TIEMPO ORDINARIO, Todos los Santos

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ap 7,2-4. 9-14
2ª lectura: 1Jn 3,1-3
3ª lectura: Mt 5,1-12ª 

En el Apocalipsis, los ángeles son meros símbolos de la naturaleza o de otras fuerzas o acciones terrenas o celestes (primera lectura). Entre los mencionados en la primera lectura de hoy destaca uno, procedente del Oriente, de Palestina, región divina de buen augurio, que ordena a los cuatro anteriores que retengan su furor. El forma parte de un equipo encargado de “sellar” a los siervos de Dios.

 

Ni el sello ni el acto de sellar son descritos. En cualquier caso, los sellados o marcados son siervos o propiedad de Dios. Así lo expresa Isaías: Este dirá: Yo soy de Yahvé; aquél tomará el nombre de Jacob; y el otro escribirá en su mano: De Yahvé; y querrá ser conocido con el nombre de Israel (Is 44,5). También se halla latente la sangre  con la que fueron teñidos el dintel y los dos postes para que fuesen respetadas las casas de los hebreos ante el exterminador de los primogénitos (Ex 12,22). El pensamiento se repetirá posteriormente (Ez 9,1-4.8). ¿Se refiere el Vidente al sello del bautismo? Probablemente no, pero le atribuye las mismas características: pertenencia a Dios; protección contra Satanás; garantía de vida eterna. El sello es como nombre sagrado grabado en la piedra (Ap 2,17). Los servidores de Dios llevarán escrito su nombre en la frente.

 

Entre los simbolismos angélicos destaca el ángel de Yahvé, que es Dios mismo, y que en nuestra lectura (tercera lectura) es protector de “los suyos” a los que gratifica con las bienaventuranzas. Las Bienaventuranzas deben ser enmarcadas en un género literario amplio conocido por este nombre (macarismos, en griego; nosotros hemos optado por “dichosos”, atendiendo a la costumbre que se ha generalizado de traducirla así) tanto en el Antiguo como en el NT. Las bienaventuranzas o dichas  hacen referencia exclusiva a la singular alegría que surge en el ser humano por su participación en la salud-salvación-vida-reino de Dios:

 

“Todas las generaciones me llamarán “bienaventurada” (Lc 1,48).

 

“Bienaventurado el seno que te llevó” (Lc 11,27).

 

“Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios... “ (Lc 11,28).

 

“Bienaventurados, alegría suprema por haber recibido el mensaje salvífico” (Ga 4,15: los cristianos de Galacia hubiesen dado a Pablo como expresión de gratitud sus propios ojos por haberles anunciado las bienaventuranzas, que también puede decirse en singular).

 

“Bienaventurados los que padecieron, es decir, los que se mantuvieron fieles, como Job. La paciencia es la permanencia en fidelidad a la palabra dada o al compromiso adquirido con Dios (St 5,11).

 

Las bienav., tal como nos las refiere Mateo, están claramente divididas en dos grupos de cuatro. El criterio del discernimiento nos lo ha ofrecido el mismo evangelista al utilizar la palabra “justicia” tan estratégicamente: con ella se termina la cuarta bienav.: “Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia...” (Mt 5,6) y la octava:  “Dichosos  los  que  padecen  persecución  por  causa de la “justicia”... (Mt 5,10). En el primer grupo o bloque se beatifica o alaba la actitud adecuada del hombre frente a  Dios (es como la ampliación del primer mandamiento, “amar a Dios”) ; el segundo bloque descubre y describe  cuál debe ser la actitud correcta del hombre frente a su prójimo (es como la aplicación concreta del segundo mandamiento, “amar al prójimo”).

 

Los pobres de espíritu. La mentalidad moderna, lo mismo que la antigua, proclama la bienav. de la riqueza. También la mentalidad bíblica y, de un modo general la judía. Jesús no la beatifica, pero tampoco la proscribe. Únicamente condena a aquellos que las convierten en su dios, al que sirven en exclusiva, por encima de cualquier otro valor supremo; a los que las convierten en el principio determinante de su vida.

 

Para entender la bienav. de la pobreza es necesario remontarse al AT, y a una tendencia dentro del judaísmo, donde la palabra “ani”=pobre o “anawin=pobres, junto a su dimensión sociológica e incluso por encima de ella, tiene otra religioso-teológica. El pobre es el hombre honrado, piadoso y practicante de la justicia, que vive bajo el yugo del rico, del influyente y del opresor. Quien vive honradamente, practicando la justicia (que es la respuesta adecuada a la justicia de Dios o a su acción salvífica) y abierto a Dios, será retribuido por él.

 

La injusticia y el compromiso con todas las caras es incompatible con la integridad exigida por Dios. De ahí que se habla del espíritu de pobreza o de los pobres de espíritu. La frase era frecuente en tiempos de Jesús, como lo han puesto de relieve los documentos de Qumran, No se beatifica, sin más, la pobreza sociológica. Considerada en sí misma y como tal, sería un auténtico mal. La pobreza beatificada debe estar acompañada y determinada por la sencillez del corazón, por la convicción profunda de la necesidad que el hombre tiene de Dios, por la integridad de la vida, por la apertura a los demás.

 

Los afligidos. Una bienav. que debe ser entendida desde el premio que la justifica: el consuelo. La necesidad, intensidad y categoría del premio, el consuelo, se halla justificada porque es una realidad mesiánica, traída por el Mesías, y comprende todo el dolor del que el hombre debe ser consolado: el poder del dolor, de Satanás o del Mal, del pecado y de la muerte (utilizando el lenguaje bíblico para expresar la causa de la verdadera aflicción en el ser humano). La bienav. se esclarece en la victoria de Jesús sobre el pecado, el dolor, la muerte, particularmente en el momento de la resurrección. El Dios de la Biblia es el Dios del consuelo (así es llamada la segunda parte del libro de Isaías, el  Deuteroisaías, que comienza precisamente con estas palabras: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios...” (Is 40,1ss).

 

Los mansos. No es fácil encontrar un adjetivo que califique debidamente a los beatificados en esta bienav. Nuestro querido P. Astete, decía que los mansos son “aquellos que no tienen ira ni aun movimiento de ella”. Como esto no es serio ni nadie podría aceptarlo, no puede ser evangelio. Debemos buscar, por tanto, por un camino distinto al marcado por el citado catecismo. Lo único que puede afirmarse con seguridad es que se trata de una actitud muy próxima a la beatificada por la primera bienav.

 

Si respetamos la palabra “mansos” lo hacemos dándoles el sentido de humildes, pobres, necesitados, pequeños, los que aceptan su situación humilde sin amarguras. Con la esperanza, eso sí, de la retribución. La herencia de la tierra es expresión sinónima de recibir el reino de los cielos. Pero el premio no es pensado sólo para el más allá. Se cuenta con el mundo mejor que puede ser hecho por el esfuerzo del hombre. La vida de Jesús es una ilustración práctica de esta bienav.: luchó contra la enfermedad, el hambre, el dolor... y, al mismo tiempo, caminó con seguridad hacia la resurrección.

 

Los que tienen hambre y sed de justicia. Aquí se beatifica más que una actitud una tendencia, un deseo de recibir algo. El hambre y la sed significan en la Biblia la tendencia y la añoranza hacia Dios (Is 55,1; Sal 42,2). Hombres que tienden hacia una justicia que Dios regalará a los que ahora se ven oprimidos por la injusticia. El hambre y la sed de justicia claman para que cese la actual injusticia. La esperanza se ve cumplida únicamente en la aparición del Mesías, que es llamado “Yahvé es nuestra justicia” (Jr 23, 6; 33, 36; Is 11, 1-4).

 

Los misericordiosos. La formulación farisaica de esta bienaventuranza sonaría, más o menos, así: “bienaventurados los justos porque Dios tendrá misericordia de ellos”. La Biblia, tanto el AT como, sobre todo, el Nuevo, piensa de manera bien distinta. Ante Dios nada tiene consistencia por sí mismo. Lo sabían también los contemporáneos de Jesús que lo habían formulado así: quien no practica la misericordia, tampoco Dios la tendría con él. El Padrenuestro nos enseña a perdonar como somos perdonados. Los misericordiosos se hallan beatificados porque su conducta se halla en la misma línea que la de Dios: amor, compasión, perdón, comprensión, ayuda...

 

Los limpios de corazón. Probablemente el mejor comentario a esta bienav. nos la ofrezca el Sal 24,4: el acceso al templo, el acceso a Dios, está abierto al de manos limpias y corazón puro, al que actúa no sólo con caridad sino con claridad, sin torcidas e inconfesables intenciones (St 4,8: pureza es lo contrario a la doblez). Se piensa normalmente en la limpieza de la castidad, pero no se refiere sólo a ella. Es la limpieza de la vida.

 

La visión de Dios, objetivo último de la gnosis y de las religiones de los misterios -y que en esta vida es sencillamente imposible, como afirma de forma contundente Juan (1 Jn 4,12; Jn 1,18)- se realizará el día de la manifestación de Jesús. Los hijos de Dios estarán entonces en una relación inmediata con él: “Si alguien quiere servirme, que me siga. Correrá la misma suerte que yo. Y todo el que me siga, será honrado por mi Padre” (Jn 12,26). La visión es una expresión para indicar la inmediatez, el trato o relación inmediata, no impedida por obstáculos internos o externos, una visión que se hace posible por la presencia directa ante el objeto o persona que contemplamos (Jn 6,48; 8,38a: “Yo os manifiesto lo que he visto junto al Padre”.

 

Los que trabajan por la paz. Quien trabaja por lograr la paz entre los hombres actúa como Dios mismo, porque Dios es el Dios de la paz (Rm 15,33; 15,20; Ef 2,14); el que ha creado la paz entre Dios y los hombres. Se abarca aquí todo lo que el NT comprende con el nombre de “reconciliación”.La paz es la propiedad que surge del favor divino; es el don de Cristo a sus discípulos; se refiere, por tanto, a “su paz”, la que él ha conquistado y concede como regalo y como don, no como premio que ellos hayan merecido.

 

Los perseguidos por la justicia. Tenemos aquí el eco de la primera bienav. y la convicción generalizada de que el justo debe sufrir a causa de la injusticia. La suerte que corrió el Maestro alcanza también a los discípulos.

 

La carta magna del reino de Dios, como han sido llamadas las bienav., termina con un tono menos universal y abstracto;  más concreto y personal. Era la experiencia intensamente vivida por los discípulos de Jesús que, inmediatamente después de la muerte del Maestro, sufrieron calumnias, insultos, persecución e incluso la muerte por causa de Cristo. Eran las bienav. ya en acción, como seguirían y seguirán a lo largo de la vida de la Iglesia.

 

Además de las bienav. sistematizadas en esta pequeña sección que nos ofrece el evangelio de Mateo, hay otras dispersas a lo largo del NT que, en parte, derivan de ellas y, en parte, las perfeccionan. Los ejemplos siguientes nos lo aclaran. Son bienaventurados:

 

- Los que creen, como María (Lc 1,45); los que están abiertos a otra Palabra, que no es la suya (Mt 16,17); los que no se escandalizaron de Jesús (Mt 11,6); de que él sea la manifestación de Dios; los que aceptan la oscuridad de la fe sin exigir argumentos para probarla (Jn 20,29; 4,48: Jesús se indigna al encontrarse con esta actitud); los que están abiertos a la palabra de Dios y dispuestos a cumplirla (Lc 11,28; por encima de otro interés argumentativo); los que son perseguidos incluso por hacer el bien (1Pe 3,14); en tales casos la persecución garantiza la presencia del Espíritu (1P 3,14).

 

- El Apocalipsis nos ofrece magníficos ejemplos. Son bienaventurados:

 

- Los que mueren en el Señor (14,3, es decir, los que mueren en la fe y por la fe en Cristo; los que esperan la venida repentina del Señor, como la del ladrón (16,15); los invitados a las bodas del Cordero (19,9, que es el símbolo de la unión de Dios con su pueblo); los que prestan atención a las palabras proféticas de esta profecía (22,7), porque el Apocalipsis es palabra profética; los que lavan sus túnicas en la sangre del Cordero (22,14: la imagen hacen referencia a aquellos que han aceptado la obra salvífica de Cristo).

 

La razón última del premio concedido a  “los suyos”, a cuantos han permanecido en él (segunda lectura) es el gran amor de Dios, que ha hecho posibles estas realidades cristianas. Entre ellas menciona expresamente la filiación divina. Se trata de una auténtica y gozosa realidad, no de un bonito nombre o de un precioso adorno. El cristiano es verdaderamente hijo de Dios. Por la eficacia del llamado “nuevo nacimiento” (Jn 3,3.5), el Espíritu ha creado algo nuevo en el corazón humano, algo que antes no existía. Y gracias a esta “novedad” radical existe una nueva relación con Dios, hecha posible por la obra de Cristo. No es obra del esfuerzo humano, sino efecto de la gracia de Dios. Más aún, esta filiación es una realidad “aquí, ahora y para mí”.

 

Por supuesto que la nueva realidad cristiana (la filiación divina) no es cognoscible al exterior. No es visible al mundo, como no lo fue en Jesús, sino que se desarrolla en la más profunda intimidad del corazón (la visibilidad únicamente puede tener lugar a través de los efectos, de la conducta...). Pero esta nueva filiación tendrá su plena manifestación. Una mayor semejanza con Dios, que es descrita como la visión de Dios (Mt 5,8: “los limpios de corazón verán a Dios”).

 

Felipe F. Ramos

Lectoral