TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXVIII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: 2R 5,14-17
2ª lectura: 2Tm 2,88-13
3ª lectura: Lc 17,11-19

Las aguas purificadoras de Israel beneficiaron a Naamán, el sirio. El relato milagroso en cuestión forma parte de la actividad milagrosa de Eliseo, cuya etimología significa “Dios salva”. La interpretación de ésta y otras historietas atribuidas al profeta Eliseo deben tener como punto de partida la finalidad que se propone el narrador del segundo libro de los Reyes. (primera lectura). Y ésta no puede ser más clara. Se trata de una escenificación maravillosa del poder extraordinario del Dios de Israel. La escenificación se ha construido con una gran belleza literaria: la criada habla a la señora, ésta a su marido, éste el rey de Siria y el rey de Siria al de Israel. Esta es la línea ascendente. La descendente arranca en Naamán, prestigioso militar arameo, baja a través de Eliseo y de su criado hasta sumergirse en las aguas saludables del Jordán.

 

No obstante este poder de Dios se halla vinculado a la tierra de Israel. Esto es lo que significa la carga de tierra que Naamán lleva a Damasco para poder dar allí culto al Dios de Israel. El universalismo del Dios de Israel es una simple monolatría: dar culto de latría o adoración a un único Dios, sin excluir la existencia de otros dioses. El monoteísmo estricto tardaría todavía varios siglos en imponerse.

 

Lo que ahora quiere ponerse de relieve es el poder del Dios de Israel, confesado por Naamán, que no era judío: Ahora reconozco que no hay Dios en toda la tierra más que el de Israel (v.15) y, junto a él, la eficacia del profeta: Que venga ése a mí y sabrá que hay un profeta en Israel (2R 5,8).

Desde estas afirmaciones a las dirigidas por Jesús a la Samaritana: “Créeme, mujer, que llega la hora que ni en éste ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Llega la hora -ya estamos en ella-  en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4,21-24), falta mucho camino que andar.

 

La presencia de Jesús en nuestra tierra hizo que los necesitados acudiesen a él en demanda de ayuda, como en el AT habían acudido a Yahvé. De esto nos habla el evangelio de hoy (tercera lectura). El relato evangélico de hoy pertenece al género literario llamado apotegma. Son llamadas así las historias o historietas cuya finalidad es convertirse en el marco adecuado  para colocar en su centro el cuadro, que es lo verdaderamente valioso, es decir, las palabras de Jesús son el cuadro: el hecho narrado es el marco de las mismas. Nosotros hemos comenzado a llamarlas palabras enmarcadas. Por eso, la importancia del relato no está en el milagro mismo, sino en el contraste de la reacción distinta de los curados, que es interpretada por Jesús.

 

La historia es peculiar de Lucas, aunque puede estar inspirada en Marcos  (1,40-44; también recogida en Mt 8,2-4 y en Lc 5,12-16). El significado de la misma lo pone de relieve la segunda parte (vv. 15-19) al subrayar la gratitud  del samaritano y las palabras de Jesús. Este relato nos presenta a Jesús enfrentándose con el enemigo número uno del hombre. La lepra era llamada “el hijo primogénito de la muerte” (Job 18,13). Era una enfermedad incurable, aunque en el AT se prevé la posibilidad de su curación (Lv 13-14). El resultado de la súplica es que quedaron limpios o purificados (= kazarisein; el verbo griego utilizado es indicativo de la misión de Cristo, que es perdonar). La lepra fue considerada frecuentemente por los Padres de la Iglesia y los comentaristas bíblicos como símbolo del pecado.

 

El encuentro de Jesús con los leprosos  se produjo en la zona fronteriza entre Samaría y Galilea. La enfermedad común, destructora de la vida social, había unido a judíos y samaritanos, que se odiaban cordialmente, pero la necesidad está por encima de la ley. En cualquier caso, tanto los enfermos como Jesús la observaron: se dirigen a Jesús desde lejos (Lv 13,4-5); Jesús no los toca (en contra de lo que, por distinta razón, había hecho en otra ocasión (Lc 5,12-14); los envía inmediatamente a los sacerdotes y, de este modo, los sitúa en el terreno de la fe. Durante el camino quedaron sanos, purificados.

 

El mensaje de esta escena, aparentemente intrascendente, nos obliga a destacar cuatro aspectos que nos llevan a descubrir la categoría de quien había realizado el milagro: el aspecto cristológico o la presencia de Dios en Jesús. La búsqueda egoísta e incluso incrédula no elimina el poder salvífico de Jesús: él nunca realizó milagro alguno “vengativo”, como se nos cuenta que ocurrió, a veces, en el AT y también en el santuario de Epidauro, según nos refiere la literatura contemporánea. La razón la tenemos en que Dios está en Jesús y él cumple la misión que el Padre le ha encomendado, que no es punitiva sino salvadora.

 

El aspecto soteriológico lo pone de manifiesto la actitud del samaritano. Él se dio cuenta no sólo de que había sido curado, sino que había sido beneficiado con la salvación de Dios. Sólo él se dio cuenta de toda la dimensión de la escena que había sido protagonizada por los diez. Su vuelta a Jesús es un buen signo de la conversión que había tenido lugar en él. Lucas tiene la especialidad de captar la manifestación del poder de Dios y de su gracia, así como la respuesta exigida por dicha actuación (Lc 2,20; 5,25-26; 7,16 ; 13,13; 18,43; 23,47).

 

También el aspecto escatológico se halla reflejado en la actitud del samaritano. El “se postró por tierra ante Jesús, dándole gracias”; “dio gloria a Dios” (vv. 16. 18). De este modo reconoció en Jesús al esperado, al que había de venir, al enviado de Dios, a Aquél en quien se cumplen las promesas divinas, en quien Dios se manifiesta y se comunica. La gloria de Dios, que es Dios mismo en cuanto se manifiesta perceptiblemente de alguna manera, se ha hecho visible en Jesús. En la última intervención de Dios en la historia su relación con el hombre no se establece sobre la base de los derechos o privilegios. Dios es el dador, y Jesús es el servidor del don de Dios e incluso el don mismo. Así realiza el ministerio que le ha sido encomendado (Lc 22,24ss: la escena que define la esencia del discipulado cristiano culmina en las palabras siguientes: Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve.

 

Hemos entrado en el aspecto parenético-moral. El evangelio lo ha acentuado mediante la contraposición entre la gratitud del samaritano y la ingratitud judía. Así afirma que el samaritano agradecido manifiesta una fe que lleva consigo la salud-salvación. Más aún, en este terreno nadie puede alegar pretendidos derechos ante Dios, como era el caso de la pretensión de los judíos. El samaritano se les adelantó. De este modo la escena es una anticipación no sólo de la misión en Samaría (Hch 8; puede verse Lc 9,51-56: intento fracasado de encontrar alojamiento para Jesús en Samaría, y 10,30-37: parábola del buen samaritano), sino también a los gentiles en general, que responden positivamente a la acción de Dios en Cristo, en abierto contraste con los judíos.

 

Jesús es el autor y consumador de la fe (Hb 12,2), independiente de los presumibles derechos humanos y condicionado únicamente por la actitud receptiva de los destinatarios de la misma.  Jesús es el Evangelio: el poder de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1,16). La actitud de los judíos curados es una demostración de la posibilidad de recibir en vano el don de Jesús. Esto se hace comprensible, a nivel de principio, teniendo en cuenta que Jesús invita pero no obliga al hombre a aceptar la fe ni a dar gracias a Dios ni a reconocer su presencia en él. Pero, junto a este respeto a la libertad,  y como conclusión del relato, destaca el Maestro el poder salvador de la fe: tu fe te ha salvado. Jesús es el salvador de las necesidades humanas y el restaurador de su plenitud remediando sus inevitables deterioros.

 

Jesús no puede ser entendido  a no ser en el conjunto de la revelación, teniendo en cuenta la preparación que suponen la ley y los profetas. Sólo desde este contexto general aparece como la plenitud de la revelación. Sólo así se comprenderá su actitud frente a la Ley, a la que no vino a abolir sino a completar Su actitud frente a la Ley se puso de relieve. en las palabras dirigidas a los leprosos ordenándoles que se presentasen a los sacerdotes. Quien actúa de esta forma está cumpliendo la Ley.  Frente  a  sus  acusadores  escribas  y sacerdotes -que le negaban la fe porque “no cumplía la Ley”- esta escena es un testimonio claro de lo calumnioso de su acusación.

 

Por otra parte, Jesús se coloca por encima de la Ley, y la quebranta cuando ello redunda en beneficio del hombre, como en el caso presente: la lepra excluía al hombre de la sociedad. Con su actitud Jesús condenaba el segregacionismo de una ley inhumana. La absolutización que el judaísmo había hecho de la Ley, “divinizándola”, Jesús la relativiza para ponerla al servicio del hombre.

 

Para estimular la fidelidad de Timoteo le ofrece, y nos ofrece, el Apóstol, el himno precioso siguiente (segunda lectura). Las tres frases, de dos líneas cada una –de las que consta el himno, literariamente considerado-, corresponden al ritual egipcio de la entronización o subida al trono. Dicho esquema constaba de tres partes: concesión de la vida divina, presentación del personaje y establecimiento en el trono como señor. Al utilizar este esquema, el autor de la carta nos describe la entronización de Cristo, acentuando los tres puntos siguientes:

 

1º) El reconocimiento: el misterio invisible de Dios se hace visible a través de la carne,

2º) Anuncio de este reconocimiento: Cristo es presentado al mundo sobrenatural y al mundo humano.

3º) La entronización en el cielo y en la tierra, en el corazón de los creyentes, donde ejerce su señorío. Este es el gran misterio de la piedad:

 

“Si con él morimos, Viviremos con él;

si con él sufrimos, reinaremos con él;

si le negamos, también él nos negará;

si le fuéremos infieles, él permanece fiel,

porque no puede negarse a sí mismo" (2Tm 2,11-13).

 

Este himno cristológico es aducido como argumento para estimular la fidelidad de Timoteo. Éste debe “acordarse de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, y que es el testigo fiel por excelencia” (Hb 2,17; Ap 19,11ss). El resultado de esta fidelidad, imitando al modelo, será  vivir y reinar con él. El Salvador recorrió un camino de sufrimiento y de cruz. Y éste debe ser también el camino que deben recorrer sus discípulos. La unión con Cristo en la vida, en el sufrimiento y en la muerte determina en el cristiano su vivir y reinar eternos con él.

 

Cristo puede negarnos. Es la referencia a Mt 19,22. Pero no puede negarse. El paralelismo con los miembros anteriores se halla roto en el último, precisamente por la fidelidad de Cristo. Él es el testigo fiel; la encarnación de la fidelidad divina; el sí de Dios a todas sus promesas (2Co 1,19s); y a su mismo ser: Dios se define por su fidelidad y por su bondad. Esto se hace visible en la fidelidad de Cristo.

 

La afirmación de la fidelidad de Cristo no es un salvoconducto para el pecado. Podría pensarse que nuestra infidelidad hace resaltar más la fidelidad de Cristo. Algo así como en Rm 6,1¿permaneceremos en el pecado para que sobreabunde la gracia? Esta actitud queda excluida por las afirmaciones anteriores en este mismo himno y en todo el epistolario paulino. La fidelidad de Cristo es una llamada de exigencia a nuestra fidelidad y, al mismo tiempo, un consuelo para toda conciencia desmoralizada por sus infidelidades al “testigo fiel”.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral