CUARESMA, Domingo III

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ex 17,3-7
2ª lectura: Rm 5,1-2.5-8
3ª lectura: Jn 4,5-42

 

Ocurre frecuentemente en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el NT, que el mismo episodioes narrado reiteradas veces y en lugares y con acentuaciones diversas. El agua de la Roca (primera lectura) nos es ofrecida en tres versiones diferentes: Marah-Masah (Ex 15,22-27: agua amarga, no potable); Masah-Meribah (el texto de hoy) y Meribah-Kades (Nm 20,2-13). Nada de particular que el sufrimiento de la sed en el camino por el desierto se repitiese incluso con más frecuencia de lo que leemos en el AT. Como es perfectamente aceptable que la prueba sea atribuida unas  veces  a Yahvé (Ex 15 y Dt 33) y otras al pueblo.

 

En el episodio laten dos preguntas. Una se le dirige al pueblo para que examine qué hace él para alcanzar el destino hacia el que ha sido despertado. La otra la dirige el pueblo a Dios, que ha despertado en él este destino, para que manifieste en signos perceptibles que continúa siendo fiel a su propósito. En la formulación del relato la pregunta del pueblo suena así: “¿Está el Señor entre nosotros?”.

 

El pueblo es presentado aquí en camino entre Egipto y la tierra prometida, entre el origen y el destino, entre la servidumbre y la liberación. La estructura del relato es la misma en otros estereotipados episodios del desierto: falta de agua, protesta del pueblo, mediación de Moisés, orden de Dios de golpear la roca para que salga agua, ejecución de la orden, etiología o explicación del nombre del lugar. El plano trascendente se superpone al natural: una sed de agua que hay que leer como sed de infinito (Jn 4,13s), una protesta contra el guía humano que lo es también contra el Dios invisible, un agua para beber que sacia también la sed en el sentido profundo, en cuanto que señala el poder y la actitud salvadora de Dios.

 

Los nombres de Masá y Meribá, etimológicamente relacionados con el hecho de tentar y de contender, de que habla el relato, son nombres de lugares por los que generalmente pasan todos los creyentes; por eso no importa mucho si ignoramos en dónde están y en qué desierto. La leyenda judía ideó que esa roca iba siguiendo a los israelitas por el desierto. Y de ahí tomó pie Pablo para glosar, desde la perspectiva del cristiano que ve en Cristo el gran signo de Dios :”Y la roca era Cristo” (1Co 10,4).

 

El tema de agua reaparece en el evangelio de hoy con  toda la profundidad literaria y teológica (segunda lectura). El desierto, el pozo, el agua viva. Jesús pide agua para dar agua. El nivel inalcanzable. La fe como consecuencia. El punto de partida para la recta comprensión  de la escena lo constituye la extrañeza de la samaritana con su matización doble: el diálogo entre un hombre y una mujer, ya que los rabinos consideraban indecoroso hablar en público  con las mujeres, y que éste tuviese lugar entre  judíos y samaritanos, entre los que existían rencillas profundas y multiseculares. Frente a estas dos causas de extrañeza llama consoladoramente la atención la libertad de Jesús frente a las categorías raciales y culturales de sus contemporáneos.

 

La escena se halla construida desde los dos principios teológicos siguientes: el judaísmo, con la natural inclusión del AT, encuentra su plenitud y complemento en Jesús; el agua utilizada para las purificaciones legales (Jn 2,6;M 3,5) adquiere un nuevo sentido en Jesús, que es quien únicamente puede dar el agua  viva, la salud, el Espíritu. Estos principios teológicos se exponen mediante una doble contraposición: el agua sacada laboriosamente de un pozo y la regalada por Jesús; y la superioridad de Jesús y del tiempo que él inicia sobre Jacob y lo que él significa: el AT.

 

Teniendo como principio de referencia estos dos principios teológicos, el evangelista desvela el misterio de la revelación de Dios de una manera progresiva; colocando hitos importantes a lo largo del diálogo-monólogo: suscita el interés inquietando a la samaritana, y a sus lectores, sobre quién es Jesús (Jn 4,10). El conocimiento sobrehumano de Jesús le descubre como profeta (Jn 4,19). Ante las esperanzas mesiánicas manifestadas por la samaritana, Jesús se auto-presenta (Jn 4,25-26). Al final tiene lugar la confesión de la fe cristiana que hacen los samaritanos: “Ya no creemos en él por lo que tú nos dijiste, sino porque nosotros mismos lo hemos visto y estamos convencidos de que él es verdaderamente el Salvador del mundo (Jn 4,42).

 

Jesús habla del don de Dios (Jn 4,10). En este versículo, el don de Dios se identifica con el agua viva. Y el agua vida significa la salud, la vida eterna. Es la gran revelación hecha por Dios en Cristo y que tiene muy poco que ver con la satisfacción de las necesidades naturales inmediatas. El simbolismo del agua viva se utiliza también en el evangelio de Juan para referirse al Espíritu Santo (Jn 7,37-39). El agua viva es símbolo del Espíritu. La célebre afirmación de Jesús: de lo más profundo de todo aquel que crea en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7,38) es interpretado por el evangelista afirmando que decía esto refiriéndose al Espíritu (Jn 7,39). Jesús no es el agua, sino el dador de la misma. En todo caso, esto en nada contradice a lo que se afirma en este pasaje: el don de Dios es Dios mismo dado en Cristo; el don de Dios es la salud, la vida eterna; el don de Dios es el Espíritu Santo. La intercambiabilidad de estas expresiones no significa contradicción, sino complementariedad y enriquecimiento.

 

La samaritana, como ocurre frecuentemente en el cuarto evangelio, además de su personalidad singular, es una mujer representativa: simboliza y personifica a la región de Samaría donde se había dado culto a cinco dioses (2R 17,24ss), representados en los cinco maridos que había tenido aquella mujer. El culto que daban a Yahvé en la actualidad era ilegítimo, por no ajustarse al principio de un único  santuario. La samaritana simboliza a la región de Samaría y de todos los buscadores de Dios a través de los múltiples errores y equivocaciones de la vida. Para el evangelista es, al mismo tiempo, una buena oportunidad para destacar el conocimiento sobrehumano de Jesús.

 

El problema del culto (Jn 4,20-26) era uno de los que más preocupaban en la época. Aunque el templo sobre el Garicim había sido destruido el año 128 a. C.  por el sumo sacerdote Juan Hircano I, el culto seguía celebrándose allí. Además, la comunidad samaritana poseía, y posee, un ejemplar antiquísimo de la Torá. Tenía, pues, buenas razones para competir con Jerusalén. La respuesta de Jesús es elocuente: una vez que ha hecho su aparición el tiempo nuevo, estas cuestiones carecen de interés, puesto que la salvación se había hecho presente en su persona.

 

Ha llegado la hora (Jn 4,23). Un serio problema de lenguaje: si ha llegado la hora, ¿cómo es ésta? Para presentar la última intervención de Dios en la historia, los sinópticos, y también Pablo, siguiendo la mentalidad de la época, recurrieron al lenguaje apocalíptico: el Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo, los ángeles con trompetas, el último día de nuestro mundo, un examen con la evaluación en el ultimo momento...

Juan introduce cambios importantes en esta cuestión. Prescinde del lenguaje apocalíptico y actualiza todo el acontecimiento. Lo específico de Juan se expresa así: Ha llegado la hora; el que cree en él no será condenado (Jn 3,18); el juicio se realiza ahora en la actitud de fe-infidelidad ante el Hijo del hombre; el que acepta lo que yo digo y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna; no sufrirá un juicio de condenación, sino que ha pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24). “Aquel día comienza ya con la resurrección de Jesús (Jn 14,20; 16,23.26): lo mismo que el “gozo cumplido”   (Jn 15,11; 16,20,23-24);   la  “victoria”  (Jn 16,33)   y  la  “paz” (Jn 14,27; 16,33).

 

Dios es Espíritu (Jn 4,24). La frase puede significar cosas diversas: para un lector con mentalidad griega el espíritu es lo contrario a la materia. Por tanto, afirmar que Dios es espíritu significa que es un ser inmaterial. Para un lector judío, el espíritu es un medio para evitar los antropomorfismos o representaciones excesivamente materiales de Dios. El espíritu de Dios significa su acción y revelación (Gn 1,2); el espíritu dirige los acontecimientos y constituye la comunidad de Israel; es fuerza e inmortalidad (Ez 31,3). A través de su espíritu, Dios despliega constantemente su acción creadora y salvadora, su acción misericordiosa (Is 63,1-11; Sal 51,13). Esta afirmación de Juan ( 4.24) debe ser entendida desde la mentalidad judía: el Dios vivo es fuente de vida y de misericordia, fuente de liberación y de salud, poder operante e inmortal.

Dios debe ser adorado en espíritu y en verdad. ¿Qué significa esto? Si las palabras de Jesús ofrecen alguna novedad no puede pensarse simplemente en un  culto más interior y menos ritual. Esto había sido ya predicación y exigencia proféticas. Adorar en espíritu y en verdad significa adorar al Padre a través de Jesucristo, que es la verdad, y bajo el impulso del Espíritu. Verse envueltos en el misterio trinitario.

 

Según lo que acabamos de decir sobre  “Dios es espíritu”, los verdaderos adoradores son aquellos que acogen la vida y la misericordia, la liberación y la salud que Dios les revela y les comunica, respondiendo a la iniciativa divina mediante el ejercicio de la fe. La adoración en espíritu y en verdad no significa la condenación de todo culto exterior. Lo que caracteriza a los verdaderos adoradores no es la ausencia de ritos, sino la firme voluntad de escuchar y servir a Dios en la persona de su Enviado. El adorador es verdadero en la medida en que acoge “la verdad" de Dios y responde a ella mediante la fe.

 

La samaritana no sabe desenvolverse en ese terreno y se refugia en su esperanza mesiánica (Jn 4,25). Los samaritanos, lo mismo que los judíos, esperaban un Mesías; sobre la base del Dt 18, 15ss esperaban la venida de un “Moisés resucitado”, que llamaban Taeb, que significa “el que viene”, “el restaurador”. Este profeta del Altísimo haría milagros, restablecería la ley y el culto y llevaría el conocimiento de Dios a otros pueblos.

 

Jesús se revela abiertamente como el Mesías. La diferencia en relación con los sinópticos no puede ser mayor. En ellos, Jesús impone silencio sobre su persona a todos aquellos que le conocían: es el llamado “secreto mesiánico”. En el evangelio de Juan, sin embargo, Jesús manifiesta abiertamente su identidad: el cuarto evangelio se propone desvelar claramente, y desde el principio, el misterio de Jesús a todo el mundo.

 

El sentido de la vida de Jesús se nos declara en Jn 4,27-37. La aparición en escena de los discípulos y su incomprensión da lugar a que Jesús se presente como realizador de la voluntad del Padre. Esto es lo que justifica y determina su vida. También recibió del Padre el encargo de confiar la misión de la evangelización a los que él eligió para llevarla adelante. Cuando se escribió el evangelio había ya en Samaría una misión y una comunidad florecientes (Jn 4,36-42). El texto habla de una gran cosecha (4,35-38). Estos versículos suponen tras de sí la existencia de una comunidad cristiana floreciente. Su comprensión sólo es posible teniendo en cuenta los pasos siguientes: la siega es una imagen  que significa los tiempos últimos, la hora del juicio y de la retribución (Os 6,11; Jr 51,33; Mt 13,20-29). En este texto se afirma, por tanto, la presencia de estos tiempos.

 

La tensión existente entre la sementera, que promete, y la cosecha, que todavía no ha llegado, debe ser eliminada. A esto se refiere el proverbio de Jn 4,35:”¿No decís vosotros que todavía faltan cuatro meses para la siega? Pues fijaos: los sembrados están ya maduros para la recolección”. Con estas palabras pretende Jesús que sus discípulos estén preparados para vivir los tiempos extraordinarios que se avecinan : la sementera y la cosecha son simultáneas (Is 9,1-2). El juicio divino se realiza simultáneamente con el anuncio de la palabra; todo depende de la aceptación o rechazo de la palabra de Dios. La aceptación ya es cosecha, al par que sementera.

 

Los que cosecharon sin haber trabajado (4,38) fueron Pedro y Juan, enviados por la Iglesia de Jerusalén, para controlar la ortodoxia de la predicación del evangelio en Samaría. Este control era necesario por dos razones: la región siempre había sido tildada de herejía; además, el misionero principal, Felipe, era sospechoso, porque se había separado de la comunidad de Jerusalén y había huído a Samaría. Pedro y Juan cosecharon donde otros habían sembrado. Los “sembradores” habían sido Felipe y Andrés con su grupo de misioneros anónimos, de esos que nunca salen en la foto (Hch 8,4ss).

La reflexión que hoy nos hace el Apóstol es de las más profundas que salieron de su pluma (segunda lectura). En este capítulo se desarrolla una fórmula de fe o uno de los frecuentes credos abreviados del pueblo de Dios (Rm 4,25: “que fue entregado (Jesús nuestro Señor) por nuestros pecados y resucitado para nuestra justicia”) que figuran en su epistolario. La breve unidad literaria que hoy nos ofrece la liturgia la sintetiza en los pensamientos siguientes: la obra de Cristo aceptada en la fe nos ha situado en la recta relación con Dios. Nos ha procurado la paz. La paz bíblica es la síntesis y concreción de los bienes mesiánicos y el cumplimiento de las aspiraciones de la Biblia y del judaísmo: el don de Dios, que garantiza la perfección y seguridad del hombre; su bendición creadora de justicia y de un estado de bienestar material y espiritual; la salud completa; las relaciones amistosas con Dios y con los hombres; la paz venidera o escatológica: las óptimas relaciones del hombre con Dios y de los hombres entre sí, basadas en la plenitud de la gracia y de la verdad, de las que puede participar el hombre (Jn 1,16),

 

Destaca a continuación la firmeza de la fe cristiana que no puede fallar porque, afortunadamente, no se apoya en nosotros sino en el amor de Dios que ha llegado a nuestro interior por la fuerza el Espíritu. Y esto lo demuestra con un argumento que va de menos a más: “cuando estábamos sin fuerzas”, “cuando éramos impíos”, “cuando éramos pecadores”, Cristo murió por nosotros, ¡cuánto más será su amor hacia nosotros que ahora hemos sido justificados por la fe y vivimos en paz!.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral