Tiempo OCTAVA DE NAVIDAD, Santa María Madre de Dios

Evangelio: Lc 2,16-21.

En aquel tiempo los pastores fueron corriendo y encontraron a María y a José y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.

Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción.

Comentario: Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, nacido de mujer (Gal 4,4). Así de elemental, al menos en principio, es la primera referencia que nos ofrece el NT sobre María. En el “nacido de mujer” nos ofrece el dato imprescindible para presentar la humanidad de Jesús, a la vez que afirma su descendencia divina. Según nuestra cronología dicha plenitud del tiempo coincidió con el censo o empadronamiento ordenado por el emperador Augusto y realizado por su legado en Siria, Quirino (Lc 2,1), el año siete a.C. El evangelio de hoy confirma esta cronología al afirmar que los pastores  “hallaron  a María y  a José  con el Niño recostado  en el pesebre” (Lc 2,16). Todo el mundo sabe que un error de cálculo estableció el año del nacimiento de Jesús algunos años antes del acontecimiento. Según los estudios astronómicos de Kepler la plenitud de los tiempos habría que fijarla siete años antes; otros rebajan esta cifra a cuatro. En cualquier caso Jesús nació algún año antes de lo que nosotros conocemos como inicio de la era cristiana.

Los textos bíblicos aducidos nos obligan a aceptar que María es la madre de Jesús, la madre del Hijo de Dios, la madre del Niño de Belén. Pero de aquí a considerarla como madre de Dios hay un largo trecho. A Dios le caracteriza la intemporalidad, la vida más allá del tiempo, la eternidad. La denominación “Madre de Dios” ( = Zeotokos, como es llamada, en expresión clásica, en griego) aparece expresamente por primera vez en Hipólito de Roma, en el siglo tercero, un siglo antes de su definición. El año 431, el concilio de Efeso definió como dogma la denominación que nos ocupa. El motivo que obligó a dicho concilio a pronunciarse sobre este tema fue cristológico, no mariológico. Lo que pretendía era afirmar la unidad de persona en Cristo. Tenía delante a Nestorio: en Jesucristo había, según él, dos personas, una divina y otra humana. En consecuencia, Nestorio consideraba a María como madre del hombre Jesús, no como madre de Dios. Negaba, por tanto, la identidad entre Jesús de Nazaret y el Hijo de Dios.

El concilio de Efeso afirmó la identidad negada por Nestorio -intención, como hemos apuntado, directamente cristológica- y designó a María como Madre de Dios -intención mariológica, derivada de la anterior-: por ser madre de Cristo, que es Hijo de Dios y Dios, María tiene que ser Madre de Dios. El pueblo cristiano comprendió la grandeza de esta maternidad única, que sigue evocando y proclamando millones de veces cada día. Nosotros así lo creemos también. Pero, teniendo en cuenta el problema apuntado más arriba, debemos reconocer la ambigüedad de la expresión. Necesita, para ser repetida con la veracidad objetiva que María merece y que nosotros exigimos, algunas precisiones importantes:

> Dios existe antes que María. Y lo posterior nunca es causa de lo anterior. Filosóficamente hablando María no es madre de Dios ni del Creador. Es pura criatura.

> María es Madre del Verbo, del Logos, de la Palabra desde que se hizo carne: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros...” (Jn 1,14: la expresión “se hizo” indica temporalidad).

> María es Madre de Jesús, que es el Señor; pero las fórmulas primeras de fe lo llaman Señor a partir de la resurrección: “Tenga, pues, por cierto, toda la casa de Israel  que Dios constituyó en Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros habéis crucificado” (Hch 2,36). “Acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido, por la resurrección de entre los muertos, Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad: Jesucristo nuestro Señor” (Rom 1,3-5). Estamos, de nuevo, en el terreno de la temporalidad.

> María es, por tanto, Madre del Hijo de Dios según la generación humana. Cuando aquí hablamos de Dios nos referimos únicamente a la persona del Hijo.

> La maternidad divina de María ilumina  dos aspectos de la encarnación: el Hijo de Dios se rebaja hasta hacerse hijo de una mujer para pertenecer al género humano. Dios aparece con un nuevo rostro: el de un Dios que ahora tiene una madre humana. Además, la humillación tiende a elevar la humanidad hasta Dios, como lo prueba el caso límite de una mujer convertida en madre de una persona divina.

El intento de explicar el problema no ha logrado otra cosa que acentuar el misterio. Exactamente lo que ocurre siempre en el terreno de la revelación. El fondo último, el misterio del Dios revelado o hablando, expresándose y comunicándose en su Palabra vivificada por el Espíritu se convierte en motivo de intuición, de reflexión, de contemplación; puede, incluso, llegar al éxtasis. Evidentemente que, para ello, necesitamos el soporte que nos proporciona el problema resuelto teniendo en cuenta la  posibilidad de nuestro raciocinio.

La escenificación elemental de lo visto por los pastores y la interiorización meditativa de María son más elocuentes y pedagógicas que cualquier posible especulación elaborada por nuestro ingenio. La diligencia de los pastores se vio compensada. Comprobaron la realidad del signo que les había sido anunciado (Lc 2,12: el niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre). Así fue como lo encontraron. Se añade en el texto presente la presencia de María y José formando parte esencial del cuadro; pero no son mencionados como los padres de Jesús. El relato empalma intencionadamente con otras dos escenas: la de la anunciación-encarnación (Lc 1,26ss) y la del significado de aquel Niño: “Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador que es el Mesías Señor” (Lc 2,11). Anuncio y cumplimiento.

En la escena que nos ofrece el relato evangélico que tenemos delante deben distinguirse dos niveles: el primero es el histórico, el de lo ocurrido, lo fáctico, lo que pudo ser controlado: el Niño, con sus padres, nos es testimoniado por los pastores y, en el conjunto del relato, su compañía y cuidados corren a cargo de María y José. No son los ángeles los que le cambian los pañales. Este primer nivel es anunciado y confirmado de modo testifical.

El segundo nivel es el teológico, el de la profundización e interpretación: “los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que vieron y oyeron, conforme les había sido anunciado” (Lc 2,20). No lanzaron las campanas al vuelo, como hicimos nosotros inconteniblemente aquella Nochebuena que pasamos en Belén, dirigiéndonos, después de la “la Misa de Gallo”  en la basílica,  al “campo de los pastores”. Su glorificación y alabanza brota de su corazón agradecido por la acción de Dios. Vuelven a su tarea y, en la realización de la misma, “comienzan a ver” con los ojos de la fe, lo que habían visto con los ojos de la cara. Entraron en la dialéctica del evangelio: el “signo”, sea cual fuere, apunta y conduce a la realidad significada, mediante la iluminación interior transformante de la vida, sin recurrir al folklore de celebraciones entusiastas, bullangueras, sensacionalistas y vacías.

Damos por supuesto que la escena fue adquiriendo el nivel teológico mencionado en un tiempo posterior, desde la vivencia del evangelio. Esta nueva adquisición del sentido profundo de la historia se traslada al momento inicial en el que se produjo, como ocurre frecuentemente en los evangelios  Esta impresionante sobriedad nos confirma en la convicción de que aquellos en los que prende la Buena Noticia no necesariamente tienen que convertirse en apóstoles  o evangelistas itinerantes o escritores. Deben seguir en su profesión y su apostolado consistirá en el testimonio dado entre los suyos y en el ambiente en el que viven hablando de lo que han visto y oído: La célebre fraseHemos visto su gloria (Jn 1,14) se refiere a los creyentes de todos los tiempos, y en el momento en el que estamos situados, los protagonistas de la visión fueron los pastores. Ellos se convierten en un paradigma claro de lo que es la fe, según el anuncio de Jesús: Y al verlo comenzaron a divulgar cuanto se les había dicho de aquel niño. Y cuantos les oían se admiraban de las cosas que les decían los pastores (Lc 2,17-18).

María nos sitúa en la misma dirección: cuanto había sido visto y oído por ella lo convierte en el objeto de su “constante visión desde la luz iluminadora proyectada en su interior”. La afirmación del evangelista significa que María se afianzaba cada vez con mayor firmeza en las promesas que le habían sido hechas a propósito de su hijo (Lc 1,26-38). Esto significa el robustecimiento de su confianza en Dios. María nos lleva de nuevo al terreno de la fe.

La guinda de todo este relato la pone el evangelista al afirmar que Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción (Lc 2,21).

El tercer evangelista sigue utilizando el mismo esquema del que se sirvió a propósito del Bautista (Lc 1,59). Existe, sin embargo, una diferencia importante en la comparación de ambos casos. En el caso de Juan recibimos la impresión de que todo el mundo tenía derecho a opinar sobre el nombre que debería ponerse al niño, aunque, en última instancia, la decisión la tomaron sus padres. María sigue únicamente las instrucciones de Dios recibidas  a través del ángel y José sigue manifestándose como el padre del niño.

El nombre de Jesús -impuesto a los ocho días de nacer tal como era la costumbre y coincidiendo con la práctica de la operación de la circuncisión; de ahí vendría la costumbre cristiana de bautizar a los niños a los ocho días de nacer- significa varias cosas:

> su pertenencia al pueblo de Dios.

> la circuncisión era el signo de la alianza de Dios con su pueblo.

> la obligación de cumplir la Ley impuesta por Dios a su pueblo. Jesús no fue exonerado de dicha obligación (Gal 4,4).

> la observación de la Ley  por parte de los padres de Jesús (Lc 2,22ss) y la obediencia a la que fue llamado Jesús (Lc 3,21-22).

> “Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, pues él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21). Jesús significa “salvador” (el verbo hebreo yasag, de donde deriva Jesús, significa “salvar, liberar...”).

Felipe F. Ramos

Lectoral