TIEMPO ORDINARIO, Domingo V

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Is 58, 7-10
2ª lectura: 1Co 2,1-5
3ª lectura: Mt 5,13-16

 

El profeta Isaías nos ofrece hoy una lectura tan parecida a la parábola o el discurso de Jesús sobre la venida del Hijo del hombre en las nubes del cielo a la asamblea universal de los pueblos  -comúnmente conocida como el Juicio Final, Mt 25,31-46- que difícilmente puede entenderse la una sin la otra. ¿Quién influyó en quién? Es evidente, al menos así nos lo parece, que no estamos ante un problema de influencia (primera lectura).

 

Tengamos en cuenta que Isaías nos la ofrece en su tercera parte, el hoy conocido como el Trito o Tercer Isaías. La diferencia entre este tercer bloque y los dos anteriores de Isaías puede obedecer a la situación de tensión existente en Jerusalén a la vuelta del destierro babilónico entre el partido hiero-crático monárquico, conservador, que se remontaría a Sadoc, y el partido levítico, teocrático profético, progresista, que caminaría hacía la apocalíptica, y cuyo ancestro sería Abiatar. Este segundo grupo desearía una espiritualidad más acorde con las exigencias de la palabra de Dios que creó dentro del judaísmo una corriente espiritual recogido en las palabras aludidas de Jesús.

 

Creemos que esta pequeña sección pertenece a la nueva mentalidad. Entre otras razones porque, en lugar de las leyes apodícticas (que reflejarían el conservadurismo), se nos ofrecenlas casuísticas o condicionales: “si destierras la opresión y das de comer al hambriento...” Existe una derivación de las leyes apodícticas (absolutas) a las casuísticas. Éstas se deducen de aquellas. De este modo las exigencias legales, tal como aparecen en la primera lectura de hoy, se difundieron ampliamente en el judaísmo y así, a través del judaísmo y de Jesús pasaron al evangelio.

 

Si el ayuno hace del rico un pobre de espíritu y el pobre comparte con el rico la riqueza de su actitud humilde con la esperanza puesta en Dios, entonces, y sólo entonces, Dios manifestará su luz, la gloria y el sentido del agua vivificadora. A esta mentalidad “nueva” pertenecerían los grandes temas esperanzadores, como la aparición de la luz, la grandeza de Sión, la gloria del Señor, la justicia o el tema de la remuneración, aunque sea necesario reconocer que ya habían sido sembrados en los dos primeros bloques de Isaías.

 

La luz y la sal de las que nos habla el evangelio (tercera lectura) nos orientan hacia la perfección a la que apunta la lectura de Isaías. La forma proverbial fue una de las utilizadas por Jesús en su enseñanza. Recurría a los proverbios comunes, haciendo que sirvieran para poner de relieve el aspecto que le interesaba destacar. De este modo han llegado a nosotros, en los evangelios, muchos proverbios conocidos que, al ser utilizados por Jesús, fueron “cristianizados”. El evangelio de hoy nos ofrece dos: el de la sal y el de la luz.

 

Desde el principio debe quedar claro que el proverbio de la sal aplicado a los discípulos, pretende poner de relieve que ellos son testigos de Jesús frente al mundo. Naturalmente que ellos son una minoría absolutamente desproporcionada en comparación con el mundo. Así ocurre también con la sal. Lo que se utiliza es una cantidad mínima en comparación con los alimentos que debe condimentar o, en general, con aquello que debe salar. En el fondo del proverbio se halla latente el principio siguiente: la ciudad corrompida se salvaría si hubiese diez justos en ella. Recordemos la lucha de Abrahán con Dios a propósito de la ciudad de Sodoma (Gn 18,23-32).

 

La sal era una de las sustancias más apreciadas en la antigüedad. Se la compara, en razón de su utilidad, con el sol: “Nada hay más útil para los cuerpos que la sal y el sol” (Plinio). En tiempos de Jesús era muy valorada. En el clima de Palestina era absolutamente necesaria para la conservación de los alimentos. Un saco de sal era considerado tan valioso como la vida de un hombre. Desde esta valoración de la sal, nada tiene de particular que los antiguos la utilizasen como un símbolo adecuado para designar la vida religiosa y su importancia trascendente. La dimensión religiosa del hombre es tan importante como la sal. El símbolo (la sal) y lo simbolizado (el hombre) describen una realidad estable y de gran valor.

 

Acabamos de decir que la sal, por sus múltiples y valiosos usos, se relaciona fácilmente con el mundo de lo divino. Así se deduce del AT. El incienso utilizado para el culto debía ser sazonado con sal (Ex 30,35). Más aún,  todas las oblaciones y sacrificios ofrecidos   a   Dios  debían  estar sazonados  con   sal (Lv 2,13). “No podrá ofrecerse a Yahvé algo insípido o expuesto a la corrupción” (Ez 43,24). Llama la atención en el texto que acabamos de citar del libro del Levítico la expresión siguiente: ”la sal de la alianza de Yahvé”.

 

¿Qué significa? La expresión ha podido ser causada por determinadas costumbres orientales. Los nómadas, por ejemplo, empleaban la sal en las comidas de amistad o de alianza. Como consecuencia de esta costumbre había surgido la expresión “alianza de sal” (Nm 18.19). Con esta expresión se ponía de relieve la estabilidad e inviolabilidad del mutuo compromiso. Así llegó a designar, con toda naturalidad, la firmeza del pacto entre Dios y su pueblo. Este contexto justifica plenamente el paso de la sal del terreno puramente sacrificial o cultual al estrictamente personal.

 

El profeta Ezequiel nos narra la costumbre de frotar con sal a los recién nacidos (Ez 16,4). Era uno de los signos que expresaban el cariño y los cuidados más exquisitos con el bebé. Se frotaba con sal o con agua salada al recién nacido mientras mantenía el calor del útero materno para limpiarle y secarle más de lo que se conseguía con el lavatorio mediante el agua, para estirar y fortalecer la piel. Yahvé frotó con sal a su pueblo recién nacido (Ez 16,4-7). Comenzaba así el “pacto o alianza de sal”. Recordemos que el antiguo ritual  del bautismo cristiano incluía el rito de la sal. ¿No era el inicio de la “alianza de la sal”, de su pertenencia al Señor, de sus deseos de entrar de forma permanente en una vida de relación filial con Dios? En el último ritual que recogía el rito de la sal se llamaba “sal de la sabiduría”. Y es que la sabiduría bíblica está en la línea más estricta del simbolismo de la sal.

 

Químicamente hablando, la sal, el cloruro sódico, no puede hacerse “insípida”. De la sal puede decirse lo mismo que del oro: una y otro son inalterables. Y esta inalterabilidad es la que se halla en la base de la comparación: si la sal se desala, ¿con qué se la salará?; si el oro se oxida, ¿con qué se le volverá a dorar? Repetimos que químicamente hablando la sal no puede desalarse. Sin embargo, la máxima de Jesús se comprende muy bien en el ambiente palestinense. Las reservas salinas de Palestina se hallan en las proximidades del mar Muerto. La sal era recogida no en su forma pura sino mezclada con arena, con yeso, con tierra o con otras sustancias. Esta mezcla es la que podía hacer que cada vez fuese menos pura hasta llegar a ser totalmente insípida. Si se llegaba a este extremo ya no tenía arreglo, no se la podía re-salar, se hacía insípida adquiriendo un sabor alcalino.

 

La sal del discipulado cristiano se desala, tanto a nivel de Iglesia como a nivel del creyente individual, por las mixtificaciones o mezclas. Tanto la Iglesia como los miembros de la misma pueden llegar a la insipidez total, cuando se intenta hacer compatible la luz con las tinieblas; cuando se anuncia el evangelio de la paz desde una lucha más o menos encubierta por prevalecer sobre los demás; cuando se predica la humildad desde la autosuficiencia y la vanidad; cuando se habla de la obediencia y se desconoce lo que es la obediencia de la fe y se somete a los inferiores a una verdadera esclavitud de pensamiento y de vida; cuando se habla de la caridad y, en lugar de servir, se nota como la máxima aspiración el deseo de ser servido; cuando se recurre a la democracia reinante y se aplastan los más elementales derechos humanos, estableciendo como norma absoluta el criterio personal.

 

Cuando estas y otras cosas ocurren la sal se ha deteriorado por las mixtificaciones de las que ha sido objeto. Recordemos dos frases del evangelio: “la sal es buena”; “tened sal en vosotros”. Las consecuencias nefastas de la pérdida del “quehacer cristiano” las acentúa de modo particularmente humillante el evangelista Mateo: “ser arrojada fuera para que la pise la gente”.

 

La metáfora de la luz también era conocida en el judaísmo. Precisamente Isaías había anunciado que Israel sería la luz de las naciones (49, 6). En el caso presente se afirma de los discípulos de Jesús (Fip 2,5; Ef 5, 8.13). Pero los cristianos son la luz del mundo porque y en la medida de su pertenencia a Cristo, que es la luz del mundo (Jn 8,12; 9,5; 12,46). También aquí, como en el proverbio anterior, la luz hace referencia explícita a la palabra de Dios. La luz está allí donde Dios se manifiesta con su palabra (Mc 4,21-22; 2Co 4,4; Flp 2,15-16). Jesús, que es la luz, es el portador de la palabra (Jn 8,12.31ss; 14,9-10). El mismo cambio puede aplicarse a los discípulos de Cristo: son la luz del mundo (Flp 2,15); tienen la luz, la palabra de Dios,( Mc 4,21; Lc 8, 16; 1º1,33).

 

La mayor parte de las civilizaciones orientales (Egipto, Babilonia, Irán) asociaron la luz al bien, a la vida, al ser; por el contrario, la noche y la oscuridad eran los reinos del mal, de la muerte y de la nada. Los pensamientos judío y cristiano no han invalidado esta antítesis fundamental. Como hijos de su tiempo, los autores bíblicos viven inmersos tanto en el misterio de la luz como en el de las especulaciones sobre ella. Pero ellos juegan con ventaja. La fe bíblica les alejaba del mundo de lo divino. La luz pertenece al ámbito de lo creado. La luz es una criatura de Dios. El autor bíblico se recrea  en formular este pensamiento de múltiples maneras (Gn 1,14-19). La luz terrena, gracias a la cual es posible la vida, no procede de un mundo del más allá, contrapuesto a aquél en el que ellos vivían. Para ellos la luz es la manifestación más general y más adecuada de la acción divina en el mundo que, prescindiendo de él, del Creador, es oscuro y caos.

 

Nos interesa destacar la existencialidad de la luz. La Biblia se interesa por la luz por la relación que ésta tiene con la vida, con su existencia.  La luz designa la vida, pero la vida no considerada simplemente como una realidad que tenemos ante nosotros sino como una posibilidad que nos ha sido dada. Ver la luz es vivir (Job 3,16; 33,28-30). La luz designa la salud-salvación. De ahí que la luz y la vida aparezcan frecuentemente unidas: “Porque en ti está la fuente de la vida, y en tu luz vemos la luz” (Sal 36,19). “Porque tú arrancas mi vida de la muerte, y tú libras mis pies de falsos pasos, para que pueda andar en la presencia de Dios, en la luz de la vida” (Sal 56,14).

 

La existencialidad de la luz la pone de manifiesto la posibilidad que ella concede en orden a la autocomprensión y en el descubrimiento de los propios sentimientos: “Ya alumbra la luz para el justo y la alegría para los rectos de corazón” (Sal 98,11). Es el aspecto antropológico de la luz. En el evangelio de Juan también los conceptos “vida y luz” son gemelos, como en la mística helenista y en la gnosis. Y esto se pone de relieve de modo singular en las manifestaciones del prólogo: “En ella (en la Palabra) estaba la vida y la vida era la luz de los hombres; la luz luce en las tinieblas y las tinieblas no la sofocaron... La luz verdadera, que ilumina a todo hombre, vino al mundo” (Jn 1,4-5.9...). En estas afirmaciones se percibe una especie de duplicidad en la mente del evangelista: por un lado se retrae de afirmar que Dios es luz; por otro siente la necesidad de decir que la vida y la luz son una realidad preexistente, eterna, vinculada a la Palabra, al Logos, al Verbo.

 

Para el evangelio de Juan, la luz es atributo exclusivo de Dios, aunque no afirma nunca que Dios es la luz. Esto lo hará la primera carta de Juan (1Jn 1,5). Al ser atributo específico de Dios podrá ser aplicado únicamente a Jesucristo. Y a nadie más. ¿Diferencia profunda con vosotros sois la luz del mundo? (Mt 5,14). En cierto modo sí. Deja de serlo si tenemos en cuenta que todas aquellas personas e instituciones que son presentadas como la luz del mundo, como Israel, la Ley, la Sabiduría, los discípulos... no son la luz en sí mismas y por sí mismas. Esta luz aplicada a personas e instituciones esluz derivada.

 

La imagen de la ciudad edificada sobre un monte procede también del mundo bíblico-judío. El símbolo del destino glorioso de Israel era la ciudad de Jerusalén, edificada sobre un monte, hacia la cual deberían peregrinar todos los pueblos para dar culto a Dios. Jesús lo aplica a sus discípulos yafirma que son ellos el nuevo Israel; por eso puede utilizar la misma imagen del monte. Pero esto deben serlo los discípulos de Cristo de modo permanente: una luz no se enciende para colocarla debajo del celemín. Esta expresión resulta ininteligible a no ser partiendo de las costumbres de la época de Jesús. El alumbrado se hacía a base de grasas; apagar a soplo una lámpara de aquellas equivalía a llenar la habitación de un tufo irrespirable. Por eso se hacía colocando un celemín o cualquier otro recipiente que se tuviese a mano sobre la lámpara para que, al faltarla el oxígeno, se apagase sin producir el tufo aludido. Cristo dice, simplemente, que la luz encendida no debe apagarse, debe iluminar siempre.

 

El apóstol Pablo (segunda lectura) pone el centro de gravedad de su predicación, en la línea de las dos lecturas anteriores, desentrañando el misterio de la sabiduría de Dios. Un misterio que consiste en el plan salvífico de Dios, oculto hasta ahora, y revelado en Cristo, descubriendo la universalidad del mismo, derribando todas las fronteras del particularismo judío.

 

Pablo, invadido e impregnado por dicho misterio, es consciente de no poder ser un mercader ambulante de la sabiduría, de que el misterio que debe comunicar no es asequible mediante los argumentos filosófico-literarios de la lógica humana; sólo se llega a él por el camino por el cual Dios lo hizo presente entre nosotros: la vía de la humildad suma manifestada en Jesucristo, y éste crucificado. Esto hace que la predicación del misterio le obligue a hacerlo “débil y temeroso” y que aleje de su predicación la arrogancia y la elocuencia humanas. Sólo así demostrará que la fe es fruto del poder de Dios y de la acción del Espíritu.

Felipe F. Ramos

Lectoral