TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXV

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Am 8, 4-7
2ª lectura: 1Tm 2,1-8
3ª lectura: Lc 16,1-13

Amós, el profeta de la justicia social, nos ofrece en esta pequeña sección, un panorama desolador de una vida económica deshumanizada. Se halla tan impresionado por ello que aquello que ya había sido descrito (2, 7: “Aplastan a los desvalidos contra el polvo de la tierra en las encrucijadas del camino; rechazan a los pobres y entran hijo y padre a la misma sierva, profanando mi santo nombre”) vuelve como una obsesión a la denuncia profética de su pluma imperdonable (primera lectura). En el argot agrícola en  que él se mueve esta obsesión le obliga a tomar de nuevo en sus manos la tralla zigzageante para sacudir con todas sus fuerzas a los que aplastan a las gentes indefensas. Es la expresión más fuerte para designar la más violenta brutalidad social (es como el eco del Gn 3,15: “él te aplastará la cabeza”) y la avaricia desmedida frente a los pobres de solemnidad.

 

El profeta pone en labios de los opresores sus planes inconfesables y sus intrigas. Están deseando que pasen los días de fiesta, el novilunio y el sábado, porque en ellos no estaba permitido negociar. Se hace así alusión a una religión hipócrita (ya en 4,4ss, nos han presentado “los signos de los tiempos” para concluir “pero no os volvisteis a mí”, no se convirtieron). Durante las fiestas, en lugar de dedicarse al culto divino, estudian nuevas formas de enriquecimiento y consiguiente empobrecimiento de sus presas indefensas: subirán los precios, bajarán el peso y las medidas, disminuirán la calidad, ganarán un dinero “libre” (¿lo llamamos “negro”), no amonedado, privarán a muchos de su libertad obligándoles a aceptar una esclavitud inhumana. Si en nuestros días han cambiado algo las cosas, el cambio va poco más allá del nombre en cada caso.

 

Un ejemplo de este cambio mencionado nos lo ofrece el evangelio de hoy (tercera lectura). Es una de las parábolas que más quebraderos de cabeza ha dado a los intérpretes de la misma. El intento de buscar un verdadero centro de interés nos obliga a tener como puntos de partida los dos aspectos siguientes: Como toda parábola, también ésta es una invitación. Quien la recibe debe sentirse obligado a contestarla, bien sea aceptándola o bien sea rechazándola. En todo caso debe tomar una decisión. El segundo principio es el siguiente: la parábola puede contarnos una historia real o ficticia. Y ahí reside su belleza extraordinaria. En su historia, real o ficticia, el lector de la misma ve reflejada su propia vida.

 

Los destinatarios de la parábola fueron los discípulos. A ellos va dirigida la invitación. Son ellos los reflejados en la historia narrada, real o ficticia. Ellos han optado por el Reino. Y, al hacerlo, deben ser conscientes de que la Biblia, la revelación de Dios, no considera al hombre como propietario, sino como lugarteniente o administrador de los bienes que Dios le ha confiado. Ahora bien, este concepto implica en sí mismo una deuda, más o menos grande, pero siempre y en todo caso muy importante, para con su Señor. Deuda que, ante la imposibilidad de ser satisfecha por el hombre, Dios cancela. ¿Cuál debe ser entonces la actitud del hombre?.

 

Dentro de su innata belleza la parábola del administrador infiel (Lc 16,1) es de una crueldad espeluznante. Con absoluta claridad y crudeza desenmascara a aquellos miembros del Reino que, traicionando sus radicales exigencias, pretenden vivir como parásitos a cuenta de aquellos ante los que doblan su espina dorsal concediéndoles beneficios que, con el tiempo, él se encargará de convertir en facturas. Si los bienes de los que dispone no son suyos, ¿cómo puede justificarse la alteración de los libros de contabilidad con vistas a beneficiarse posteriormente de los atropellos legales y morales con los que piensa llenar los bolsillos de una vida vacía, calculadora e inconsistente?.

 

Otra pista esencial para la comprensión  de la parábola la constituyen los versículos siguientes a la misma en los que se amonesta a los discípulos al uso recto de las riquezas (Lc 16.9-13). El servicio a Mammon (la palabra aramea mammon , o mammona, en estado enfático, es de procedencia incierta y significa bienes, posesiones, riquezas), pertenece a este mundo malo. Los discípulos deben convertirlas en un capital cuya recta administración les proporcione un buen interés en el banco del cielo. Una conversión que consiste en su participación de los bienes propios con los demás, en particular con los necesitados, en la limosna Lc 12,33-34; 16,16-17). Si mammón domina a los discípulos se convierte en su dios. Pierden su naturaleza e identidad.

 

La alabanza del amor se centra en el proceder “astuto y prudente” del mayordomo infiel. Naturalmente que su injusticia es reconocida, pero este aspecto no se opone  a la valoración de su decisión sagaz, que es lo que el Parabolista pretende destacar. El dueño es Jesús. En otras ocasiones ha sido comparado  con un hombre  movido a compasión  por la  perdida  de un hijo (Lc 7,13); con el dialogante con dos hermanos que tenían puntos de vista distintos en relación con su herencia (Lc 10,39-41); con el desvelador de conductas hipócritas de individuos respetables (Lc 13,15); con un juez injusto (Lc 18,6); con la persona que pide ser recibido en la casa de un pecador público (Lc 19,8). En esta ocasión hace una llamada de urgencia ante la gravedad del momento decisivo en el que viven los cristianos y los hombres en general.

 

Alabanza de la sagacidad, de la astucia, de la administración ordenada injustamente a su favor y en beneficio propio. Pero el administrador es destituido, expulsado, alejado del Amo que, en su día, le había brindado su confianza y amistad, mendigando aquello que puede dar consistencia a su vida, que la pueda dar sentido, porque las facturas que ahora piensa pasar a sus cómplices en la injusticia no van a ser capaces de atender aquello a lo que él renunció por la perversidad de su conducta.

 

Los proverbios que siguen -a los que ya hemos hecho referencia de algún modo  -son la explicación concreta de la parábola: el dinero puede producir frutos que permanezcan para siempre; es considerado por Jesús como un capital -en este sentido utilizó el judaísmo tardío la palabra mammona o “las riquezas injustas”- que son llamadas así por su casi inevitable relación con la injusticia (v.9). Era una expresión ya consagrada. Evidentemente se habla de riquezas “almacenadas” de forma irregular, como ocurre casi siempre en estos casos.

 

Las sentencias siguientes valen para todos los discípulos, sean ricos o pobres. La buena administración del dinero tiene como recompensa la concesión del Bien verdadero y permanente (vv.10-11). La fidelidad en “lo ajeno” (v.12) se refiere a la recta administración de los bienes del Reino., encomendada a los discípulos. No habrá premio en el cielo si no ha habido una buena administración en la tierra.

 

Los fariseos se reían de Jesús por haber afirmado la incompatibilidad entre el servicio de Dios y el servicio a las riquezas. La “mammona” mencionada anteriormente es entendida como una personificación divinizada de las riquezas. El final del evangelio que comentamos (Lc 16,13) fue añadido aquí por Lucas; Mateo lo refiere en el sermón del monte (6,24). En el fondo se halla la convicción de que el discípulo de Jesús es siervo de Dios, su propiedad. El derecho judío admitía la posibilidad de que un siervo tuviese dos amos. No ocurre así en la enseñanza de Jesús. Una doble sumisión u obediencia a Dios y a otro señor es inadmisible, porque Dios es el Señor y pide que el hombre le pertenezca en su totalidad (Dt 6,4-5; Lc 10,27; St 4,5); es un Dios “celoso” (Ex 20, 5), es decir, Dios no tolera otro “señor” a su lado.

 

La vela puesta a Dios y la encendida al diablo, por si acaso, es una prostitución de la verdadera fe. Dios pierde a aquel que se pierde por su entrega a “mammon”. Este pensamiento se halla particularmente subrayado al haber sido colocado en el contexto en el que se pone de relieve el servicio-entrega de Jesús a los suyos (Lc 15: las parábolas de la misericordia). Un discípulo de Jesús seducido por mammon destruye la obra de Jesús en él y por él, que le había introducido en la comunión con Dios, en su Casa y a su servicio (Lc 15,19.21). Consiguientemente se hace culpable ante Dios.        

 

La reflexión que nos hace Pablo (segunda lectura) intenta nivelar las desigualdades aduciendo dos razones: La primera es la oración; ella puede procurarnos una vida “tranquila y apacible”, que no existe cuando las desigualdades son tan violentas como nos han sido descritas por el profeta Amós. La segunda es la voluntad salvífica de Dios, que quiere que todos los hombres se  salven.  El designio de Dios lo conocemos por un camino único, que se bifurca en dos: la revelación divina, a la que ya nos hemos referido, y su acción manifestada en Cristo. Esto se nos dice recurriendo a una fórmula confesional: “Porque no hay sino un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres: Cristo Jesús hombre, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Tal es el testimonio dado a su debido tiempo” (1Ti 1,5-6).

 

El apóstol Pablo tiene plena conciencia de esta realidad sublime para anunciar la cual él ha sido elegido como apóstol que debe hacer llegar, a los paganos lo mismo que a los judíos, la verdadera fe y la verdad. Y termina esta sección recurriendo de nuevo a la oración que debe hacerse limpia de ira y divisiones.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral