad. Más aún, la niega. Al menos teológicamente. La resurrección presupone la muerte. Por eso lo inmortal no puede resucitar. Dios no ha resucitado nunca. Nos referimos, naturalmente, a Dios Padre, creador... No nos referimos a Jesús. Jesús pudo resucitar porque había muerto. Nosotros resucitaremos porque somos mortales. La resurrección es la quintaesencia del pensamiento cristiano. Todo el NT gira en torno a ella.

 

Dios creó al hombre como ser mortal. La Biblia entendió la mortalidad humana como consecuencia del pecado (Gen 3,19; Sab 1,13; 2,24). Nos resistimos a aceptar esta afirmación. (Más abajo volveremos sobre el problema en cuestión). Se nos ha inculcado lo contrario aduciendo la inmortalidad del alma como argumento definitivo. De nuevo la filosofía platónica salió por sus fueros y ganó la batalla. Ya es hora de que pensemos con la serenidad libre de prejuicios “platónicamente” indiscutibles. Cuando morimos, ¿qué es lo que muere de nosotros? Evidentemente, el cuerpo; ¿y el alma? Esta es inmortal (¡filosofía platónica!, de nuevo). Cuando morimos, muere el hombre. No el cuerpo o el alma. ¡Muere el hombre!  Es el hombre el que es mortal; no sólo su cuerpo, sino también su alma. Alma y cuerpo, en el hombre, son mortales, sin distinción alguna.

 

Cuando uno se muere, se muere del todo. Así nos lo dice la filosofía  hebrea que, mientras no cambie, seguirá siendo la convicción profunda sobre la cual Jesucristo construyó su misión y, por tanto, la revelación de la inmortalidad en Cristo, es la revelación de la resurrección. Lo que los griegos denominan inmortalidad, en Jesucristo se llama resurrección. Lo mortal es inmortalizado en la resurrección. Dicen los evangelios que cuando Jesús murió Dios le resucitó de entre los muertos. Sin precisiones ni limitaciones: alma y cuerpo.

 

El mundo bíblico-cristiano no afirma que cuando tú mueras entras en la felicidad, eres ya alma pura para siempre; te liberas de la materia y entras en el mundo de las Ideas. Cuando uno muere, muere todo, como el mismo Cristo. Todas las negatividades rechazadas por el hombre se convierten en el desmoronamiento total del hombre viejo, que dirá san Pablo; en el último de los “no es” a todo lo indigno de permanecer, en el “no total”, aparece el “sí total” El hombre muere y, en el momento de su muerte, Dios le recoge y le resucita. Nuestra muerte es nuestra resurrección. Lo mortal se convierte eninmortal resucitado.

Resucitamos el último día. Y ese día coincide con el momento del último encuentro con Dios en nuestra existencia terrena; cuando la mano se nos queda en el camino sin llegar a poder cambiar la hoja del calendario que marca el ritmo de nuestros días. Resucitamos en la muerte. Toda otra representación ha sido un matrimonio mal avenido del mensaje cristiano con la filosofía platónica. Afirmemos con absoluta rotundidad que el hombre es un ser mortal, pero llamado a la inmortalidad; ésta se crea a base del desmoronamiento del hombre viejo; se realiza plenamente en la resurrección. Hay que morir para nacer, como ocurre con el grano de trigo... (Jn 12,24). En resumen, la inmortalidad es una teoría griega; la resurrección es la doctrina cristiana.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral

FIELES DIFUNTOS II, CATEQUESIS

 

La frase de M. Heidegger “El hombre es un ser para la muerte” merecería estar escrita con letras de oro. Al manifestarnos así  ya damos por supuesto que el autor de la misma no se refiere con ella al momento terminal de la vida. Que el hombre, el yo, el cuerpo animado o el alma corporeizada está destinado a tener un punto y final o llegar al momento omega de su vida no era necesario que lo formulase ningún filósofo. La experiencia diaria lo hace fácilmente comprensible. La expresión habitual lo formula diciendo que todo termina en la muerte. Esto sería indiscutible si la muerte fuese considerada como el momento terminal de la vida.

 

La frase de Heidegger tenía una pretensión de más altos vuelos. Su finalidad era integrar la muerte dentro de la antropología. Y todo puede explicarse en la muerte si la muerte no es entendida como terminal. Por tanto, en la célebre frase, la muerte no es considerada como el punto final de la vida, sino como su compañera inseparable desde la gestación de la persona hasta su desaparición de nuestro mundo. La muerte forma parte de la vida. Cabalga sobre ella. No como una amenaza, sino como en principio determinante de la existencia. La muerte es el alma de la vida, aquello que la impulsa a caminar. Nuestra vida es fruto de nuestra muerte. Los muertos que ya hemos superado en la renovación septenaria de las  células  que componen nuestro  organismo -la niñez, la pubertad, la juventud, la madurez y la ancianidad- ya no existen, han sido enterrados dentro de nosotros, y siguen estando en nosotros, continúan inseparablemente unidos a nuestra existencia empujándola adelante.

 

San Pablo lo formula así: “Cuando era niño hablaba como niño, discurría como niño, pero cuando me hice hombre di de lado las cosas de niño” (1Cor 13,11).

 

Nuestra vida ha llegado aquí tal y como es  gracias a las múltiples muertes que son una condición inherente a la vida. Sobre nuestra vida pesa como motor imparable la muerte de nuestros padres, de nuestros antepasados, nuestros familiares, amigos, maestros, profesores, médicos... una herencia de muchos millones de años ha hecho posible mi vida. La vida, todo lo que llamamos vida, está tejida de muerte, de muerte propia, que es una constante de nuestra existencia a lo largo de una permanente renovación celular, en lo material; de una evolución de personalidad, en lo espiritual; de un crecimiento lento y progresivo en la maduración de nuestras ideas, de nuestras finalidades, de nuestra fe, y de una herencia inapreciable a lo largo de cientos de millones de años. La vida y la muerte no se contraponen; son y viven parejas; la muerte va adelante con la vida delante de ella.

 

Como no pretendemos hacer una canto festivo a la muerte, junto a las afirmaciones anteriores debemos reconocer que la cara externa de la muerte puede tener aspectos horrendos y sumamente desagradables, sobre todo cuando es precedida de un largo sufrimiento o acompañada de tragedias espeluznantes e irreparables. ¿Cómo evitaremos el concepto de la muerte considerada como consecuencia del pecado? Pensando que esto nunca se afirma directamente en la Biblia (Gen 2,17 y 3,11 son los textos más importantes: “El día que comieres de él (del árbol de la ciencia del bien y del mal) ciertamente morirás” (Gen 2,17); “¿Es que has comido del árbol (el árbol de la vida) del que te prohibí comer?” (Gen 3,11). Los textos son evidentemente mitológicos. Son los textos más impactantes y, a la vez, más desconcertantes. ¿Dios amenaza y no da? Porque nuestros ancestros no murieron como consecuencia de haber transgredido la prohibición divina. Lo menos que se puede decir, por respeto al texto, es que no se trata de la muerte corporal, tal y como ha sido interpretado de forma habitual.

 

La inmortalidad del hombre arruinada por la astucia de la serpiente: “Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen de su naturaleza; mas por envidia de la serpiente entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que la pertenecen” (Sab 2,24), ha resultado de la combinación del pensamiento griego (que influyó decisivamente en el libro de la Sabiduría y en el Eclesiástico, donde encontramos pensamientos similares) y de la mitología bíblica de los orígenes.

 

El texto presumiblemente más dogmático es el siguiente: “Como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto que todos habían pecado...” (Rom 5,12). En este célebre texto, Pablo no afirma el pecado “original”.Su interés está en la gracia de la justificación y del don divino (recurre ocho veces a expresiones distintas para afirmarlo (Rom 5,12-21). Y contestando a la pregunta de cómo la gracia de uno puede beneficiar a todos, establece una comparación tomada del mundo del pensamiento judío, que atribuía la mortalidad universal a una transgresión de la voluntad divina, que había tenido lugar en los orígenes de la humanidad.

 

Cuando la Biblia habla de los efectos nefastos de la muerte, no se refiere a la muerte biológica -que es un suceso natural absolutamente inevitable- sino a la teológica, a la separación de Dios y al egoísmo determinante negativo del mandamiento del amor.

 

Si el pecado fuera la causa de la muerte, si nosotros morimos porque somos pecadores, parece inevitable concluir que también Jesucristo fue pecador y la Virgen María. Otra consecuencia inevitable sería que si no fuéramos pecadores no moriríamos. Una afirmación desafortunada que no puede verse confirmada en ningún pasaje bíblico por la palabra de Dios; aunque sí por la de muchos considerados como auténticos intérpretes de la misma. ¿Y cómo afirmar estas convicciones tan generalizadas con las palabras de Jesús  que  afirma  lo contrario:  “El  que cree en mí  no muere” (Jn 11,25)? ¿Habría entonces que creer que la muerte es un castigo del pecado? Tal vez cuando éramos niños, como diría san Pablo.

 

Probablemente nos hayamos hecho muchas veces la pregunta que se hicieron los judíos a propósito de la muerte de Lázaro: “¿No pudo éste, que abrió los ojos del ciego, hacer que (Lázaro) no muriese?” El retraso intencionado de Jesús en llegar a casa del enfermo tenía unas razones que se convierten en enseñanza para todos los hombres de todos los tiempos, si las quieren aceptar. Los muertos no resucitan el último día, al estilo tradicional. Jesús quería corregir esta mentalidad errónea. Y lo hace mediante una autopresentación que constituye el centro de interés del cuadro más bello y profundo de toda la Biblia: “Yo soy la resurrección y la vida y el que cree en mí no morirá” (Jn 11,25; 5,24-25). Y esto lo dijo delante de un muerto. Luego no se refería a la muerte corporal.

 

No invoquemos ni hablemos siquiera de la muerte como castigo de Dios. Es cierto que Jesús lloró ante la muerte de su amigo Lázaro participando de esta manera en el dolor de sus dos hermanas. Ellas todavía no podían comprender que donde está Jesús no hay muerte; que la muerte implica necesariamente la resurrección. ¡En el mismo instante de morir, resucitas!. La muerte es aquello que construimos a lo largo de la vida, es decir, la Eternidad o la Vida eterna. La muerte, mirada desde las perspectivas de los que se quedan llorando al que se ha ido, es una vida que termina. Es preciso verla también desde el lado de allá, desde la perspectiva divina. Entonces la muerte aparece como el resultado de lo que hemos construido durante toda nuestra vida y ahora ha llegado el momento de disfrutar de ello. La vida presente, finita y limitada debe terminar para que empiece la Vida que no termina. Si se nos privara de la muerte se nos quitaría la construcción de nuestra vida. En la muerte no se pierde nada, y se gana todo.

 

También debiéramos esforzarnos en eliminar la consideración de la muerte  como frontera que divide la existencia humana en dos: la que el hombre vive mientras dura su vida terrena y la que comienza a partir de cerrar sus ojos a las realidades del mundo presente. La muerte no es barrera o frontera, sino todo lo contrario: es el paso de la frontera. A los inevitables interrogantes que  plantea la muerte pueden darse muchas respuestas; la más importante ya la hemos apuntado al distinguir la muerte como punto terminal y al negar la “puntualidad” de su ser. El punto de apoyo fue la frase de Heidegger.

 

El paso de la frontera de la vida equivale a situarnos en el terreno de lo desconocido, no necesariamente en el terreno de la nada. Los antiguos consideraban eso desconocido como el mundo de los dioses. A su mundo se llegaba a través de la muerte. El hombre descubrió la divinidad en cuanto descubrió la muerte. No la muerte como un fenómeno animal o biológico, cuanto la muerte como algo que llama poderosamente la atención. La muerte es una realidad que, como muerte, no tiene realidad, porque lo que hace que la muerte sea muerte ha sido dinamitado por Jesucristo. Entonces, si lo que contiene la muerte no es muerte, ¿qué contiene la muerte? ¡Vida!.  En ese punto desconocido que es la muerte, empieza la vida. Todos cuantos han reflexionado sobre la muerte han concluido que, después de la muerte, queda algo.

 

Desde el punto de vista en el que estamos reflexionando, tener fe, aparte de otras cosas, es una gran suerte. El problema de la muerte ha desaparecido absorbido por el misterio de la resurrección. Nuestra muerte ha sido eliminada, superada, destruida por la muerte-resurrección de Cristo que nos ha llevado a la plena participación en la vida de Dios. De ahí la afirmación y el interrogante paulino: “La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Gracias sean dadas a Dios, que nos concede la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo (1Cor 15,54-55),

 

La muerte no nos lleva a la muerte, nos acerca a la Vida. ¿No coincide esta afirmación con la descripción que hizo Jesús de Nazaret sobre la entrega de la vida?  Entregar la vida desde la muerte, es acercarse a la vida. ¿No se acerca a este pensamiento la frase de Platón: ¿No será que cuando vivimos morimos y cuando morimos vivimos?. Cuando vivimos se nos mueren las cosas entre las manos, pero cuando morimos, la Vida acude de golpe, torrencialmente, de forma definitiva.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral

LA COSECHA DE LA VIDA

En el principio, en eso que ahora se llama big bang, Dios sembró vida. Originariamente era una semilla tan diminuta como el más mínimo grano de mostaza. Pero Dios introdujo en ella un poder fecundante que, después de estar escondida durante muchos millones de años se hizo visible a aquellos que habían adquirido ojos para verla. Incluso para poder contemplarla cuando los ojos corporales hayan sido sustituidos por otros medios de visión más eficaces y de mayor alcance. Por un principio elemental, y para poder entendernos, hablamos de dos formas de vida distintas: la presente, actual, terrena, y la futura, venidera y celeste. El procedimiento que seguiremos para distinguirlas consistirá en la exposición de un primer punto que destaque la conexión y la coincidencia entre las dos formas de vida. Los siguientes intentarán especificar las características de la vida eterna o de la segunda forma de existencia a la que es invitado el hombre en su fase posterior a la muerte.

 

1º) La vida, de forma absoluta, es una realidad cuya oposición es la muerte. En su forma actual la vida se desarrolla progresivamente. Es el don concedido por Dios con el doble aspecto de “transitoriedad-permanencia; promesa-cumplimiento; imagen-realidad; sombra-perfección”. El NT recurre a muchas imágenes para expresarla: pertenece al Reino, a la verdad, a la luz, a la vida, al mundo de arriba; es paz, alegría, liberación, gozo. Imágenes procedentes de nuestra experiencia y perfectamente legítimas para expresar el ensayo de una vida querida por Dios y que se parezca y se acerque a la suya. Los puntos siguientes, son la base de lo expuesto, intentan precisar las características  de la vida eterna.

 

2º) La vida eterna no es continuidad de la temporal. Eso significaría inmortalidad, no vida eterna. Lo opuesto a la vida eterna no es la vida temporal, sino la muerte eterna. Ésta es consecuencia del señorío del pecado (considerado como poder antidivino personificado). La vida eterna es el don de Dios regalado en Cristo (Rom 6,22-23: el pensamiento se desarrolla a lo largo de todo el capítulo citado y, en general, en la exposición del pensamiento paulino).

 

3º)  La vida eterna consiste en la perfección de la comunión con Dios tal como le ha sido concedido al hombre en Jesucristo y gracias a su acción salvadora, y el creyente lo ha aceptado en la fe. Entramos en la descripción de la vida eterna dejando las imágenes de la misma y recurriendo al lenguaje directo. La vida eterna es la vivencia de Cristo resucitado, de la participación que Dios le ha dado en la intimidad de su vida, de la otra forma (Mc 16,12) en la que la gloria-doxa (subrayamos la palabra griega por el denso contenido incluido en ella) significa el modo de ser del Resucitado (como reflejo de la forma del Resucitador).

 

Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con él(Col 3,4). Esto significa la plena manifestación de Dios en él y, como consecuencia, también la de todos aquellos que viven unidos a él, que viven una vida como la suya: carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es (1Jn 3,2).

 

Es la vida en Cristo: por ambas partes me siento urgido, pues, por un lado, deseo morir para estar con Cristo que es mucho mejor... (Fil 1,23). Esto significa vivir en el mismo “lugar” donde él vive, en la Casa de Dios, por utilizar una necesaria metáfora espacial (Jn 14, 3.24). Estas formas diversas de descripción significan lo mismo: vida junto al Padre, igual a él, en el pleno conocimiento de su amor: Ahora vemos como en un espejo y oscuramente; entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido (1Cor 13,12a), en plena entrega a él, en plena conformidad con su voluntad; por tanto, en la plena libertad frente a la Ley, al pecado, a la enfermedad y a la muerte.

 

La vida eterna clarificará la oscuridad de la fe o elevará ésta a la visión, como afirma el texto citado de Pablo (1Cor 13,12); hará desaparecer el conocimiento imperfecto de un Dios antropomorfo al verle “cara a cara”, es decir, al llegar a la visión directa y no quedarse en las especulaciones y el cálculo sobre su forma de ser, que resulta de verle de espaldas, (de forma confusa e imperfecta, como cuando vemos a las personas “de espaldas”), como Moisés (Ex 23,20-23); superará la fase de una vida sometida a la prueba, a la tentación y a la lucha; nos proporcionará el señorío o dominio permanente del santo amor de Dios en los redimidos.

 

4º) Como plenitud de la comunión de amor con Dios, la vida eterna hará que la comunión mutua se convierta en una realidad consoladora; más allá de la bella teoría  nos alcanzará la perfección derribando  las fronteras  externas -distancia en el tiempo y en el espacio-, y las internas -el exclusivismo egoísta y pecador-; nos llevará a una auténtica alteridad elevada, perfecta; más allá de los ensayos defectuosos viviremos la comunidad de la unión íntima y profunda de un Cuerpo cuya vida es comunicada sin ningún tipo de limitación a todos los miembros adheridos a él.

 

5º) La perfección en el amor no significa absorción de la personalidad, sino promoción de la misma hasta el límite de lo posible; junto al “yo”, liberado de sus ambiciones egoístas, vivirá el tú con idéntica generosidad; el yo y el tú descubrirán y vivirán la relación de máxima intimidad con Dios, gracias a la plena revelación de Dios en ellos; se gozarán con un Dios que les quiere navegando en el bello e infinito mar de su amor, sin convertirlos en gotas inconscientes de un movimiento eterno de flujo y reflujo.

 

6º) La vida eterna nos proporcionará la máxima proximidad con Dios. Nos hace tomar conciencia de la infinita distancia que nos separa de él. No seremos divinizados. Comprenderemos la máxima grandeza a la que ha llegado una criatura insignificante gracias a las alturas inimaginables a la que Dios la ha elevado. Seguiremos siendo sus criaturas, sus siervos “cualificados”, plenamente conscientes del amor, gratitud y adoración que le debemos. La adoración nocturna se convertirá en perpetua adoración diurna, porque la realizaremos a la plena luz del HOY de Dios.

 

7º) La vida eterna nos introduce de lleno en el conocimiento de Dios. Pero nos hará plenamente conscientes de que el ojo humano no puede penetrar el misterio oculto de Dios, “la visión” de Dios (Mt 5,8; 1Jn 3,2); el “conocer como soy conocido” (1Cor 13,12), no elimina la inaccesibilidad en la que Dios habita: “... el único inmortal, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre vio ni puede ver, al cual el honor y el imperio eternoAmen (1Tim 6,16).

 

8º) La vida eterna, de modo semejante a la temporal, es la misma para todos los que participan en ella. A todos les es concedido el mismo y único don de Dios, sin un más o menos. Dios no puede ser más o menos de lo que es. Él es, no tiene. Él no da, se da. Pero, dentro de la igualdad de vida para todos los redimidos, Dios establece grandes diferencias. Como en la vida presente. Dentro de la identidad esencial existen diversas aptitudes, distintos quehaceres y responsabilidades, diferentes carismas.

 

También en la vida eterna habrá diferencias teniendo en cuenta la medida e intensidad  de las obras de la fe, la fidelidad en la respuesta a la vocación divina, la generosidad en el servicio a los demás, el trabajo realizado en la plantación de Dios (1Cor 3,8), el mayor o menor valor de los materiales empleados en la construcción de la Casa de Dios (1Cor 3,12-23). Las diferencias en la vida eterna lo serán “en la gloria”, en el honor “de los elegidos”. Precisamente por eso no podrá crear envidias ni podrán aducirse agravios comparativos.

 

9º) Describir la forma de la vida eterna resulta incluso más difícil que definirla. ¿Cómo entender una vida plena, perfecta, sin aspiraciones, sin tensiones, sin movimiento hacia nuevas consecuciones, sin el temor de perder lo ya alcanzado... y que, a pesar de todo, siga siendo vida? El problema es absolutamente real. Pero no es distinto del problema del mismo Dios, cuya vida no podemos imaginar. Si existe alguna comprensión de este misterio tenemos que salirnos del campo de la competencia humana y emprender el camino de los senderos y vericuetos plagados de sorpresas y de dificultades insalvables.

 

La vida eterna pertenece a la jurisdicción de la escatología; abre nuestra mirada al futuro; acepta lo inimaginable al menos como posibilidad. La vida eterna no difiere del reino de Dios que él inicia como sementera. La cosecha se llama vida eterna. Pero es una cosecha sembrada y cultivada. En este terreno el primero de los puntos mencionados en este desarrollo establece el fundamento de los nueve restantes.

 

Para la fe, el reino de Dios es presencia; también lo es para la vida eterna. Cristo fue la presencia de Dios en nuestro mundo; trajo la gracia y el perdón de los pecados; la misma finalidad persigue la vida eterna; donde hay perdón de los pecados hay vida y bienaventuranza; esto lo ofrece en plenitud la vida eterna. Acabamos de decir que el primero de los puntos mencionados en este desarrollo establece el fundamento de los nueve restantes.

 

10º) Del conjunto de todas las reflexiones anteriores se deduce que puede hablarse de la vida eterna en el presente, aunque sea una realidad futura: es futuro y presencia, misterio de fe que será revelado y que actualmente se manifiesta en la fe y en las obras. Entre los senderos y vericuetos plagados de sorpresas y de dificultades insalvables se halla el rodeo de la mística. Es la mejor presencialización de la vida eterna. Sólo quien pueda decir “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) o quien pueda escuchar que “el Hijo en el que creemos, es la plena manifestación del Padre o de la vida eterna” (Jn 14,10-11) o quien se decida a esperar como verdaderas las palabras de Jesús en su oración al Padre: “Quiero que estén donde yo voy a estar... para que vean mi gloria” (Jn 17,24), sólo él verá con claridad ya en este mundo la vida eterna con la visión “experiencial” o “vivencial” que supera toda certeza.

 

 

Felipe F. Ramos

Lectoral