TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXXIII

Evangelio: Mc 13,24-32:

 

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los ejércitos celestes temblarán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a los elegidos de los cuatro puntos cardinales, del extremo de la tierra al extremo del cielo.

Aprended lo que os enseña la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, sabéis que la primavera está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. El día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.

Comentario: Dice el adagio popular que las desgracias nunca vienen solas. Así suele ser, en efecto. La adversidad parece encontrarse cómoda allí donde produjo los primeros estragos. Vuelve una y otra vez. Como si las fuerzas del mal trabajasen en cadena, aplicando cada una su especialidad nefasta al objetivo elegido; como si estuviesen especialmente dotadas de un instinto sádico para regodearse con la tortura persistente de la víctima apresada; como si fuesen mandatarias implacables del espíritu maligno que se resiste a abandonar las posiciones conquistadas (Lc 11,24-26).

 

Los escritores apocalípticos, que habían observado también  este hecho, recurren a las acumulaciones impresionantes de sucesos luctuosos y temibles con la finalidad precisa de sacudir las conciencias adormiladas; con el propósito concreto de recordar al hombre que no tiene aquí su morada permanente; con la convicción profunda de que las fuerzas del mal y los instrumentos de que se sirven son simples marionetas cuyos hilos son movidos -de forma casi siempre incomprensible para nosotros- por el Creador de la naturaleza y el Autor de la historia.

 

Perturbación astral. Si las palabras relativas a la perturbación astral: el sol se oscurecerá y la luna no dará su luz; las estrellas se caerán del cielo y los poderes de los cielos se conmoverán, hubiesen de ser tomados tal y como suenan, nos hallaríamos ante un espectáculo pavoroso e insoportable. Se trataría de un cataclismo cósmico equivalente a la inevitable desintegración del universo. Afortunadamente tales descripciones no se refieren a eso. Lo sabían muy bien los oyentes de Jesús y los lectores inmediatos del evangelio. A ellos les bastaba recordar que eran imágenes frecuentes en la literatura de su pueblo (Is 13,10; 34,4). Desde su familiaridad con dichas imágenes ellos sabían discernir perfectamente entre lo que dicen los textos y lo que los textos

quieren decir. Lo que el texto evangélico anuncia es lo siguiente:

 

1º) Un cambio radical en el ser humano como consecuencia de la intervención última y definitiva de Dios en la historia. Este cambio radical, que nosotros expresamos laboriosamente mediante nuestro lenguaje directo, lo manifestaban los contemporáneos de Jesús de forma más intuitiva y asequible, mediante las referidas imágenes. Y su lenguaje representativo se hallaba justificado desde su fina observación y desde sus convicciones profundas: el sol y la luna regulaban, cumpliendo el papel que les había sido asignado en la creación, la marcha del universo y la sucesión de las estaciones; las estrellas determinaban la suerte y destino del hombre; los poderes del cielo -con ellos se referían a astros especiales- eran considerados como fuerzas personales reguladoras de cuanto acaece en nuestro mundo.

 

2º) La novedad radical que se anuncia y que es esperada no podría producirse sin la eliminación de la realidad existente. Los “cielos nuevos y la tierra nueva” no podrían hacer su aparición sin la desaparición de los anteriores: del sol, de la luna, de las estrellas... Los cielos nuevos y la tierra nueva significan la nueva creación, la definitiva intervención de Dios en la historia, la plenitud de los tiempos. Ahora bien, si cualquier mutación en el universo o en la historia humana era anunciada y consignada mediante algún movimiento de los astros, como la caída o fuga de las estrellas..., era lógico recurrir, como lo hace nuestro texto, a esta tremenda perturbación astral para poner de relieve la gran novedad del acontecimiento cristiano. Y viceveresa. La gran novedad de la vida cristiana se ve descrita de forma adecuada, aunque, por supuesto, imaginativa, mediante el recurso a las descripciones utilizadas. San Pablo afirma que los que creen en Cristo son nueva criatura. Es la misma realidad en ambos casos, aunque presentada de forma diferente.

 

3º) Las imágenes empleadas hablan también de la transitoriedad de la realidad presente. Se afirma, sin implicaciones ni complicaciones filosóficas, que nuestro mundo tendrá un fin, -aunque ni los científicos saben imaginárselo- que no será eterno -también tienen dudas sobre este aspecto del tiempo-, se  acabará - y tal vez con sus restos se construirá otro nuevo-. Nadie está seguro sobre el cómo ocurrirán todos estos acontecimientos que nosotros estamos acostumbrados a llamar finales o el fin del mundo. La competencia en este terreno  corresponde a la ciencia no a la Biblia. Pero incluso la ciencia tiene mucho camino que recorrer todavía en este campo.

 

La lección de la higuera. Por razón del contexto, la razón que Jesús nos manda aprender de este árbol típicamente palestinense tiene que estar en relación directa con lo que venimos exponiendo. El punto de partida para la comprensión de la lección mencionada lo tenemos en el paso casi inmediato de la primavera al verano, desde que la higuera comienza a brotar hasta que se cuaja de hojas y frutos. El hombre debe aprender esta lección:

 

a) Desde  los  signos  de   los   tiempos   que   cada   día   observamos

-conmociones tremendas en la naturaleza y tragedias innumerables de todo tipo en la historia humana- se nos dirige una llamada apremiante para que tomemos conciencia de la transitoriedad del mundo presente y pensemos en la realidad trascendente, inasequible a tales conmociones. Los signos de los tiempos han cambiado y, en lugar de pensar en las perturbaciones astrales, habrá que tener en cuenta otra clase de invitaciones a la reflexión. En todo caso ahí están. No hay más que abrir los ojos.

 

b) Desde las palabras de Jesús, absolutamente garantizadas en cuanto a su veracidad porque proceden de él en cuanto Palabra, tenemos la certeza del verano, de la recolección, de la separación entre la paja y el grano, del encuentro definitivo con él, de la alegre y plena comunión en su mesa o de la exclusión lamentable de la misma. Depende de la actitud personal que cada uno haya tomado ante El. Quien no se lo tome en serio no tiene derecho a aducir excusas.

 

c) El tiempo para que todo esto ocurra es breve, sobre todo a nivel individual. No se debe caer ni en la tentación de la cábala, calculando cuándo tendrá lugar el encuentro definitivo, ni en el escepticismo que podría ser provocado por una aparente tardanza. En lugar de eso, el centro de atención debe fijarse en que la brevedad del tiempo implica la preparación personal adecuada y la vigilancia constante sobre la conducta requerida.

 

Presencia del Hijo del hombre. El centro de gravedad de todo el discurso es la presencia del Hijo del hombre que aparecerá con “poder y gloria”. Se hace referencia del paso del Jesús histórico al Cristo de la fe. En un determinado momento el Jesús de la historia, el predicador itinerante por los caminos de Palestina, se convirtió en el Señor y el Cristo ( Hch 2,36; Rom 1,3-5). A partir de ese momento, y no antes, Jesús aparece, en cuanto resucitado y sentado a la derecha de Dios, como el Hijo del hombre con poder decisorio de la suerte de los hombres, teniendo en cuenta su actitud personal ante él.

 

La  gloria o majestad es sinónimo de lo divino. Esto significa que Jesús aparecerá, se revelará, se dará a conocer en toda su realidad humano-divina. Las “nubes del cielo” se hallan al servicio de esta misma idea: la “nube” es también signo de lo divino. Son utilizadas unas imágenes que tienen una larga historia tras de sí.

 

Finalmente, la aparición del Hijo del hombre se convertirá en el centro de atracción o de reunión. Era el ideal que se esperaba para los tiempos del Mesías. Ideal que se cumple en Jesús cuando, elevado a la cruz, en el momento en  que comienza a ser y actuar como el Hijo del hombre, constituye un pueblo nuevo “atrayendo a todos a Él” (Jn 12,32).

 

Felipe F. Ramos

Lectoral