TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXI

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Is 22, 19-23
2ª lectura: Rm 11,33-36
3ª lectura: Mt 16,13-20

 

La política de alianzas no siempre produce los efectos apetecidos y calculados. Cuando el enemigo está a la vista es improcedente recurrir a convenios partidistas a espaldas de la autoridad máxima de la nación. Estos pensamientos constituyen la infraestructura del texto de Isaías (primera lectura). En aquel caso el enemigo terrible se llamaba Asiria. El rey de Israel era Ezequías y Sebna o Sobna, el principal maniobrero de la política de palacio. Sus gestiones ocultas terminaron en el fracaso y en la consiguiente destitución del falsificador. Fue desterrado a un país extranjero (¿Asiria?) y allí murió.

 

Fue sustituido por Eliacin, que fue revestido con los símbolos del poder que había ostentado su antecesor: la túnica y el fajín. En relación con el pueblo se le encomiendan cuidados paternales. El título, (que es dado al Mesías en Is 9,5) es concedido a los altos magnatarios (Gn 45, 8: “No sois, pues, vosotros los que me habéis traído aquí; es Dios quien me trajo y me ha hecho padre del Faraón y señor de  toda  su casa,  y  me  ha  puesto  al  frente  de  toda  la tierra  de Egipto”; (ver Mt 11,32). En la toma de posesión de su cargo le eran entregadas las llaves, símbolo del gran poder que le era concedido: la administración de todas las posesiones reales (la cámara del tesoro) y la reglamentación para el acceso al palacio y al rey (como en el NT: Mt 16,19 y Ap 3,7).

 

Metafóricamente, Eliacin es comparado con una estaca clavada en tierra firme, que dará seguridad a la tienda que encontrará su apoyo en ella. Entre los beduinos  la estaca, clavija o clavo era la pieza de mayor confianza y atención en la tienda. Sin ella se hundiría.

 

La aplicación al Mesías la desarrolla el evangelio (tercera lectura). Retiro de reflexión. Sondeo de opiniones. Palabra definitiva. La unidad literaria que nos ofrece este evangelio del domingo gira en torno a estas tres cuestiones ineludibles. Desde el principio del seguimiento y la experiencia habida en un espacio de tiempo ya prolongado, los discípulos de Jesús debían tener claridad sobre quién era en realidad la persona a la que seguían como maestro. Sólo desde el conocimiento del personaje puede valorarse su programa de acción y justificarse la adhesión a su causa. Y como ellos no se atrevían a preguntarlo, provoca Jesús el retiro de reflexión sobre el interrogante inquietante.

 

El lugar elegido fue Cesarea de Felipe o de Filipo. Allí podían estar reunidos con la serenidad requerida y al margen de las intrigas que sus adversarios suscitaban dondequiera que se encontrasen. El lugar está situado en el extremo norte de Palestina, en el territorio de la antigua tribu de Dan. En aquella zona surge una de las fuentes más copiosas del Jordán. La belleza del lugar había decidido  al tetrarca Filipo a reedificar la ciudad dándola, además, el nombre de Cesarea en honor de César Augusto; Herodes el Grande había construido en ella un templo dedicado a Augusto. Esto nos recuerda la época nefasta de la “diosa” Roma y del culto dado a sus emperadores divinizados. Tal vez por eso, Jesús eligió aquel lugar como una especie de reto discriminador sobre la verdadera divinidad y la falsa.

 

Jesús inicia el coloquio con sus discípulos pulsando las opiniones que circulaban acerca de su persona. Es lo que llamamos al principio sondeo de opiniones. Los discípulos, inquietados por la misma cuestión, se hacían la misma pregunta entre ellos. ¿Había llegado a oídos de Jesús? ¿Quién es éste a quien obedecen el viento y el mar? (Mt 8,27; Lc 8,25). ¿Quién es Jesús? En lo que hemos calificado como sondeo de opiniones existe una variante importante entre los evangelistas. Lo más normal es que Jesús hubiese formulado la pregunta diciendo: ¿quién soy yo? Así nos la presentan Marcos y Lucas (Mc 8,27; Lc 8,25). Mateo ha sustituido el “yo” por el Hijo del hombre. La fórmula más original es, sin duda, la primera. Ha sido Mateo el responsable del cambio, pensando y preparando la confesión de fe que será puesta posteriormente en labios de Pedro. Por otra parte, el título de Hijo del hombre, más denso y de mucho mayor contenido teológico, resultaba más “enigmático” y menos comprometido desde el punto de vista político que el de Mesías o Cristo, como se da a entender al final del relato.

 

La identificación entre Jesús y el Hijo del hombre no puede ser más clara. El interrogante abierto en tiempos de Jesús sigue igualmente en nuestros días sin la respuesta adecuada. Porque la respuesta al mismo puede darse, en última instancia, desde dos únicos puntos de vista: el punto de vista de los hombres, la apreciación humana sobre este personaje de la historia, y el punto de vista de Dios, el de la revelación y el conocimiento sobrenatural. Estas dos únicas posibilidades se hallan acentuadas en el texto en la contraposición clara e intencionada entre lo que piensan “los hombres” y lo que pensáis “vosotros”.

 

El relativo éxito que había tenido Jesús en Galilea hizo reavivar las esperanzas. ¿Quién era? Lo normal era que se pensase en alguna de las figuras extraordinarias que, según la tradición o leyenda judías, debían volver antes de hacer su aparición el Mesías. El Bautista con su atuendo y su predicación penitencial, con sus exigencias de conversión, había causado profunda impresión en el pueblo. Jesús podía ser como la reencarnación del Bautista. En Galilea, en la corte de Herodes Antipas, corría el rumor supersticioso de la resurrección del Bautista (Mc 6,16). Podría ser también Elías que, en ambientes cargados por la esperanza mesiánica, le consideraban como el precursor del Mesías El mismo Jesús se encargó de corregir estas erróneas esperanzas infundadas (Mt 17,10-13). La candidatura de Jeremías estaba justificada porque era considerado como el campeón de la fe de Israel en tiempos de crisis (2M 15,13-16). La era mesiánica también se asociaba con el retorno de cualquiera de los profetas.

 

Esta era la opinión de la época. Hasta este nivel, de reconocer en Jesús a un profeta, una personalidad extraordinaria, no era difícil llegar. En la valoración de la persona de Jesús hecha a través y a lo largo de la historia todos, prácticamente, han llegado a reconocerlo en este nivel. Pero Jesús no se conforma con los resultados obtenidos por el sondeo de opinión realizado entre los discípulos. El quiere que se pronuncie la palabra definitiva.

 

¿Vuestra opinión?.  Como es habitual la respuesta de los discípulos corre a cargo de Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Pedro personifica la confesión cristiana de la fe; Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. También aquí estamos obligados a acentuar la diferencia existente entre los evangelistas en la formulación que hace Pedro sobre la dignidad de Jesús: “Tú eres el Mesías” (Mc) o “El Mesías de Dios” (Lc). La confesión cristiana de la fe  puesta en labios de Pedro por Mateo añade a las anteriores “el Hijo de Dios vivo”. La diferencia  puede parecernos importante. En realidad no lo es. La expresión “Hijo de Dios” todavía no se había cargado con la densidad teológica que tiene entre nosotros. Podía ser aplicada a héroes o personajes extraordinarios divinizados porque, de alguna manera, estaban por encima de la medida humana. Cuando la utiliza Mateo ya tiene toda la carga teológica del ser en cuya persona Dios se ha hecho presente. Como apuntamos más arriba, este sentido se halla ya preparado en la figura o título  de “Hijo del hombre”.

 

La confesión cristiana de la fe, afirma Jesús, “no procede de la carne ni de la sangre”, es decir, no es posible llegar a ella a través de la lógica y raciocinio humanos, por ejemplo a través del análisis de los milagros o de las profecías. Se hace posible únicamente a través de la revelación del Padre. Y que haya sido el Padre, y no el Hijo, quien se lo haya revelado a Pedro intenta poner de relieve el significado profundo de las palabras de Pedro, aunque él, en aquel momento, no lo hubiese comprendido en toda la dimensión de su significado, como es evidente.. Estamos en el tiempo anterior a la resurrección.

 

Seguimos dentro de la palabra definitiva, que llega a nosotros a través de la revelación que el Padre ha hecho a Pedro. En ella va incluida la elección de Pedro como fundamento inconmovible para la Iglesia de su Hijo, que debe seguir el camino que le ha marcado el Padre. La divinidad del Hijo se convertirá, a partir de ahora, en el criterio para reconocer la verdadera Iglesia de Cristo. Mateo nos había anticipado ya que Simón sería llamado Pedro (4,19). Ahora la promesa de Jesús se hace recurriendo a un juego de palabras solamente perceptible en la lengua aramea, hablada por Jesús. (Pedro, en griego Petros, en arameo Kefa; el juego de palabras sería el siguiente: tú eres Kefa y sobre esta Kefa...).

 

A Pedro, y  a sus sucesores, se le concede una misión única en la Iglesia. Al presentarla bajo la imagen de un edificio o una construcción, es lógico hablar de cimiento o de fundamento. La construcción se edifica partiendo de los cimientos y el cimiento, una ve colocado, debe quedar donde ha sido puesto para que el edificio no se venga abajo. Por supuesto que estamos hablando del cimiento o fundamento visible. El invisible no puede ser otro que el mismo Cristo. Lo afirma terminantemente el apóstol Pablo (1Co 3,10-12). El fundamento invisible –Cristo resucitado- y el visible -la cátedra de Pedro- son la mejor y única garantía de la indefectibilidad de la Iglesia a través de los tiempos y en medio del mar embravecido.

 

El poder concedido a Pedro se expresa mediante dos metáforas: la de las llaves, que simboliza la autoridad sobre la casa; mediante ella se le concede a Pedro la investidura de la mayordomía, con su responsabilidad, lo mismo que las llaves concedidas a Eliacin (primera lectura) suponen la concesión de la mayordomía de la casa de David: “Pondré sobre su hombre la llave de la casa de David; abrirá y nadie cerrará, cerrará y nadie abrirá” (Is 22,19-21). Esta idea sirve de puente para pasar de la metáfora de la roca a la definición más directa de los poderes de Pedro. Estos poderes consisten en “atar” y “desatar”, de una manera efectiva, en el orden espiritual, sobre la tierra. Hay que entender que el poder de atar y desatar (términos rabínicos que evocan la idea de excluir (atar) de la comunidad o readmitir (desatar) en ella, así como lo de prohibir o permitir según la ley. Incluye todo lo que está implícito en el don de las llaves.

 

En cuanto a la autenticidad de estas palabras, hoy prácticamente todos coinciden en afirmarla. Un interrogante que, a otro nivel,  podría afirmarse es si el evangelista Mateo reproduce exactamente lo ocurrido en aquel momento histórico de la confesión de Pedro o el texto supone un enriquecimiento y profundización del misterio de Jesús y de la iglesia  a la luz de la resurrección y de las primeras experiencias del cristianismo naciente. Porque, de hecho, es Mateo el único que habla con esta claridad y profundidad.

 

La confesión de Pedro en la narración de Marcos no va más allá de reconocer en Jesús al Mesías (Mc 8,29), que es muy distinto a confesarlo Hijo de Dios. Y silencia la promesa hecha a Pedro. Lo mismo hace Lucas (9,20), como ya lo expusimos más arriba. El título “Cristo”-Mesías, en aquel momento, podía evocar una actitud política; por eso es objeto directo de la prohibición de Jesús. Y el cuarto evangelio refiere también una confesión de fe puesta en labios de Pedro, aunque en distintas circunstancias (Jn 6, 67-69); pero Juan va por caminos completamente distintos, como es habitual en él.

 

Termina la palabra de Dios que hoy nos ofrece la liturgia (segunda lectura) con una extraordinaria doxología. En ella se cantan los infinitos recursos de la sabiduría y del poder de Dios. A través de la historia del mundo desde la creación hasta la consumación, en todas las vicisitudes de la historia, él es el que conduce a los hombres a la existencia, los guía y controla y los lleva a la meta destinada. En el hombre sólo queda espacio para el asombro y la admiración y, como consecuencia, para la adoración y acción de gracias.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral