Tiempo ORDINARIO, DOMINGO VI

Evangelio: Mc 1,40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso suplicándole de rodillas: Si quieres puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. El lo despidió encargándole severamente: No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés.

Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aún así acudían a él de todas partes.

Comentario: Dios se ha manifestado plenamente en Jesús. En la curación del leproso, Jesús actúa motivado por la misericordia hacia él. Conmovido por la miseria irremediable en la que se encontraba. Pero aquellos que prefieran ver a Jesús actuando con enfado y enojo, con indignación ante una situación tan lamentable, tienen un buen fundamento en nuestro texto. En el v.41, donde las versiones normalmente traducen: Jesús “enternecido” o “conmovido” o “sintiendo lástima” hay buenas razones para pensar que el texto original decía “enojado”.

Si Jesús, en lugar de “enternecido o sintiendo lástima”, actuó “enojado”, ¿qué razón habría para ello?. Para encontrar una explicación satisfactoria habría que pensar que Jesús está enfrentándose con el  enemigo número uno del hombre, con el que lucha en otras ocasiones en que aparece este mismo modo en la actuación de Cristo. Habría que pensar en el llanto y conmoción ante la tumba de Lázaro (Jn 11, 33.35.38); en el suspiro ante el sordomudo (Mc 7,34) o en la indignaciónante el epiléptico (Mc 7,19.24). Al enfrentarse con el enemigo número uno del hombre, Jesús se halla ante el reto y el duelo implacable de la muerte. Y la victoria parcial de la muerte, a la que él mismo tendría que doblegarse, es causa de indignación, de tristeza y de llanto.

La lepra era llamada el hijo primogénito de la muerte (Job 18,13). Era una enfermedad que, sin remedio, llevaba a la muerte. Y, al parecer, la ciencia médica actual todavía no ha sido capaz de desmentir esta creencia antigua. Pero con esta certeza absoluta es preciso compaginar la convicción común de la posibilidad de curación de dicha enfermedad. Así lo prevee el libro del Levítico (cap. 13 y 14) en sus múltiples determinaciones para el caso de la purificación del leproso curado. Y a estos textos del Levítico alude el presente texto del evangelio de Marcos.

Según el relato de Marcos el leproso se acerca a Jesús “suplicándolo de rodillas”; es una actitud de gran respeto en la que se expresa, además, la convicción de que Jesús podía curarle. El texto paralelo de Mateo (8,1-4) es más explícito y elocuente. El leproso se dirige a Jesús llamándolo “Señor” y se postra ante él. Es una confesión de fe. No perdamos de vista que la escena ha sido puesta por escrito después de la resurrección y desde la luz que el hecho pascual proyectó sobre todo lo ocurrido en la vida de Jesús. Jesús es el Señor. Fue la primera fórmula de  fe cristiana. Ante la presencia del Señor la actitud correcta del hombre es la adoración. Es como el primer rasgo o primera enseña que nos transmite este relato.

Paulatinamente nos estamos acercando a descubrir la intención del evangelista. Para Marcos lo importante era destacar quién y cómo había sido realizado aquel prodigio. La curación fue hecha por Jesús de Nazaret. Ahora bien, quien ha realizado la curación de un enfermo incurable -de todo el texto evangélico se deduce que se trataba de la lepra en sentido estricto- con una simple palabra, tiene que ser el Hijo de Dios. Marcos pretende hablar de él, como nos consta por el título que ha dado a su evangelio: “Comienzo del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”. La curación del leproso está narrada desde esta perspectiva, como un argumento a favor de su tesis.

Ante la petición del leproso, “si quieres”, responde Jesús “quiero”. De nuevo estamos ante la dimensión teológica del relato. El “Yo” enfático de Cristo, con autoridad en sí mismo, sin necesidad de apoyarse ni siquiera en la Escritura, como hacían los doctores judíos de su tiempo, habla de su dignidad. Este “yo” enfático puede compararse con el “pero yo os digo...” de las antítesis recogidas en Mt 5.

Jesús no puede ser entendido a no ser en el conjunto de la revelación, teniendo en cuenta la preparación que suponen la Ley y los profetas. Sólo desde este contexto general aparece como la plenitud de la revelación. Sólo así se comprenderá su actitud frente a la Ley, a la que no vino a abolir sino a completar. Su actitud ante la Ley la ponen de relieve las palabras dirigidas al leproso: “muéstrate al sacerdote... y ofrece el don que mandó Moisés”. Quien actúa de esta forma está cumpliendo la Ley. Frente a sus acusadores, escribas y sacerdotes -que le negaban la fe porque “no cumplía la Ley”- esta escena es un testimonio claro de lo calumnioso de sus acusaciones.

Por otra parte, Jesús se coloca por encima de la Ley y la quebranta cuando ello redunda en beneficio del hombre, como en el caso presente: la lepra excluía al enfermo de la sociedad; no permitía en modo alguno que fuese “tocado” ni que se acercase nadie a él, porque quien lo hiciera quedaría impurificado. Con su actitud Jesús condenaba el segregacionismo de una ley inhumana. La absolutización que el judaísmo había hecho de la Ley, hasta el punto de “divinizarla”, cae por su base desde el momento en que Jesús la relativiza al ponerla al servicio del hombre.

Todavía hay más. ¿Por qué tenía Jesús tanto interés en que el leproso curado se presentase ante el sacerdote para que les conste a ellos?. Ya hemos dado una buena razón. Pero existe otra mejor. De las palabras de Jesús se deduce que la acción realizada tenía un valor testimonial y significativo. Y éste debe descubrirse desde el programa previsto para los días del Mesías: los leprosos quedan limpios (Mt 11,5). La conclusión era fácil de sacar: Quien ha curado al leproso era el Mesías. Han pasado los tiempos de la promesa y ha llegado el realizador de las esperanzas.

Finalmente, el verbo “purificar”, “limpiar” (kazarisein, en griego), utilizado tanto en la petición del enfermo como en la realización de su curación, alude a la acción más profunda significada en el milagro y que describe la misión de Cristo: el perdón de los pecados. El mismo verbo griego es utilizado en otras ocasiones, dentro del Nuevo Testamento, para describir la purificación de los pecados (Hch 15,9; 2Cor 7,1; Ef 5,20; 1Jn 1,7.9). No en vano los santos padres hablaron de la lepra como símbolo del pecado.

Jesús impuso al curado una obligación imposible de cumplir: no decir nada de aquel asunto. ¿Cómo sería posible silenciar un hecho que, por ley natural, no puede ocultarse? No es la única vez que encontramos este precepto o esta prohibición de Jesús ante situaciones parecidas, en las que el silencio impuesto no puede ser cumplido. Desde Wrede este silencio impuesto por Jesús cuando realizaba obras maravillosas está en íntima relación con el misterio del Mesías. Es lo técnicamente llamado “el secreto mesiánico”. Lo iremos descubriendo paulatinamente. Digamos, de momento y como de pasada, que el mandamiento del silencio impuesto gira en torno a la cuestión del Mesías oculto y que, sin embargo, tiene que ser revelado. Jesús realizaba los milagros no como un “milagrero” o como un mago o encantador. Más aún, elude el sensacionalismo y la publicidad; rechaza las peticiones que tienen como objeto primordial lo portentoso. Los milagros deben ser signos y testimonios de la presencia del reino de Dios entre los hombres. Signos que apuntan siempre a una realidad más profunda y maravillosa de la que a simple vista puede causar una admiración fácil y pasajera.

Felipe F. Ramos

Lectoral