TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXVI

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ez 18,25-28
2ª lectura: Flp 2,1-11
3ª lectura: Mt 21, 28-32

 

Ezequiel se halla atormentado por el tema de la vida y de la muerte. De la vida y de la muerte en cuanto trascienden las fronteras del suceso humano como tal. La vida y la muerte se producen en la medida de la proximidad con la Vida o en la lejanía de la misma. Mientras la enfermedad, el sufrimiento y la adversidad son formas indicadoras de la muerte, la felicidad, la prosperidad y el bienestar son formas significativas del contenido de la verdadera vida (primera lectura).

 

Si el hombre perverso se arrepiente su pasado no será recordado y si el hombre justo se inclina hacia el mal su pasado de justicia dejará de ser un aval para la vida. Dios no quiere la muerte del hombre, sino que se convierta y viva. El problema no se resuelve apelando a la injusticia divina. Los interrogantes divinos son argumentos definitivos que no necesitan ni admiten contestación: ¿Es injusto mi proceder?; la traducción del pensamiento de la frase hebrea al castellano sería: “Mi proceder no es injusto”. Lo mismo debe hacerse con la segunda frase: “¿O no es vuestro proceder el que es injusto?”, es decir, “la injusticia está  en vuestro proceder”.

 

La síntesis de la primera lectura sería la siguiente: el problema no está en la injusticia divina, sino en la falta de justicia en Israel, en el pueblo de Dios y en los miembros que lo componen. Precisamente a causa de su injusticia, sus ojos se hallan oscurecidos y no verá y, por consiguiente, no caminará por el sendero de la Vida. No olvidemos que es el profeta Ezequiel quien ha puesto de relieve con la mayor claridad y peso el tema de la responsabilidad personal (Ez 18,19-22).

 

El evangelio de hoy acentúa el mismo tema de la responsabilidad personal en la comparación de las palabras y de los hechos correspondientes (tercera lectura). La pertenencia al Reino se logra con la aceptación incondicional de la voluntad del rey. Los fariseos, por creerse ya justos, no podían aceptar el constante llamamiento de Cristo a la conversión (Mc 1,15; 2,16; Lc 15,17-19). Cuando contesta Jesús la grave acusación que le hacían sus enemigos de frecuentar el trato con los pecadores, tiene en cuenta la necesidad urgente que los enfermos tienen de médico.

 

La ocasión concreta de esta parábola se la brindan a Jesús los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo al preguntarle por la autoridad que debía justificar su actitud “purificando” el templo, derribando las mesas instaladas en él... Pero, además de eso, invita a sus acusadores a la reflexión sobre sí mismos, sobre su conducta en relación con el Reino. Esto es lo que se pone de relieve en la parábola de los dos hijos desiguales o de la desobediencia obediente y la obediencia desobediente

La parábola ha sido considerada como un comentario midrásico a Mt 21,23-27: cuestionamiento de la autoridad de Jesús. Así es, en efecto, teniendo en cuenta el contexto en que la sitúa Mateo. Pero es perfectamente justificable desde las discusiones de Jesús con sus adversarios. Es una parábola específica de Mateo y muy similar a la del hijo pródigo de Lucas; aunque más sobria que ella, el contenido es idéntico. Las dos han podido brotar de la misma raíz.

 

La parábola describe una escena familiar fácilmente imaginable. Que aluda a un caso ocurrido en una familia determinada, o que haya sido inventada por el parabolista con un fin didáctico es secundario. Sabemos, sin embargo, que la desobediencia obediente del que respondió a su padre no quiero, pero después se arrepintió y fue, y la obediencia desobediente del que dijo voy, señor, pero no fue, son escenas muy vivas y reales. Porque existe, dentro de la misma familia, gran diversidad de temperamentos: el hombre de carácter violento y extremista que reacciona espontáneamente en contra de lo mandado, pero que luego llega el momento de la reflexión, se arrepiente y cumple. Y el que por naturaleza es tímido, a quien falta valor para decir “no” a cualquier indicación del superior y acepta con obsequiosidad protocolaria un mandato que en su interior no piensa cumplir.

 

La parábola esclarece una verdad de tipo religioso. Exactamente eso es lo que ocurre en la familia del Padre celestial, compuesta en los tiempos de Cristo por dos grupos bien definidos: los judíos y, más en concreto, los observantes, los cumplidores de la Ley, los “justos”, los santos... y los paganos, los no judíos de raza y los judíos que desconocen la Ley, y esa gente que ignora la Ley son unos malditos (Jn 7,49).

 

El grupo segundo, la gente maldita por ignorar la ley, desobediencia obediente, está retratado en el hijo mayor de la parábola. La conducta del hijo menor de la parábola, obediencia desobediente, refleja la actitud petulante de los que creían tener la exclusiva en la familia de Dios. Y precisamente por este exclusivismo exacerbante no podía entender que Jesús alternase con los  considerados pecadores por la sociedad. Y, al hacerlo, quedaba también él catalogado entre ellos, nosotros sabemos que ese hombre es pecador (Jn 9,24).

 

En el padre que envía a sus hijos a trabajar en la viña se adivina, fácilmente, teniendo en cuenta la imaginería simbólica utilizada, la relación paterno-filial, la que une a Dios con los suyos. Ladesobediencia obediente es la obediencia del creyente (Mt 12,50: “El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, ése es mi hermano, mi hermana y mi padre”. Tema predilecto de Mateo.

 

Llegamos así a la enseñanza fundamental de la parábola. Debemos leer entre líneas el siguiente interrogante dirigido por el Maestro a sus enemigos: ¿No entendéis por qué mi mensaje se dirige a los culpables? Por varias razones. No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Pero hay más. A los mandamientos de Dios habéis respondido vosotros con muy buenas palabras. Palabras,  palabras, palabras. Pero eso no basta. Para entrar en el reino de los cielos se requiere algo más: No todo el que dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos,  sino el que hace la voluntad  de mi Padre  que está  en los cielos (Mt 7,21).

Por el contrario, los publicanos, los pecadores, los despreciados como “malditos de Dios”, rechazaron de momento sus preceptos, pero también para ellos llegó el momento de la reflexión. Se arrepintieron. Hicieron penitencia. Cumplieron la voluntad del Padre, que los invitaba a trabajar en la viña. También ellos eran hijos, aunque llamados más tarde, porque así entraba en los designios de Dios.

 

Las palabras deben ser respaldadas por las obras. “Obras son amores, y no buenas razones”. La tradición judía traducía nuestro aforismo por la prioridad de las obras sobre las palabras. Ésa es la justificación del título paradójico que hemos estado dando a esta parábola. En ella Jesús implica a sus hostigadores. Les obliga a dialogar. Sin darse cuenta cayeron en la trampa, llegando a la conclusión a la que Jesús les quería llevar. La invitación abierta se cierra mediante la fidelidad al Invitante. Porque, en materia moral, no basta la intención, la palabra o los buenos deseos. La instancia última en cuanto al valor argumentativo la tienen las obras.

 

¿Cuál de los dos hizo la voluntad del Padre? Le respondieron: “El primero”. Jesús les dijo: “En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios”.

Esta conclusión debió causar un desasosiego exacerbante en el auditorio de Jesús. Era algo inaudito. Nadie hasta entonces se había atrevido a comparar a un observante de la Ley con un publicano o con una prostituta. Y menos todavía a dar la precedencia a los segundos.

 

Pero el veredicto lo habían pronunciado ellos mismos. Implicados en el diálogo, y por elemental coherencia lógica, habían tenido que aceptar algo cuyas consecuencias deduciría con fluidez contundente el Parabolista. Los publicanos y las meretrices pertenecían al “ham-ha-ares” o al pueblo maldito de la tierra.

 

La razón última de este hecho paradójico, que los “impíos” entren a formar parte del Reino, mientras que los “piadosos” son excluidos de él, nos la da el mismo Cristo: los primeros aceptaron su llamada urgente a la conversión; los segundos, por creerse ya justificados, rechazaron al portador de la justicia salvadora y quedaron por lo mismo excluidos del Reino. ¿De una manera definitiva? La parábola no lo dice. Únicamente afirma que el camino por el cual marchan con plena convicción de llegar a una meta feliz y alcanzar un premio que ellos juzgaban sobradamente merecido es equivocado. Es evidente que también ellos, si se reconocen pecadores y necesitados de la aceptación del mensaje de salvación que proclamaba el Señor, tendrán acceso al Reino. Los doshijos desiguales simbolizan al verdadero y al falso Israel. El primero es el que dice sí a la última invitación de Dios al hombre. El segundo es el que se creía que, por haber dicho sí a la Ley, cuando ésta fue entregada a las naciones, bastaba. Este es el Israel de la carne; no el Israel de Dios (Ga 6,16).

 

La reflexión de Pablo sobre la vida de la comunidad tiene una actualidad permanente (segunda lectura). Si la comunidad quiere mantenerse firme frente a las dificultades que vienen de fuera, debe mantenerse cohesionada en la unidad interna. Para ello menciona los principios determinantes de la conducta cristiana: consuelo en Cristo, ánimo impulsado por su amor, participación común en el mismo Espíritu. Estas son las fuerza de arriba. Mirando a la comunidad: unidad en el amor; esto se opone a las envidias, a la soberbia, a la autosuficiencia, a no considerarse por encima de los demás.

 

La acentuación se orienta directamente a la imitación de los sentimientos de Cristo. Cristo es el ejemplo de una conducta que se caracteriza por una actitud humilde en el amor. La fe y la vida se entremezclan en una inseparable unidad. Del milagro de la encarnación se deduce todo lo que nosotros pudiéramos y debiéramos aprender: la disponibilidad humilde para el servicio de los demás.

 

Lo aparentemente  más sencillo y comprensible: el auto-ofrecimiento, se convierte en la expresión del movimiento más profundo hacia Dios. Así pensó y actuó el Cristo eterno. El descenso de Cristo desde lo más alto hasta lo más bajo fue el camino de Dios, que conduce a la victoria. Dios concedió al Crucificado el derecho que únicamente él posee: la adoración de la comunidad. Este es el sentimiento fundamental de este himno cristológico.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral