TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Jr 20,7-9
2ª lectura: Rm 12,1-2
3ª lectura: Mt 16,21-27

 

Jeremías nos expone su experiencia de Dios y las consecuencias que ha vivido desde las implicaciones y complicaciones que tuvo para él. La lectura de hoy forma parte de sus “confesiones”. Entre los múltiples aspectos de esta personalidad excepcional del AT destaca el de su misticismo incomprensiblemente unido a la política. Por entonces religión y política eran inseparables. Los perjuicios que de su unión podían originarle afectaban únicamente al portador de la palabra de Dios. Siempre fueron beneficiosos para el pueblo (primera lectura)

 

La palabra de Dios tiene en sus entrañas un poder irresistible, una belleza encantadora, una denuncia inevitable y unas exigencias contradictorias. Todo esto lo vivió Jeremías con una intensidad inimaginable. Sintió la seducción de Dios, experimentó su poder, manifestó y denunció sus exigencias. Ello le obligó a nadar contra corriente, aguas violentas arriba. Le arrastraron y, para silenciar su voz, lo metieron en un pozo o en una cisterna sin agua pero lleno de fango, que le llegaba hasta el cuello (38,6) de la que fue sacado gracias a la intervención de Abdemelek ante el rey.

 

Jeremías hace sus “confesiones” recogiendo en ellas cuanto de sublime e inhumano había experimentado. Llega a rebelarse contra Yahvé; se niega a volver a anunciar su palabra a sus conciudadanos y a declarar maldito el día en que nació. Y todo ello en el contexto tangible de la invasión que había experimentado por parte de Yahvé, en la contemplación de la seducción divina, en su rebelión contra Yahvé por la amargura de su palabra a la  que  está decido a no volver a hacer caso. Pero esta natural repugnancia y arrogancia se le vino abajo ante sus experiencias místicas: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir. Tú eras el más fuerte, y me pudiste”. No es posible decirlo mejor

 

El evangelio nos refleja en Jesús una experiencia semejante a la anticipada por Jeremías (tercera lectura). Esta pequeña sección tiene dos centros de interés: Jesús y sus discípulos. Los dos frentes se hallan cobijados bajo el mismo denominador común: pasión-cruz. Con la misma contrapartida: resurrección-vida. La escena sigue inmediatamente a la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo. La promesa de Cristo podía ser mal interpretada en el sentido de un señorío  y dominio semejantes al que ejercen los dominadores de este mundo. La reacción de Pedro ante el anuncio de la pasión nos da pie para pensar que su concepción  del reino de Dios era demasiado rastrera, en absoluto desacuerdo con el pensamiento de Jesús. Las cosas debían quedar claras para que los discípulos de Cristo no se llamasen a engaño.

 

Esto le obliga a Jesús a intentar que sus discípulos vayan tomando conciencia de la suerte que les espera. De este modo, y por esta causa, aparecieron las predicciones de la pasión. En su forma actual ninguna de ellas se remonta a Jesús. Están formuladas con tanta precisión, peculiaridades y detalles que nos obligan a pensar en algo que ya había ocurrido y a lo que se encierra en un molde preexistente. Serían unas predicciones ex eventu. Más aún, en su forma actual los discípulos no se hubiesen enterado de nada. El evangelio de hoy nos cuenta la primera de ellas (las otras dos las tenemos en 17,22-23 y 20,17-19). Es demasiada la teología y cristología subyacentes para que aquellos “discípulos” o cualquier persona, por docta que fuese, hubiesen podido adivinar el camino al que apunta Jesús.

 

La confesión de Jesús como el Mesías (relato inmediatamente anterior sobre la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo) fue ampliada  en el sentido cristiano de la fe: Mesías doliente y resucitado. Aunque sea telegráficamente deben ser mencionadas una serie de características: a) el motivo del sufrimiento, que procede del evangelio original (Mc 10,38-39;12,6ss...); b) el material procedente de los relatos de la pasión-resurrección y su vinculación a Jerusalén; c) el análisis literario-teológico subyacente: “sufrir”, “sufrir mucho”, “ser rechazado”; “los ancianos, sumos sacerdotes y escribas”, que constituyen  un trío redaccional de los enemigos de Jesús; “matarle”; “resucitar”; “después de tres días”, que es sinónimo de “dentro de tres días” o “al tercer día” (1Co 15,3); “tiene que” o el imperativo-decisión divina; los hombres actúan en la pasión sólo en apariencia; es el plan divino o las Escrituras donde se halla trazada la marcha de los acontecimientos.

 

Lo dicho anteriormente sobre la inverosimilitud de hallarnos ante las mismísimas palabras de Jesús, no significa que no escuchemos en las predicciones de Jesús su misma voz, es decir, que no debe excluirse que se hallen subyacentes auténticas sentencias o logia de Jesús elaboradas y perfiladas en el decurso de la tradición: la tradición nunca hubiese llamado Satanás a Pedro. Al “jefe” no se le insulta, se le alaba o se le disculpa; igualmente es incuestionable que debió haber un “debate” sobre la peligrosidad del viaje a Jerusalén  (Jn 11,7-16); también parece histórica su vinculación a Cesarea de Filipo: los nombres de lugar no son argumento demostrativo de una tradición segura, pero en este caso se trata de algo desacostumbrado y que encaja en el contexto.

 

Es preciso buscar un lugar aislado cuando se trata de revelar o pulsar la opinión de las gentes y de los seguidores de Jesús sobre su identidad. Sobre todo sería incomprensible que la comunidad posterior hubiese inventado la actitud titubeante o rechazadora de Jesús en relación con el título de “Cristo” o Mesías. La mayor verosimilitud en este terreno nos llevaría a la conclusión de estar ante una formulación corta, como la siguiente: “El Hijo del hombre ha de ser entregado en poder de los hombres” (Lc 9,44).

 

Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios tiene que subir a Jerusalén, tiene que sufrir. -El Hijo del hombre, la persona en la que confluyen la realidad divina y la humana, Dn 7,13ss- tiene que subir a Jerusalén y padecer, morir y resucitar. Todo ello desde la libertad más profunda de quien no huye ante un destino adverso, que conoce de antemano, y desde la implacable necesidad de un “tiene que” ineludible, que traduce el misterio de una voluntad superior, la del Padre. Jesús se manifiesta como el Mesías, pero un Mesías doliente, encarnación perfecta del Siervo de Yahvé: abrumado por el dolor, horrorizado por el sufrimiento, desfigurado  por los  padecimientos,  despreciado  por su  aspecto quebrantado (Is 53). Sabiendo, por otra parte, que este destino es pasajero, que será el vencedor de todo lo que le ha vencido, incluida la muerte.

 

Pedro no comprende: “Dios no lo quiera; no te ocurrirá eso”. Se han ensayado distintas traducciones de las palabras de Pedro. El texto griego se presta para ello. El sentido, no obstante, parece ser el siguiente: Dios será compasivo contigo. No tiene nada contra ti. No puede permitir que te ocurra eso. Las palabras de Pedro manifiestan la rebeldía y la repugnancia contra el sufrimiento del justo, del inocente. La misma rebeldía y repugnancia que constituyen el centro de gravedad del libro de Job y de muchos salmos. La reacción de Jesús es la misma que tuvo en el momento de las tentaciones: “Apártate de mí, Satanás; eres escándalo para mí”. Sencillamente porque le estaría incitando a separarse de Dios y de su voluntad.

 

Para la descripción de las exigencias del discipulado cristiano -segunda parte de la unidad literaria que estamos comentando- el evangelista Mateo ha recurrido, como lo hace frecuentemente, a la sistematización de sentencias, originariamente independientes y autónomas, y que él ha unido en una secuencia única aparentemente lógica. Son cinco sentencias o logia en total. Todas ellas están dirigidas a los discípulos. Las tres primeras son una explicitación del mandamiento supremo: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas del propio ser (Dt 6,5). Lo veremos a continuación.

 

Los discípulos deben correr la misma suerte que el Maestro. Las sentencias que vienen a continuación lo ponen de relieve. La fidelidad total en el seguimiento de Cristo implica  frecuentemente dificultades y hasta persecuciones. La negación de sí mismo implica la entrega total al cumplimiento de la voluntad de Dios. Aceptar el discipulado cristiano sin condiciones, con todas las implicaciones que lleva consigo es cargar con la cruz. Si los discípulos no pueden aspirar a ser más que el Maestro deben estar dispuestos a lo mismo que él (10, 24,33). Llevar la cruz no es una referencia a la muerte de Jesús en cruz. Ella se convirtió en el símbolo o metáfora que indicaban el sufrimiento, la lucha, la agonía con toda su crueldad.

 

Sigue el proverbio paradógico de entregar o perder la vida y encontrarla de nuevo. El juego de palabras está justificado desde el doble sentido que tiene la palabra “vida”. Se habla de entregar o perder la vida “corporal”  -se presuponen las persecuciones e incluso el martirio- para hallar o afianzarse en la vida “espiritual”. El discípulo de Jesús no se pertenece; pertenece a la familia de Jesús (10,24-32). Le ha entregado la vida. Pero esta entrega de la vida ha sido hecha al autor de la vida. Entonces la vida “corporal” entregada adquiere toda su dimensión en la vida eterna, en la vida de aquel a quien nos hemos entregado. Por el contrario, aferrarse a la vida "corporal, ”saliéndose de la esfera de la vida inextinguible, significa entrar en el círculo inexorable de la muerte.

 

¿Existe algo que pueda ser comparado con el valor de la vida? La vida es el supremo bien. Debe ser la vida la que determina y condiciona el valor de las cosas. Luchar por ellas no tiene sentidosi peligra la vida misma. ¿Para qué servirán después? (Lc 12,16-21: parábola del rico insensato). El hombre con vocación de “almacenista” no tiene razón de ser a los ojos de Dios. Toda ganancia, por cuantiosa que sea, es un mal negocio si el hombre se auto-destruye con ella. En el momento último, cuando el hombre se encuentre con el Hijo del hombre, no contará lo que tiene o tuvo, sino lo que es e hizo.

Esta sentencia sobre la retribución expresa la verdad psicológica profunda según la cual la felicidad huye de los que la buscan directamente con preferencia  a la búsqueda de la voluntad de Dios, es decir, lo que es recto. Resulta sorprendente el cambio del amor de Dios  por el seguimiento o amor de Jesús, el Hijo del hombre. Ambas expresiones indican la misma realidad. Una buena sentencia para terminar el comentario de hoy es la siguiente: “Y en ti, ¡oh Señor!, está la misericordia, pues das a cada uno según sus obras” (Sal m62,13).

 

El enjundioso pasaje de la carta a los Romanos (segunda lectura) implica irremediablemente al hombre en el reclamo de la palabra de Dios. Viene a continuación del pensamiento fundamental del Apóstol: Ha demostrado amplia y profundamente la nueva vida concedida por Dios a los hombres en Cristo. Después de presentar el kerigma cristiano de múltiples maneras, tiene que descender ahora a lo que él significa y exige para el hombre.

 

En tan breve espacio establece Pablo el fundamento de la vida cristiana: es la sumisión total y la obediencia incondicional a Dios. Como había enseñado Jesús: amor a Dios y al prójimo. La vida cristiana se halla iluminada desde “el sacerdocio de los fieles”, como una liturgia viva. El cristiano está sometido a una transformación que consiste  en la renovación de la mente, adaptándose a lo que la voluntad de Dios significa en referencia a su conducta: debe vivir de acuerdo con su voluntad. Y esto obliga a descubrir lo que es bueno en sí, agradable a Dios y obligatorio aquí y ahora para el hombre.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral