TIEMPO ORDINARIO, Domingo XX

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Is 56, 1. 6-7
2ª lectura: Rm 11,13-15. 29-32
3ª lectura: Mt 15,21-28

 

El tercer Isaías comienza con un intercambio entre la salvación que se avecina y la conducta recta y la observación de los mandamientos. Hemos hablado de intercambio. La colaboración humana prepara la salvación y ésta se realizará si aquella ha tenido lugar. Las dificultades previstas para que dicho intercambio se produzca surgen de la apertura de la salvación de Yahvé a todos los pueblos; es el universalismo de la salud (primera lectura).

 

La integración y permanencia de los extranjeros y eunucos en la comunidad creaba problemas especiales, sobre todo porque la ley excluía de la comunidad a los eunucos (Dt 23,1: “No será admitido en la asamblea de Yahvé aquel cuyos órganos genitales hayan sido aplastados o amputados”). La verdad es que la solución de la dificultad creada por dicha ley había sido resuelta mediante la aceptación del cumplimiento de la ley del sábado y otras obligaciones impuestas por el código de la alianza. Ellos tendrán el derecho de acceso al templo, que es la casa de oración para todos los pueblos (Mt 21,12 y par.), podrán ofrecer el culto y los sacrificios.

 

La imposibilidad de tener descendencia tenía como consecuencia que los eunucos fuesen despreciados. No obstante, el profeta les concede la alegría de pertenecer a la comunidad como consecuencia de su devoción religiosa y de su entrega al Señor. El libro de la Sabiduría lo expresa así: “Pero aún estéril, dichosa es la incontaminada, que no conoció el lecho pecaminoso; tendrá parte en el premio de las almas santas. Dichoso también el eunuco, que no ha obrado la maldad con sus manos ni ha concebido malos pensamientos contra el Señor, porque le será otorgado un especial galardón por su fidelidad, y un muy deseable puesto en el templo del Señor” (Sb 3,13-14).

 

El evangelio de hoy resuelve el problema apuntado en la primera lectura desde el principio establecido por Jesús (tercera lectura). Sorpresa. Desconcierto. Escándalo. Tres aspectos que confluyen en esta pequeña unidad literaria que constituye el evangelio de hoy. Nos habla de una mujer “cananea”. El evangelista Marcos la denomina “sirofenicia” (Mc 7, 24-30). Mateo utiliza un nombre más arcaico al llamarla “cananea”. Desde el punto de vista del contenido ambos coinciden. Porque su interés al presentar a esta mujer en escena es afirmar que era pagana, no judía. En el AT Tiro y Sidón designan la tierra de los paganos (esto justificaría la presentación de Marcos). También según el AT Canaán era el país pagado (esto justificaría la presentación de Mateo).

 

Tenemos servida la sorpresa. Según la mentalidad judía de la época, esta mujer “sirofenicia” o “cananea” no tenía derecho alguno a beneficiarse de la salud-salvación; que era concedida únicamente a los habitantes de una tierra que Yahvé había concedido a los suyos. (Hablamos de los tiempos de Jesús; los Palestinos de hoy no estarían de acuerdo con esta afirmación). En la mujer en cuestión convergen todos los agravantes de la exclusión de cualquier beneficio que un rabino pudiera concederle: en una sociedad eminentemente “machista” estaba muy mal visto que una mujer tuviese la osadía de hablar tan siquiera con un doctor de la Ley , ni daba buena imagen al doctor de la Ley ni justificaba que la mujer se considerase con derecho alguno para acercarse a él.

 

Por ser una mujer pagana era “impura” desde la cuna y esta impureza legal era una etiqueta que descalificaba a las personas con las que entraba en contacto. Inmediatamente antes de la presente unidad literaria nos ofrece Mateo (15,1-20) la crítica más acerba a esta mentalidad que los puritanos de la época consideraban por encima de cualquier mandamiento.

 

Literariamente la escena está construida sobre el esquema de petición-negación en un “crescendo” que, partiendo del silencio (Jesús ni siquiera contesta a la primera intervención de aquella mujer), continúa resaltando la limitación del campo de la misión de Jesús a los judíos y alcanza su culminación estableciendo la distinción brutal entre los hijos y los perros.

 

La causa del silencio de Jesús la expondremos más abajo. Pero antes de hacerlo, y dada su amplitud, debemos explicar una de las frases más duras del evangelio, sobre todo porque se halla en labios de Jesús: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”. ¿No justifica esta frase que, en la línea introductoria, hayamos escrito la palabra escándalo? Mateo repite la dura expresión de Marcos, sin suavizarla lo más mínimo, como hace en otras ocasiones: los gentiles son llamados “perros”, los hijos son los judíos. Se establece así la perspectiva, al menos cronológica, de la historia de la salvación: primero los judíos, luego los paganos (Rm 1,16). La mujer pagana acepta con humildad la discriminación que suponía la frase y la utiliza como argumento para reforzar su petición.

 

La escena pretende ofrecernos la actitud de Jesús frente a los paganos. Para comprenderla resulta interesante la comparación entre Marcos y Mateo. Ambos coinciden en que la misión de Jesús durante su ministerio terreno se limitó al pueblo judío. Ambos coinciden en que Jesús, en este caso, realizó una excepción. Mateo, sin embargo, nos da la razón por la cual Jesús hizo esta excepción. Y la razón es la fe tan grande de aquella mujer (lo cual es omitido por Marcos). Entonces resulta que la excepción no es propiamente una excepción. Estamos, más bien, ante un principio general: los no judíos tienen los mismos privilegios, que ellos creían poseer en exclusiva, con tal de que tengan fe suficiente.

 

Se repite aquí el caso del centurión romano (8,5-10): “no he hallado fe tan grande en Israel”. Un principio que servirá para establecer las condiciones de pertenencia al nuevo pueblo de Dios. En lugar de “condiciones” habría que ponerlo en singular, ya que la condición única es la fe. La Iglesia descubrió muy pronto este principio y comenzó a aplicarlo (como lo hizo el apóstol Pablo en los primeros capítulos de la carta a los Romanos).

 

La mujer cananea se dirige a Jesús con el mismo título mesiánico que era dado al futuro “rey de Israel”: “Hijo de David”. Y la petición “ten piedad de mi” es la que suena constantemente en los salmos y sigue siendo utilizada con mucha frecuencia en el culto cristiano. Es una oración de petición que arranca de una fe profunda en que Dios, en este caso Jesús, puede hacer lo que se le pide, y de una confianza ilimitada en que lo hará. La fe es el distintivo esencial del cristiano. Una fe que recibe lo que quiere, porque lo que quiere es la voluntad de Dios. La lucha que esta mujer mantiene con Jesús, que la rechaza una y otra vez, resulta paradigmática. Está en la línea de lo mandado por Jesús: “pedid... buscad... llamad...". Esto es lo que define sustantivamente al hombre.

 

De ahí la necesidad de “luchar” con Dios en el terreno de una oración perseverante. La cananea obtuvo lo que pedía porque se mantuvo en esta actitud de esencial pobreza. Ante ella aparece la palabra de Dios: “recibiréis... hallaréis... se os abrirá” (7.7). Tres aspectos que definen a Dios (como los tres mencionados anteriormente habían definido al hombre). Dios y el hombre puestos frente a frente y haciendo cada uno lo que le es propio.

 

Hemos dejado el desconcierto para el final. Nos referimos al contenido de la oración de la mujer sirofenicia o cananea: “la liberación de un demonio muy malo” que atormentaba a su hija En tiempos de Jesús existe una cosmovisión polidemonística. Los demonios son espíritus o seres superiores al hombre. Pueden ser buenos como los que posee Cristo (Ap 3,1; 1,4; 4,5; 5,6: “los siete espíritus”). Si el demonio es un espíritu bueno, se dice que el hombre lo tiene. Si el espíritu demoníaco es malo es él el que tiene al hombre, el hombre está poseído por él.

 

La personalidad más destacada de los demonios reside en que son generadores de enfermedades. No debe pensarse que el NT atribuye todas las enfermedades a los demonios. Pero, dicho esto, también puede afirmarse que el hecho de que existan enfermedades en el presente eón, del que el jefe supremo es Satanás (Jn 12,31), el Mal, del tipo que sea, es inseparable de él. Esto explica que Jesús considere como esclavizada por Satanás aquella mujer que arrastraba hacía tantos años su enfermedad y que nadie hubiese podido hacer nada para curarla (Lc 13,11). Ciertamente que no todas las enfermedades son obra del demonio, pero todas ellas pueden ser consideradas como tales. Todas ellas tienen que ver con el Mal o con el Maligno. En modo alguno deben ser consideradas desde la culpa o responsabilidad moral de aquel que las padece. Jesús se opuso radicalmente a esta mentalidad de sus contemporáneos (Jn 9,3).

 

Jesús se reconoce y se autopresenta como Aquel que quiebra el poder del diablo y de sus ángeles, porque él es en quien se halla el señorío de Dios para los hombres (Mt 12,28 y par.). Exactamente por eso la curación de los posesos es un punto esencial en la información de los evangelios y del libro de los Hechos. También es esencial que la expulsión de los demonios tiene lugar mediante una orden cursada en el poder de Dios, en contraposición a los conjuros y a la magia.

 

El apóstol Pablo, al debatirse en el problema del rechazo o repulsa de Israel (segunda lectura), entre las justificaciones teológicas que menciona, hace referencia al beneficio que esto había supuesto para los gentiles: ¡éstos son los judíos! Ahora se dirige a los beneficiados, a los gentiles cristianos, con la advertencia de no presumir de los favores o de la gracia recibida. Este pensamiento le vuelve a la posibilidad de la conversión de Israel.

 

El plan salvífico de Dios debe verse a larga distancia. La elección de Dios supone un plan y designio permanentes. La “desobediencia” -palabra clave en estos últimos versículos- incluye la infidelidad. Claro que los judíos podían responder que ellos eran fieles y creyentes, porque observaban la Ley. Pero aún así, responde Pablo, que se oponían al plan de Dios porque rechazaban el evangelio. Y este debate hace que la convicción “nueva” -distinta de la que había tenido en el judaísmo- aflora a su conciencia mediante la afirmación final: “Porque Dios nos encerró a todos en la desobediencia para tener misericordia de todos”.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral