TIEMPO ORDINARIO, Domingo IX

Lecturas bíblico-litúrgicas: Dt 11,18.26-28.38; Rm 3,21-25ª. 28; Mt 7,21-27.

 

La extensa predicación que el libro del Deuteronomio dirige al pueblo termina con el tema de la bendición y la maldición (primera lectura, Dt 5-11).  Es un elemento integrante del esquema de alianza que subyace a toda esta predicación. Se encuentra en los antiguos tratados orientales, concretamente en los de vasallaje, cuya estructura presta el armazón a la alianza teológica de la Biblia. La bendición y la maldición anuncia la suerte que se prepara a sí misma la fidelidad y la infidelidad a la alianza. Suponen que Dios garantiza y vindica el orden establecido en la alianza; su justicia alcanza hasta extremos que escapan la justicia humana. La bendición y la maldición son concebidas como una fuerza casi objetiva, que sigue con el bien y con el mal a la obediencia  y a la desobediencia.

 

Bendición y maldición son dos categorías teológicas. No son poderes independientes, que operen por sí mismos, ni tampoco son fuerzas disponibles al arte de la magia. Son conceptualización de la existencia en dimensión teológica de salvación y de perdición. Por ellas se habla de la justicia y de la fidelidad de Dios. Para el hombre y el pueblo representan el compromiso de la opción ante una vida con sentido y una existencia carente de sentido; aquélla es la vida verdadera, y ésta la muerte. Estas categorías tienen valor en el plano teológico y en particular para un pueblo que se entiende a sí mismo a la luz de la alianza.

 

Durante su ministerio terreno (tercera lectura), Jesús no fue llamado Señor con toda la dimensión teológica que este título tuvo posteriormente en la Iglesia y sigue teniendo entre nosotros. Sabemos que Jesús, en toda su realidad humano-divina, fue constituido Señor a partir de la resurrección (Hch 2,36). Jesús pudo haber sido llamado “señor” –título honorífico, no cristológico- como eran llamados también los maestros de su época. A pesar de lo dicho, Jesús es el Señor y su palabra era inapelable y debía traducirse en obediencia incondicional. Así aparece su imagen a lo largo del evangelio. Mientras vivió en la tierra fue el Señor humilde y escondido. La resurrección le introduciría en el señorío absoluto, “como rey de reyes y señor de los que dominan” (Ap 19,16).

 

Las palabras que aquí dice Jesús están afirmadas desde su calidad de juez y, en cuanto tal, declara solemnemente que la pertenencia al Reino, la sumisión a Dios, no existe sin el cumplimiento de su voluntad. Si uno le confiesa como Señor tiene que ser consecuente y actuar como siervo, aceptando y cumpliendo la voluntad de su Señor. Señor y siervo son palabras y conceptos correlativos, que se implican mutuamente, con el reconocimiento correspondiente de la dignidad y autoridad del Señor, por una parte, y, por otra, de la situación del siervo y sus obligaciones.

La necesidad de ser consecuente se acentúa en la parábola conclusiva del sermón del monte. Nos habla de dos formas distintas de oír: oír simplemente y oír prácticamente, con audición creyente, llevando a la práctica lo oído. El oír  práctica y eficazmente, como lo hemos llamado audición creyente, es llamado por Jesús “prudencia”.

 

El sermón de la montaña se clausura así comparando a los hombres con las casas que edifican. Externamente pueden ser iguales; la diferencia se nota en los momentos decisivos, en el momento de la tormenta:  una se mantiene firme y otra cae entre ruinas. Como la suerte que correrán los hombres en el momento decisivo: entrada en la vida o exclusión de la misma.

 

Terminamos nuestro desarrollo con unas frases del pensamiento paulino. (segunda lectura), Vivir en Cristo y vivir en la fe son expresiones sinónimas. Este paso es el que daría pie a la representación espacial. Cristo sería y debe ser considerado como el lugar, como el ámbito adecuado para vivir, el habitat nuevo que Dios proporciona al hombre para respirar profundamente sin miedo a contaminación alguna. Estamos diciendo que esta es la experiencia paulina vivida con la mejor expresión mística de cuanto positivo puede pensarse o imaginarse a propósito de la nueva humanidad.

 

La experiencia paulina fue la “la cristianización de Dios” Su Dios, a partir de su experiencia mística: “vivo yo mas no vivo yo, es Cristo quien vive en mi”(Ga 2,20) eliminó la domesticación que el judaísmo había hecho de Dios. Ya no le servían las creencias antiguas del judaísmo: “Nosotros somos judíos de nacimiento, no pecadores procedentes de la gentilidad, y sabiendo que no se justifica el hombre por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo, hemos creído también en Cristo Jesús, esperando ser justificados por la fe en Cristo y no por las obras de la Ley; pues por éstas nadie se justifica” (Ga 2,15-16).

 

 

Felipe F. Ramos
Lectoral