TIEMPO ORDINARIO, Domingo VIII

Textos bíblico-litúrgicos: Is 49,14-15; 1Co 4,1-5); Mt 6,24-34

 

La primera lectura de este domingo VIII del tiempo Ordinario está centrada en el segundo poema del Siervo de Yahvé (Is 49, 14-15). Después de afirmar y celebrar el cambio profundo experimentado por el pueblo cuyo Libertador le ha vuelto a arrancar de la esclavitud a la libertad, el profeta, un discípulo de Isaías, dirige una crítica amorosa a la desesperanza en que había sucumbido el pueblo deportado a Babilonia:

 

El antiguo pueblo de Dios, Sión o Jerusalén habían caído en el error. Habían llegado a pensar que su Dios les había abandonado. A este error responde el profeta, pero ¿puede una madre olvidarse del hijo que amamanta abrazado a sus pechos? Pues aunque ella se olvidara, Yahvé no. Nunca en el AT volveremos a encontrar una expresión tan profunda, tierna, íntima y expresiva de la ternura del amor divino. Dios es una madre. San Juan transferirá la idea a la paternidad de Dios. Y es que Dios es un ser asexuado, no tiene sexo, aunque en su simplicidad infinita tenga que hablar al hombre con las limitaciones de éste y a la medida de su comprensión.

 

La tercera lectura (Mt 6,24-34) lleva a la perfección la esperanza realizada ya en parte por lo que acabamos de leer en la primera lectura (Is 49, 14-15). Comienza con una pequeña parábola que concreta la realidad del seguimiento de Jesús: Nadie puede ser4vir a dos señores...Llegará siempre el momento en el que se adherirá a uno y se separará del otro. Una vez establecido el principio que formulado el evangelista se centra en el desarrollo de la absoluta pretensión.

 

La pequeña parábola que abre esta sección no ofrecer mayor dificultad. Según el derecho de aquella época un siervo podía serlo, al mismo tiempo, de distintos amos. Pero, en la práctica, esto resultaba imposible. Llegaba siempre el momento en el que se adheriría a uno y se separaba del otro. El texto lo dice, al estilo semítico, afirmando que “amará a uno y odiará al otro”. Partiendo de esta imagen, cuyo fondo es una radical disyuntiva, sin posibilidad de componendas, la disyuntiva se aplica a Dios, el Señor absoluto. Es él quien solicita el corazón humano, al hombre entero y en exclusiva. El otro señor, que entra en competencia, no es el prójimo, la esposa, el esposo o el hermano; éstos no entran en competencia con el señorío de Cristo. El otro “señor” de la competencia es el dinero, mammon. El dinero se convierte en ídolo y acapara así la adoración del corazón. Cuando esto ocurre, se prescinde del verdadero Señor, quebrantando el primer mandamiento.

 

La absoluta pretensión de Dios sobre la vida del hombre puede parecer excesiva y necesita unos argumentos que justifiquen una entrega total. Utilizando una serie de imágenes, tomadas de la vida de la naturaleza, se impulsa al hombre a que ponga toda su confianza en Dios. Debe descartarse de la vida la “preocupación-angustia”. Es la palabra clave de toda la sección; se halla repetida cuatro veces (v. 25.27.28.34). Se condena en cuanto imposibilita nuestra búsqueda de Dios. La mejor ilustración nos la proporcionan las palabras de Jesús en el caso de Marta y María (Lc 10,41) y un óptimo comentario tenemos también en la parábola del sembrador (Mc 4,19: la buena semilla queda ahogada por las preocupaciones... y no fructifica).

 

Para ilustrar esta doctrina se aduce el ejemplo de las aves. Ni siquiera podemos imaginarlas sembrando o cosechando. No obstante, subsisten. Por otra parte, nadie puede prolongar los días de su vida. La preocupación-angustia estaría, tan vez, justificada, en el caso de poder prolongar la vida. Pero si no sirve para eso, ¿qué sentido puede tener el verse dominado por la angustia y la ansiedad a causa de bienes menores que la vida?.

 

El otro ejemplo está tomado de los lirios y yerba del campo. La lección es clara: si la providencia se extiende a algo tan efímero y pasajero, ¡cuánto más se preocupará por la vida del hombre!

 

El imperativo urgente que pesa sobre la vida del hombre tiene mucha mayor envergadura. Debe buscar, en primer lugar y por encima de todo, el reino de Dios y su justicia. El objetivo de la búsqueda del hombre se expone en frases o palabras sinónimas: “reino de Dios” y su “justicia”. La verdadera preocupación del hombre debe ser no salirse del reino o señorío de Dios, no perderle como Señor, no dejar de ser siervo suyo. Es la petición del Padrenuestro y el centro de gravedad de las Bienaventuranzas. El deseo de no salirse de su justicia, de su actividad salvífica, que introduciría al hombre en la vida verdadera y definitiva. Las demás cosas vendrán contando con la providencia de Dios, dentro de la cual se encuadran el trabajo y el esfuerzo humano.

 

La fidelidad de Dios implica la del hombre, Pablo es coherente hasta el final (segunda lectura, 1Co 4,1-5): “que la gente sólo vea en nosotros servidores del Cristo y administradores de los misterios de Dios”. Un apóstol un dirigente eclesial no es un sucedáneo de Cristo, sino un siervo suyo. EL sucedáneo quiere decir que Cristo está ausente o lejano. El siervo implica la presencia operante del amo. A veces los responsables de la Iglesia han alejado demasiado a Cristo, elevándolo al nivel de la hornacina celestial, y ellos entonces se han quedado aquí en la tierra como “sucedáneos” o “vicarios” suyos.

 

En segundo lugar, el evangelizador no es inventor o descubridor de una nueva teoría, sino simplemente “administrador de los misterios de Dios”. Por eso habrá que estar siempre a la escucha, esperando ese rocío constante de lo alto. Habrá de ser un creyente que todo lo espera de una comunicación relajada con Dios.

 

Felipe F. Ramos
Lectoral