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TIEMPO ORDINARIO, Domingo XX

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Jr 38,4-6. 8-10
2ª lectura: Hb 13,1-5
3ª lectura: Lc 12,49-53

Religión y política estaban tan unidas en tiempos de Jeremías (primera lectura) que naturalmente debían apoyarse mutuamente. Sólo desde esta mentalidad puede entenderse la actitud de Jeremías y la reacción contraria de los poderes, de los “príncipes”. El profeta rechaza la política de consensos; se niega a interceder por el pueblo ante la potencia ocupante; los babilonios o caldeos están a punto de invadir la ciudad. Jeremías comprende que aquellos eran los signos de los tiempos; denuncia las falsas esperanzas en el apoyo de los reinos impotentes, como era Egipto en aquel momento y de otros aliados, y aconseja aceptar la sumisión a un poder nuevo e irresistible que estaba surgiendo, como era Babilonia. ¡Sumisión, no aceptación!.

 

Los representantes oficiales del pueblo, “los príncipes”, convencen al rey Sedecías de la necesidad de silenciar aquella voz y, en contra de su voluntad, lo hace permitiendo que fuese arrojado a un aljibe sin agua y lleno de lodo. Así fue silenciada su voz. Menos mal que el Rey, informado de su situación trágica por Ebedmelek el etíope, dio órdenes de que lo sacaran del Aljibe. La orden fue cumplida mediante un criado, un eunuco y un extranjero etíope. La historia demostró la veracidad de lo afirmado por Jeremías. Había sido él el que tenía la razón. Ahora ya era tarde. El pueblo, derrotado y humillado, fue arrancado de su tierra y deportado a Babilonia. Buen anticipo de Cristo. Él tenía la razón, pero terminó en la cruz.

 

Fuego. Bautismo. Guerra. División. Son las palabras más siniestras del vocabulario evangélico (tercera lectura). De este calificativo estremecedor no se escapa siquiera el bautismo. Porque no se hace referencia al sacramento que designamos con este nombre. Se halla en la línea de la perversidad de los demás vocablos. Significa verse envuelto en aguas torrenciales y tumultuosas utilizadas como símbolo de una situación angustiosa y amenazadora de la vida por la que alguien tiene que pasar.

 

El problema se agudiza porque toda la malignidad de los cuatro términos yuxtapuestos al principio constituyen la auto-presentación de Jesús y de su misión. Tenemos que enfrentarnos hoy con el pasaje más increíble, inverosímil, contradictorio e inaceptable. Nos dicen de Jesús y del evangelio lo contrario de lo que ellos son. El Evangelio es el poder de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1,16). Jesucristo es el Sí de Dios a todas sus promesas (2Co 1,20). Exactamente lo contrario a lo que leemos hoy, tomado del evangelio de Lucas.

 

La gravedad de la situación en la que nos colocan las palabras trágicas y estremecedoras aumenta de volumen si tenemos en cuenta que el contexto inmediatamente anterior nos habla de lo contrario: Los discípulos se hallan constituidos en “pequeño rebaño”, “Dios les ha concedido el Reino”, “su discreta preocupación por los bienes de la tierra garantiza la posesión del gran tesoro en el cielo”, “la caja fuerte de la máxima seguridad se halla bajo llave, que únicamente Dios tiene, nuestro tesoro, que es el de Dios, y nuestro corazón o nuestra vida más íntima”.

 

La amenaza que hoy proyecta el evangelio sobre nosotros obedece al principio de la contraposición: junto a las palabras de Jesús, que nos garantiza su poder, su alegría, la vida futura en su compañía, el Evangelio y el Reino, las exigencias pedagógicas imponen como necesidad ineludible mencionar las condiciones necesarias para alcanzar la meta feliz: la sobriedad moderada para poder contar con el autor de la vida, que nos distinguiría de la necedad del rico insensato, al que causó una sorpresa desconcertante e irreparable su presencia cuando se creía bastarse a sí mismo y disfrutar de la gran cosecha almacenada en graneros de nueva construcción: tener delante de los ojos la seriedad del tiempo en que vivimos hasta que culmine en la venida gloriosa del Señor, que nos llevará con él en el mismo momento en que termine nuestra existencia terrena.

 

Una vez más el radicalismo lucano, por lo que a las exigencias del Reino se refiere, entra en escena mencionando las dos primeras palabras siniestras, desconocidas por los otros evangelistas.La traída del fuego evidentemente que no puede pretender presentar a Jesús como un incendiario. Pero a nosotros nos sitúa ante el máximo desconcierto. Ya los Padres de la Iglesia vieron las alusiones e indicaciones más variadas y contrapuestas: “la luz”, porque Dios es la luz que nos ayuda a no tropezar en el camino humano (Ambrosio); “los odios, disensiones, tribulaciones y persecuciones que los impíos dirigen contra los cristianos” (Tertuliano, Maldonado); “el Espíritu Santo y sus dones, en especial los de la caridad, devoción, fervor y celo” (Orígenes, Atanasio, Jerónimo); “el amor, el fervor, el deseo de entregar la vida por Cristo” (Agustin, Ignacio de Antioquía)...

 

Los padres de la Iglesia siguieron sus propios caminos más o menos alejados del verdadero sentido de la afirmación de Jesús. Teniendo en cuenta los desarrollos comparativos a los que se hace referencia en el contexto en que estamos (Lc 9,51ss: el fuego que Santiago y Juan quieren mandar que baje del cielo, porque aquellos samaritanos no habían acogido a Jesús; el no mirar atrás una vez dada la palabra del seguimiento (Lc 9,57-52, que también hacen una clara referencia a Elías), “la traída del fuego” pretendería presentar a Jesús como el nuevo Elías.

 

Lo único seguro es que se trata de un  fuego simbólico. Establecería la conexión con el Bautista que presenta a Jesús como el que bautiza “con Espíritu Santo y con fuego” (Lc 3,16; Mc 1,8 no menciona el fuego en el lugar paralelo). El fuego que Jesús ha traído al mundo es Él mismo en cuanto principio de discernimiento y  separación. La actitud positiva ante él creará una comunidad purificada; la actitud negativa dejará a quienes la tomen abandonados a su suerte.

 

Antes de que el fuego prenda en los demás debe alcanzar la temperatura más elevada en el bautismo por el que tiene que pasar. El bautismo está simbolizado en las aguas torrenciales y violentas que arrebatan frecuentemente la vida: “Un remolino llama al otro remolino, con el rumor de tus cascadas, todas tus ondas y tus olas sobre mí” (Sal 42,8). “Sácame del lodo, no me sumerja; líbrame de los que me aborrecen, de lo profundo de las aguas; no me anegue el ímpetu de las aguas, no  m e trague  la  hondura , no  cierre  el  pozo  su  boca sobre mí” (Sal 69,15-16).

 

La referencia a la muerte de Jesús es clara. Y, por supuesto, en ella va implícita su resurrección.La muerte y la resurrección de Jesús tienen un poder decisorio. El misterio pascual, animado por la presencia y por la fuerza del Espíritu, crea la comunidad purificada mediante la actitud de la decisión exigida al hombre para tomar partido ante las dos opciones que le son colocadas ante sus ojos: la vida y la muerte. La referencia a la muerte de Jesús resulta evidente si tenemos delante el siguiente texto que nos lo aclara: “Jesús les replicó: “¡No sabéis lo que pedís!. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber o ser bautizados con el bautismo con que yo seré bautizado?”. Ellos le dijeron: “Podemos”. Entonces Jesús les dijo: “Beberéis el cáliz que yo he de beber y seréis bautizados con el bautismo con que yo seré bautizado; pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda es cosa que no me pertenece a mí conceder, sino que se dará a aquellos para quienes está dispuesto” (Mc 10,38-40).

 

Teniendo en cuenta que Jesús interpreta el momento final de la vida, su muerte, como símbolo de todo su ministerio (Mt 26,26-29; Jn 19,30) se explica su deseo vehemente de que llegase aquel momento  (Lc 22,14-16). Sólo cuando haya pasado por este bautismo, su poder salvador alcanzará la fuerza expansiva ante la cual la decisión humana alcanzará su potencia plena de discernimiento.

 

Se esperaba que el Mesías fuese “el príncipe de la paz” (Is 9,5). Él comunica la paz (Mc 5,34). Él es nuestra paz (Ef 2,14). Una paz que nos es presentada a veces como personificada, actuando como una persona que se comunica a alguien y que, si no es aceptada, vuelve a aquel que la dio (Lc 10, 5-6; Mt 10,13). Cuando Jesús se presenta no como el portador de la paz, sino como incentivador de la guerra, de nuevo se manifiesta como el poder decisorio. Jesús anuncia el evangelio a un mundo antidivino. Esto obliga a tomar postura con él o contra él, “con nosotros o contra nosotros”. De nuevo el hombre es situado ante la decisión. El hombre es colocado ante dos frentes. ¿En cuál se decide a militar? Quien no vea esta necesidad  no ha comprendido quién es Jesús.

 

La decisión a favor o en contra de Jesús es presentada por el Maestro como amonestación y es narrada por el evangelista como experiencia habida por los discípulos posteriores. El odio y la traición entre los seres más queridos está justificado históricamente  desde la excomunión, dada por los dirigentes judíos, contra todos los simpatizantes del movimiento de Jesús. A todos los judíos se les imponía la obligación grave  de denunciarlos ante la autoridad. Era frecuente que, dentro de la misma familia, hubiese judíos fieles a su religión y cristianos. Los primeros debían “entregar” a los segundos. Esta situación histórica requería una actitud de prudencia: no se debía desafiar el martirio por el prurito de ser mártir. De esta actitud habla explícitamente Mateo; Lucas la omite. Prudencia ante los hombres; en este contexto, “los hombres” designa a los impíos, los alejados de Dios, hombres enemigos de Dios y de los que creen en él (Mt 8,27; 10,32), por cuya causa son llevados a los tribunales. Dios les inspirará las palabras para su defensa. La historia posterior así lo confirmó.

 

El ejemplo siempre ayuda, conforta y sostiene. (segunda lectura). Saber que otros han recorrido hasta el final el mismo camino que nosotros hemos comenzado a recorrer siempre es aleccionador  y confortante. Hay una nube de testigos (los mencionados en el cap.11) que eligieron a Dios y se mantuvieron fieles a él a pesar de las dificultades, persecuciones y problemas. Estas figuras del pasado demuestran, además, que su elección de fe fue acertada. Los cristianos no deben dudar en mantenerse fieles a la decisión de fe que han  tomado para entender su vida desde ella.

 

Esta invitación a la permanencia en el camino emprendido nos es presentada con una imagen tomada de la vida deportiva de la época. Los espectadores de la carrera son todos los testigos de la fe, que han aparecido ante los lectores (de nuevo remitimos al cap. 11). Esto debe ser un motivo importante para que corramos con ardor, para que redoblemos el esfuerzo con el fin de ser calificados en el combate (1Co 4,9). Ahora bien, el que participa en una carrera, se aligera todo lo posible del peso para encontrarse más ágil. Esto deben hacer también los cristianos. Fundamentalmente deben despojarse del pecado, de todo aquello que contraría la voluntad de Dios.

 

Siguiendo en la misma metáfora, el que corre no debe mirar ni a la derecha ni a la izquierda. Debe tener puestos los ojos en la meta hacia la que se dirige. En esta carrera la meta es Él, el pionero y el consumador de nuestra fe. En él tenemos un testigo excepcional. No como los otros, que no alcanzaron las promesas. Jesús inspira nuestra confianza y valor, porque no sólo hizo él la decisión por la fe, sino porque en él la fe adquirió el triunfo máximo, llegó hasta el trono de Dios. Fue así el auténtico pionero y el perfeccionador de la fe.

 

Al llegar a este punto, la imagen cambia de dirección. En lugar de una carrera, imagen de la vida deportiva, ahora (verso 4) se habla de lucha, imagen de la vida militar. Nos es presentada toda la seriedad de la lucha a vida o muerte contra el pecado. Una lucha a muerte en la cual, a veces, es necesario comprometer la vida: lucha hasta el derramamiento de sangre. Jesús lo hizo así. Las pruebas a las que ellos han sido sometidos no han llegado a tanto hasta el momento presente. Aunque han tenido que sufrir, sus sufrimientos no han ido más allá de lo soportable.

 

Felipe F. Ramos

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