TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXXII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Sb 6,13-17
2ª lectura: 1Ts 4,12-17
3ª lectura: Mt 25,1-13

 

El punto de partida para hablar de la Sabiduría es esencialmente antropológico. Su preocupación esencial es la situación humana, el destino humano y sus verdades fundamentales. Junto a esta consideración debe destacarse que ella toma muy en serio a Dios y su significado para la existencia humana. Como el AT en general la visión teológica no es esencialista, sino existencial: mediante la llamada que Dios hace al hombre y la respuesta de éste en la fe y en la obediencia a su acción, Dios entra en el hombre y el hombre entra en Dios (primera lectura).

 

Este proceder de la Sabiduría que toma la iniciativa presagia el movimiento de la gracia, que viene al encuentro del hombre: “Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44). “Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar” (Flp 2,13). “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo” (1Jn 4,10).

 

La Sabiduría debe buscarse afanosamente. A quienes actúen así, la Sabiduría les vendrá al encuentro, la encontrarán esperando a la puerta. La sabiduría se manifiesta a los hombres en todas sus obras a fin de             que las bellezas visibles les conduzcan  a las invisibles. Les habla a través del orden del mundo, de las leyes que rigen la naturaleza, con la luz de la verdad, con el ejemplo de las personas honradas, con la dulzura de la prosperidad, con la amargura de la adversidad. Va a su encuentro  con la solicitud de su providencia, que se extiende desde las cosas más grandes hasta las más pequeñas, asegurándoles que todas están en sus manos. Como dice el ángel a la iglesia de Laodicea: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).

 

De ahí que el mero pensar en ella con el deseo de adquirirla, es ya un acto de prudencia. El que se desvele por la sabiduría, pronto se verá sin cuidados y es que quien persigue una meta alta necesita esforzarse y prolongar sus vigilias, pero, una vez alcanzada, produce paz y quietud. La sabiduría se hace encontradiza a quienes la buscan con sinceridad  y a quienes por sus buenas disposiciones son dignos de ella. También aquí la sabiduría presagia el proceder del Hijo de Dios, Sabiduría eterna, que vino a nuestro encuentro en el misterio de la Encarnación y recorrió los caminos de nuestra tierra en busca de los hombres.

 

Para que esta búsqueda sea eficaz tiene que hacerse con la reserva del  aceite para que nuestras  lámparas no se apaguen cuando nos rodea la oscuridad. (tercera lectura). La parábola que nos narra el evangelio de hoy es sumamente compleja. Su recta interpretación se halla obstaculizada desde distintos interrogantes no resueltos satisfactoriamente hasta ahora. ¿Es una parábola o una alegoría? Optamos por el género parabólico, pero esto no nos obliga a excluir los elementos alegóricos que, por otra parte, no exigen una interpretación alegórica. ¿Es una parábola “trágica”? La tragedia se intuye desde el principio, se desarrolla y alcanza su culminación en la confrontación de las prudentes y de las necias y termina con la conclusión de la historia.

 

La parábola tuvo su origen en Jesús. Trataba del reino de Dios. La transmisión de la misma que nos ofrece Mateo la trasladó al terreno de la parusía y la alegorizó. Otra alternativa cuenta con  la creación de la parábola por parte de la comunidad cristiana. Tenía como telón de fondo el tema de la parusía y como problema su retraso. Una tercera consideración valora la parábola, en su estado actual, como post-pascual, profundamente reelaborada por Mateo. Pero debe contarse con una parábola de Jesús cuya reconstrucción resulta sumamente difícil.

 

En su forma actual la parábola se refiere a la segunda venida de Cristo. Describe la situación de los que viven en la esperanza el tiempo intermedio entre la resurrección y la parusía del Señor. El contexto en el que Mateo la ha encuadrado pone de manifiesto su intención. Y, por si esto fuera poco, añade el v. 13: “Velad, pues, porque no sabéis el día ni la hora”, para que no quede lugar a duda.

 

El mejor comentario a la Biblia lo hace la Biblia misma. Aplicando este principio hermenéutico a nuestra parábola el primer paso debería ser buscar su contexto, contextualizarla. Y el primer descubrimiento de este intento nos lleva a la constatación siguiente: Se trata de una parábola gemela con la del “administrador fiel” (Mt 24, 45-51). Como ella pertenece al grupo de parábolas que acentúala responsabilidad personal y, al mismo tiempo, la trampa mortal en la que se puede caer si la conducta no es coherente con la misión recibida. Participa así del denominador común de las parábolas de crisis. Como ellas debe contar con  la proximidad del juicio que, para Jesús, se cierne sobre el tiempo presente, aun cuando la amenaza ofrezca todavía un plazo de gracia. El juicio de Dios se realiza ante la presencia del Reino y el cumplimiento de sus exigencias se traduce por la participación en el gozo del Señor (Mt 25,21.23).

 

Para comprender la enseñanza parabólica debemos partir del supuesto que el reino de los cielos no es comparado con diez jóvenes, sino con la celebración solemne de una boda. Solemnidad reservada para el último momento en el que la consumación del mundo y del juicio último juegan un papel decisivo. Precisamente por eso el Reino no puede ser comparado con la sala del festín en el que entran las jóvenes prudentes. El verso primero debe ser traducido de forma distinta a como suele hacerse ordinariamente. Sonaría, más o menos, así: “Ocurre con el reino de los cielos como con diez jóvenes invitadas a un banquete de bodas”.

 

De modo análogo a la parábola del traje de boda (Mt 22,11-12), nos habla también ésta de la necesidad de estar preparados para poder participar en el banquete. Supuesta, pues, la comparación del Reino con la boda, el centro de interés del mensaje parabólico recae en la necesidad de la preparación.

 

Desde el principio Mateo la considera como parábola de parusía. No obstante, como su tiempo es desconocido, la acentuación se centra en la necesidad de la preparación. Así surgieron en su pluma los rasgos parabólicos, a los que es tan aficionado el primer evangelista. El esposo es Cristo (Mt 9,15-16). La escena última es el juicio. Las jóvenes representan a los cristianos, a los creyentes expectantes (2Co 11,12), lo mismo que la aclamación final: “¡Señor, Señor, ábrenos!”. La exclusión de las necias significa el castigo. La recepción del novio se reviste de la parafernalia del Vencedor que llega (Mt 8,34; 1Ts 4,17). El retraso del novio, relacionándolo con la misma posibilidad con que cuenta el administrador fiel (Mt 24,48), es importante por su referencia a la indeterminación del tiempo final, entendido en el sentido habitual.

 

Éste se difumina para que la responsabilidad personal se agudice. El Señor llega para cada uno en el momento último de su vida. Esto obliga a cada creyente a mantenerse tenso, a no dejarse dominar por el cansancio y la indiferencia; a actuar coherentemente rechazando todo cómputo del tiempo que pudiera retrasar o descuidar la preparación personal.

 

La boda se celebra todavía hoy en Palestina con esa pompa última de la conducción de la novia a casa de los padres del novio. Las diez jóvenes debían esperar, bien en casa de la novia o bien en sus inmediaciones. La parábola no intenta darnos una enseñanza sobre la virginidad. Tampoco el número total ni el relativo, que cuenta con cinco necias y cinco prudentes, tiene interés especial. La distinción entre necias y prudentes está exigida por la narración parabólica.

 

Junto a estos rasgos secundarios hay otros que son necesarios en la parábola para comprender su significado doctrinal. Para que la comparación alcance su punto culminante y su verdadero centro de interés son necesarias dos cosas: el retraso del novio y el sueño de las que esperan. Pero entendámoslo bien. La insensatez de las jóvenes calificadas de necias no está en haberse dormido. Se durmieron todas. La verdadera culpa debe buscarse en que no iban preparadas para su misión. No habían contado con un posible retraso del novio. Y, en consecuencia, no se habían provisto de aceite suficiente.

 

Es necesario mantener las lámparas encendidas. El AT nos ofrece un buen ejemplo para la interpretación de la imagen: “La luz de los justos brilla con fuerza, la lámpara del malvado se apaga” (Pr 13,9; ver Job 18,5). Otro punto importante de referencia nos lo ofrece Mateo al concluir la parábola de forma semejante a como lo hace en el sermón del monte (7,23: amenaza con un juicio de condenación; 7,24-27: contraposición entre la distinta forma como el hombre prudente y el insensato construyen la casa). Desde el contexto mencionado, “prudente” es el que escucha la palabra de Dios y la cumple; es “insensato” el que oye dicha palabra y se olvida de ella. La aplicación a nuestra parábola es inevitable. Mateo nos ofrece otros ejemplos de “prudencia” y de “necedad” (10,16; 23,17. 19; 24,45).

 

El novio llega inesperadamente. Ante el grito que anuncia su llegada, todas las jóvenes avivan las lámparas. Y entonces se produce la sorpresa de las necias. No tienen bastante aceite para mantener encendidas las lámparas hasta llegar, acompañando al novio a su casa. Las jóvenes prudentes se niegan a dárselo. No por egoísmo. Se trata de otro rasgo parabólico necesario para hacernos comprender que la preparación requerida es personal e insustituible. Las mandan a comprarlo. En esta recomendación tampoco puede verse una ironía por parte de las vírgenes prudentes. Cierto que a aquellas horas no encontrarían tiendas abiertas. Pero es necesario para la narración que, al llegar el novio, falte una parte de las que debían esperarlo. Por eso la parábola recurre a este artificio. Mientras ellas van a comprar, llega el novio y se cierra la puerta del banquete.

 

La seriedad del momento presente exige una preparación personal, intransferible e inaplazable. A la hora menos pensada llega el novio. Solamente aquellos en cuyas lámparas existe aceite suficiente, solamente aquellos que se hallen preparados en el momento crítico de su venida podrán entrar en la sala del festín. El retraso, la falta de preparación, implica la exclusión definitiva del Reino. Una vez que la puerta haya sido cerrada es inútil insistir. La respuesta será la misma que oyeron las jóvenes necias: En verdad os digo que no os conozco.

 

La parábola orienta al oyente-lector hacia la esperanza, que es un factor esencial del tiempo y de la vida humana. La esperanza determina nuestra vida. Pero la esperanza puede ser transitoria o esencial. Esta última es la que da el sentido pleno a la vida. Las jóvenes prudentes se caracterizan por dicha esperanza esencial. Esto no significa convertir este mundo en una sala de espera del futuro, sino que nos exige vivirlo responsablemente teniendo como último punto de referencia la proximidad-presencia-venida de Dios. La esperanza presupone la fe y se enraiza en ella.

 

La entrada en la vida eterna es inseparable del misterio. ¿Cómo tendrá lugar? Aquel a quien se le apaga la lámpara se queda en las tinieblas. Este es siempre nuestro problema. A los Tesalonicenses les pasó igual (segunda lectura). Para ellos era claro que los vivos disfrutaban de la Vida. Pero algunos habían muerto en la comunidad de Tesalónica después de haber sido fundada. A modo de consuelo afirma el Apóstol que el triunfo de Cristo es absoluto; aplicable, por tanto, también a los muertos; ellos, por consiguiente, participan también de la glorificación de Cristo; no es necesario pensar, para ellos, en la parusía.

 

El “sueño” es un eufemismo que indicaba la muerte, tanto para los judíos como para los paganos. El paganismo no vivía sin esperanza. La doctrina de Platón les había inculcado el tema de la inmortalidad y la religión de los misterios enseñaba la vida después de la muerte. Los cristianos no necesitan recurrir a esas creencias paganas. Más aún, deben ser eliminadas. La resurrección de Cristo es la base de la esperanza cristiana después de la muerte. Una Vida como la suya y gracias a la suya. La resurrección de Cristo, el poder de Cristo, nos hace partícipes de su resurrección a partir del momento mismo de la muerte.

 

La descripción apocalíptica con la que termina el pasaje leído hoy  nos obliga a considerar como mera ornamentación algunos de los elementos mencionados, por ejemplo “la voz del arcángel”, “la trompeta divina”, “la preeminencia de los muertos en Cristo”, “ser arrebatados en la nube”, “el encuentro con el Señor en el aire”. Para nosotros son motivos meramente ornamentales. Lo único válido y decisivo es “la muerte en Jesús”, que significa “morir en la fe cristiana” y “estar siempre con el Señor”.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral