TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXXIV, Jesucristo Rey del Universo

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: 2S 5,1-3
2ª lectura: Col 1,12-20
3ª lectura: Lc 23, 35-43

El año litúrgico termina con la festividad de Cristo Rey. Y, muy oportunamente, el denominador común de este domingo es el tema de la realeza. Se destaca, en primer lugar, la de David (primera lectura). En ella tiene lugar, en la persona de David, la culminación de un largo proceso hacia la monarquía como régimen político necesario para alcanzar la unidad de las tribus dispersas bajo una autoridad única, al haber sido rechazado Saúl.

 

David fue ungido por Samuel en su propia casa de Belén. Esta tradición refleja el sentido profundamente religioso y carismático que siempre tuvo la autoridad en Israel. La unción de Davidllegó a su culminación a lo largo de un proceso muy completo: en ella intervinieron, en primer lugar, los hombres de Judá (2S 2,4) y luego los ancianos de Israel (2S 5,3). David había entrado a sueldo en el ejército de Saúl como jefe de mercenarios (1S 18,5); después pasó al servicio de los filisteos, que lo colocaron como príncipe de Siquelag (1S 27,6). Y finalmente fue ungido por las tribus del sur en Hebrón,  donde  reinó  siete  años  y medio. (2S 5,5). En un segundo momento lo reconocieron asimismo como rey las tribus del norte, y, una vez conquistada Jerusalén, estableció en ella la capitalidad de la monarquía.

 

Es importante subrayar cómo, desde el principio, las tribus del sur y las del norte forman reinos, en buena parte, autónomos y con personalidad propia. En nuestro texto se dice que David reinó en Hebrón siete años y medio sobre Judá y treinta y tres años en Jerusalén sobre Israel y sobre Judá. Cuando David nombra a Salomón como sucesor suyo, lo constituye rey de Israel y de Judá (1R 1,35). Este hecho es de tener en cuenta para explicar la facilidad con que los reinos se separaron a la muerte de Salomón. En David y Salomón los dos reinos estuvieron unidos, pero fue una unión no tanto nacional cuanto personal. Fue, sin duda, el talento político de David el que consiguió esta difícil unidad, pues las tensiones entre norte y sur eran fuertes y existieron desde siempre. Un factor importante fue la elección de Jerusalén como capital de ambos reinos. Primero, porque en la conquista de esta ciudad  David se había convertido en héroe nacional, al lograr dominar un enclave cananeo muy estratégico y tradicionalmente inexpugnable. Segundo, al elegir esta plaza neutral como capital de ambos reinos.

 

El prestigio del rey David y, sobre todo, su tarea unificadora de las tribus fue la causa por la cual se esperaba que el Mesías fuese un “hijo de David”. Sólo él había logrado resolver los problemas de la división. Y, cuando se repetía o los problemas parecían insolubles, se recordaba, se añoraba e impetraba por un “hijo de David”.

 

Las dificultades y problemas de David antes de llegar a ser rey, constituyen una anticipación de lo que debió pasar Jesús antes de ser proclamado rey (tercera lectura). Los ultrajes inferidos a Jesús –nos referimos a los sufridos por él durante su proceso capital- exigen de nosotros mortificar nuestra imaginación lo más posible para su reconstrucción objetiva. Y ello porque la información que nos ofrecen nuestros evangelistas está recargada a veces con motivos que rompen el marco de lo sucedido. Tenemos a nuestro favor que, en nuestro intento de hoy, estamos obligados a dejarnos guiar por Lucas, que los reconstruyó con la verosimilitud más aceptable.

 

La escena de los ultrajes de Jesús corrió a cargo de los soldados, como era habitual. Pasaban las vigilias nocturnas divirtiéndose a costa de los condenados a muerte. Ha sido el evangelista, o la tradición con la que él se encontró, la que hizo extensiva la burla, el menosprecio o los ultrajes a los miembros del sanedrín. El lugar  adecuado  de los ultrajes  lo tendríamos  al final  del proceso  ante Pilato (Mc 15,15-20). En este lugar son mencionados con mayor precisión y, por supuesto, con mayor verosimilitud que en  otros momentos.

 

La inverosimilitud del relato de los ultrajes, tal como nos es presentada por Marcos, al que sigue literalmente Mateo, la demuestra la naturaleza de los mismos: “Comenzaron a escupirle y le cubrían el rostro (tanto los sanedritas como los guardias y los criados) y le abofeteaban, diciendo: “Profetiza”. Y los criados le daban bofetadas” (Mc 14,68; Mt 26,67-68). La naturaleza misma de los hechos se opone a la verosimititud de los ultrajes a cargo de los sanedritas y de sus guardias y criados. Ningún tribunal de justicia procedería de forma tan degradante. Nuestros parlamentarios discuten violentamente y, a veces, hasta pueden llegar a las manos los más exaltados. Pero ningún tribunal de justicia, por muchas deficiencias que a nuestro juicio pueda tener, trata de este modo al presunto culpable que tienen delante. ¿Lo haría el sumo sacerdote, los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas (Mc 14,53) en el caso de Jesús? Lo creemos absolutamente inverosímil y, consiguientemente, inaceptable. Si Marcos lo ha presentado así ello obedece a las razones siguientes:

 

La primera sería estrictamente teológica: pretende demostrar que Jesús, en cuanto Hijo del hombre, que era presentado en el judaísmo como una figura celeste, no es un aerolito caído del cielo, sino un ser plenamente humano, cuya misión no sólo no fue comprendida por los dirigentes de su pueblo, sino que, además, lo ultrajaron y vilipendiaron de forma increíble.

 

La segunda razón, más bíblica, la tendríamos en que Jesús fue presentado como el Siervo de Yahvé. Era la mejor imagen para describir el ser más específico de Jesús en quien se reúne lo más sublime, lo divino, lo expresado en la figura del Hijo del hombre, con lo más despreciado y humillado en el ejercicio de su misión salvadora. De ahí que los “ultrajes”, el “profetiza”, “los golpes, bofetadas y salivazos”, los “falsos testimonios”, hayan sido tomados de la cantera más fiable, la que habla del Siervo de Yahvé (Is 50, 5-6. 8-9). El clisé utilizado presentaba al justo perseguido como el verdadero mártir por la causa de Dios (Mt 5,9ss). El evangelista quiere presentar a Jesús como el mártir perfecto, el testigo más cualificado de Dios.

 

El evangelista Lucas nos ofrece la localización y personificación de los ultrajes en un contexto muy distinto y mucho más verosímil: “Los que tenían preso a Jesús se mofaban de él, golpeándole, y vendándole los ojos, le preguntaban: “Adivina, ¿quién es el que te ha golpeado?” Y proferían contra él muchos insultos” (Lc 22,63-65). La afirmación lucana coincide con lo que acabamos de afirmar nosotros: las escena de los ultrajes de Jesús corrió a cargo de los soldados, como era habitual.

 

El pueblo ha sido asociado a los ultrajes, pero no participó en ellos. Lucas omite las burlas de los que pasaban ante él y la versión que nos da de la actitud del pueblo es distinta: “Y todas las gentes que habían acudido a este espectáculo, considerando las cosas que habían sucedido, regresaban dándose golpes de pecho” (Lc 23,48). El pueblo es presentado por Lucas como testigo de la muerte de Jesús sufrida en todo el poder y fuerza interna y externa de la misma, sin atenuantes de ninguna clase. Y las autoridades son los dirigentes administrativos que se encuentran allí como guardianes del orden público:” Habiendo convocado Pilato  a los jefes  de  los sacerdotes,  a los magistrados  y  al pueblo,  les dijo...”(Lc 23,13). Las muecas que hacían ante Jesús no eran ultrajes en el sentido estricto, sino signos de victoria indicativos de haber logrado silenciar la palabra denunciadora de las injusticias cometidas por sus jefes, y ello a pesar de su inocencia (Lc 23,15: declaración de la inocencia de Jesús por parte de Pilato); pero los jefes siempre tienen razón.

 

Probablemente confluyan aquí las exigencias de sus conciudadanos de Nazaret (Lc 4,23: “Médico, cúrate a ti mismo...”); el sudor de sangre (Lc 22,43-44), que sería algo así como  la lucha de Jesús con Dios y la presencia del ángel que tendría, además, el sentido de proclamación mesiánica (Lc 2,9ss: anuncio de los ángeles a los pastores), y el testimonio de Dios sobre Jesús: Incluso en el rechazo de su pueblo sigue siendo el Mesías de Dios y, en cuanto tal, sigue siendo el rey de su pueblo.

 

Estos pensamientos son desarrollados con motivo de la burla de los soldados: Si es el Mesías de Dios que se salve a sí mismo. Justamente lo contrario a lo que debía ser el Mesías de Dios. Porque él no vino para ser servido, sino para servir; no realizó ningún milagro a su favor; todos los que hizo estaban al servicio del Reino; la esperanza mesiánica expresada en la frase de los soldados es egoísta, mundana, de aquí abajo; no altruista ni supra-mundana ni del más allá. Es Jesús el auténtico intérprete de su misión, no los soldados. Su oferta de vinagre o vino avinagrado, revestida de la buena intención de reparar su sed es representativa de la figura de Jesús en cuanto judío distinguido y pretencioso; es indicativa de que los burladores no son judíos; de que están riéndose de él: ¡vaya un rey!, en la más absoluta soledad y colgado de una cruz.

 

Aceptamos como histórico el título que pusieron sobre la cruz. Existía la costumbre de que o bien en la cruz misma que llevaba el condenado o bien una persona que iba delante de él llevase un letrero con el anuncio de la causa por la cual había sido condenado. Cuando la crucifixión ya había tenido lugar era colocado sobre la cruz (Jn 20,21). El título resulta expresivo de varias cosas:

 

La culpa atribuida al condenado: ser rey de los judíos (acusación política, que fue la única que podía convencer a Pilato para acceder a lo que le pedían los judíos; las acusaciones religiosas al procurador romano le tenían sin cuidado); la ejecución corrió a cargo de los soldados romanos (los judíos la hubiesen aplicado mediante la “lapidación”); ella expresa el máximo desprecio del procurador romano hacia el “rey de los judíos” y el mesianismo que él predicaba y que los judíos esperaban (por eso no toleró que se cambiase el título); de la autenticidad del mismo no se puede dudar (los judíos no lo hubiesen escrito, porque iba en contra de sus intenciones y, por eso, intentaron cambiarlo; los cristianos no lo hubiesen inventado: no es ningún título cristológico; podría aceptarse como creación cristiana que hubiese figurado “el rey de Israel”; porque podría hacer referencia al pueblo elegido, pero en modo alguno “el rey de los judíos”, que indicaría una “nacionalidad” marcada por la hostilidad a los cristianos.

 

En compensación a la mayor sobriedad de Lucas en comparación con los otros evangelistas, por lo que a los ultrajes inferidos a Jesús se refiere, añade la escena de sus compañeros de suplicio. Para uno de ellos, como para todos los demás, Jesús era un iluso con pretensiones absurdas. Esperaba que se salvase a sí mismo y a sus compañeros de castigo del tormento de la cruz. El otro pensaba que la cruz era una especie de trono indicativo de un Reino misterioso. Éste aparecería cuando se cumpliese la esperanza mesiánica del reino glorioso para el pueblo elegido. Jesús le concede mucho más de lo que le había pedido: en lugar del juicio que seguiría a la muerte y el consiguiente dictamen sobre la remuneración debida, el “justo piadoso”, que sufría sin motivo junto a él, le promete el Paraíso en el que se le ofrece la entrada para “hoy” mismo.

 

En todas las lenguas y culturas existen diversos nombres indicadores de la remuneración del justo. Originariamente el paraíso era el jardín suntuoso del monarca persa. Cuando los judíos utilizaban esta palabra pensarían, sin duda, en el jardín del Edén. La promesa hecha por Jesús al que está en una cruz cerca de él nosotros la traduciríamos así: Dios le garantiza la remuneración preparada para los justos. Su convicción, real o ficticia, de que Jesús era un “rey” le convertía en el primero en heredar el destino glorioso de todos aquellos que aceptan a Jesús como el Señor.

 

La realeza de Jesús se halla subyacente en todo nuestro relato: en los ultrajes; en la presentación de la figura de Jesús; en el respeto del pueblo; en la interpretación de la salvación; en la confesión de ser el Mesías de Dios; en el título de la cruz; en la concesión del Paraíso, que es la donación de la vida y que es donde reside todo el poder de Jesús (Jn 17,2). Las parodias y demás acciones vejatorias se han convertido en la pluma del evangelista, que recoge la interpretación de la Iglesia original, en el vehículo adecuado para trasladarnos al descubrimiento de la auténtica realeza de Jesús.

El apóstol Pablo nos habla de la gracia de Dios Padre que nos ha hecho capaces de compartir la herencia de los santos en la luz. Esta herencia es el contrapunto espiritual de la meta material del éxodo del pueblo de Dios (= “de los santos”)  en la historia del AT (segunda lectura); es el “reino” de su Hijo querido (se halla presente, aunque latente, en la misma expresión, en el bautismo y en la transfiguración de Jesús); ello significa esencialmente el perdón de los pecados.

 

La promesa divina es descrita en el himno a los Colosenses, que es la cristología más profunda del Apóstol. En ningún otro lugar del epistolario paulino encontramos un pasaje en el que la persona de Cristo se halle presentada con mayor riqueza y mejor exaltada: La eficacia de su obra afecta  no sólo al hombre, sino a toda la creación; a la nueva creación de Dios, que es la Iglesia; él es la meta de la creación (v.16) y la cabeza del Cuerpo, de la Iglesia (v.18); Dios se ha manifestado plenamente en él (= pleroma, aquello que llena todo lo que está vacío); toda su vida, muerte y resurrección, lo constituyeron en el Soberano, el Rey supremo cuyo señorío da  sentido  a  todos  los  soberanos  y reyes  de  la  tierra,  cuya  plenitud (= pleroma, 2,19; 1,9) da sentido y llena toda la vaciedad humana. Sólo un Rey como éste era capaz de anunciar el reino de Dios, a partir de su persona y de su obra.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral