TIEMPO ORDINARIO, Domingo VII

Lecturas bíblico-litúrgicas: Lv 19,1-2. 18; 1Co 3,16-23;  Mt 5,38-48.

 

La ley de la santidad (Lv 19,1-2; 17-18), sección central y la más compacta del Levítico (Lv  17-26), trata de modelar el orden humano a parir de la santidad de Dios. Santidad es aquí un concepto que noi habla tanto de Dios en sí, cuanto Dios como fundamento del mundo. De ahí que sea una exigencia radical del mundo mismo para ser verddaderamente4 lo que es o está llamado a ser. La ley se dirige al pueblo de Dios en el mundo, para enseñarle el camino de acceso a la santidad de Dios o a la plena de sí mismo.

 

Según un pequeño código de preceptos que se inserta en el cewntro de la ley de la santidad, el hombre no tiene que dar muchos rodeos para responder a la exigencia de ser santo. El camino es el hombre hermano, el prójimo. En este pequeño código tanto en su forma como en su contenido, el prójimo se llama también pariente, conciudadano, hermano. Es el hombre de la comunidad humana, en la que todos tienen derechos y deberes.

 

Tal vez lo más impresionante de este código de preceptos fundamentales es su exigencia no sólo de obras, sino hasta de actitudes y sentimientos hacia el otro; de ellos son hijas las obras. Llama por sus nombres a las actitudes que no pueden llegar a ningún compromiso con la santidad: el odio, el rencor, la venganza; y a las que son exigidas por ella: la corrección o reprensión justa, el amor. Los primeros son sentimientos que niegan al otro, lo destruyen; por supuesto, destruyen también al sujeto del que emanan. La corrección del culpable y la denuncia del mal son exigencias radicales en el que busca el bien, y son también justicia que el hombre le debe al que está en el error. Es la señal de que busca afirmarlo

 

Pero la suprema afirmación del otro la hace el amor. El amor verdadero no es un  superficial y caprichoso sentimiento, que puede encubrir un solapado amor propio. Se salvaguarda de cualquier malentendido en un criterio y en una medida que deben valer para acreditarlo: amor al otro como a sí mismo. Este es el reto más grande que se puede hacer a la relación del hombre con el hombre. El yo es llamado a desplazase hacia el tú que está delante, a considerarlo como un yo y a comportarse con él como consigo mismo.

 

Las ley del talión. En el Salterio no todo es poesía. Al menos no todo nos suena como tal. Nos encontramos con salmos verdaderamente draconianos, que hieren profundamente los sentimientos no sólo cristianos, sino simplemente humanos. =oh Babilonia devastadora, dichoso el que te pague el mal que nos hiciste; dichoso aquel que agarre a tus hijos y los estrelle contra la roca (Sal 137,8-9; pueden verse también el Sal 35,8; 69,22-23; 109, 17-18).

 

Salmos sencillamente escandalosos para el hombre de hoy. ¿Cuál fue su motivación original? Estos salmos horrendos deben ser juzgados desde los principios siguientes:

 

>Los salmistas desean a sus enemigos aquello  que éstos querían hacer o habían hecho con ellos. Naturalmente que tampoco esto es evangélico. Pero sería también injusto juzgar estas manifestaciones desde la perfección evangélica. Lo justo es juzgarlos desde las categorías existentes en la época en que fueron compuestos. Si hoy nos horroriza la ley del talión deberíamos recordar que cuando fue formulada resultaba verdaderamente revolucionaria y progresista.

 

En el tiempo en que fue formulada, la venganza no reconocía límites. Cualquier clase de injuria o de perjuicio podía suscitar y justificar una venganza ilimitada. Por el contrario, la ley del talión dice: si te han perjudicado como siete, tú no pueden perjudicar, en tu venganza, más que como siete.

 

>Una segunda iluminación de estos salmos oscuros puede venir de que también ellos piden que les sea aplicado el mismo principio cuando sean culpables. En el fondo hay, por tanto, un profundo sentimiento de justicia.

 

>Finalmente, sería erróneo ver el odio como principio determinante de estos salmos. No son salmos de venganza, sino oraciones contra el mal, motivadas por el celo de las causas divinas. Es cierto que su intolerancia resulta absolutamente inviable entre nosotros. No olvidemos, sin embargo, que entre ellos y nosotros hay muchos siglos de distancia y en este medio está el evangelio.

 

Después de todo lo dicho debemos reconocer que la ley del talión no ha sido borrada definitivamente. El Vidente, profeta cristiano, la aplica a todos los enemigos que a ellos les habían perseguido, maltratado e incluso martirizado. Y cuando aplica a los enemigos el baremo que ellos han utilizado lo hace mediante un pequeño himno que recoge una invitación a la alabanza y a la alegría en el cielo: “¡Alégrate, cielo, por su ruina, y vosotros, creyentes, apóstoles y profetas, porque Dios ha vengado en ellos vuestra causa!” (Ap 18,20: los “santos”, en cuanto designación de los creyentes en general, los “apóstoles y profetas” son, en primer lugar, son los que han sufrido el martirio y ya se encuentran en el cielo.

 

La ley del amor al prójimo. Esta ley se halla formulada en el AT y a ella hemos hecho amplia referencia en la primera lectura. En su exposición el AT establece unas categorías que serán superadas por la enseñanza de Jesús sobre el tema en cuestión: el concepto de prójimo se halla circunscrito a los miembros del pueblo de Israel y a todos aquellos que de alguna manera habían sido incorporados al mismo. La segunda parte “odiarás a tu enemigo” no se halla escrita en ninguna parte de la Biblia. La habían deducido los judíos, a modo de conclusión, de la primera: todos los que no pertenecían al pueblo de Dios eran idólatras y, por tanto, eran enemigos de Dios. Ahora bien, como los judíos no conocían término medio ent5re el amor y el odio, el sentimiento por los no judíos lo habían formulado en términos de odio.

 

Jesús eleva el principio del amor al prójimo a categoría universal, sin hacer ninguna clase de distinción. No hacerlo así equivaldría a quedarse al nivel de los publicanos que, por solidaridad, estaban unidos entre sí y se amaban; o al nivel de los paganos. Y partiendo de un principio aceptado por los judíos: Debe imitarse la conducta de Dios, Jesús establece le principio del amor universal. Dios no hace distinciones, hace salir el sol para todos.  Es una nueva visión e interpretación de Dios, ya que los judíos consideraban que tenían preferencias casi en exclusiva ante él.

 

La última prescripción obliga, en forma imperativa, a la perfección. Una perfección que consiste en que nuestra vida y actividad constituyen una unidad. Toda para Dios. Sin establecer distinciones ni parcelaciones en el campo de la vida humana.

 

Una vez más el apóstol Pablo pone de manifiesto la esencia del mensaje cristiano (segunda lectura). Su autocomprensión desde la Ley fue reemplazada por la visión que da la gracia. Esta es la palabra mágica.

 

Pablo descubrió a Dios como gracia en el don supremo de su Hijo, merced a la acción del Espíritu Santo, y quedó extasiado ante la contemplación del gran regalo de Dios: el esfuerzo gi¡gantesco para acercarse a Diosa debía dar lugar a la acogida agradecida del Dios que se acerca al hombre. Por eso, az la gracia revelada y recibida responde constantemente el hombre con la acción de gracias (1Co 1,4...). En relación con Dios la gracia sitúa al hombre ante una actitud filial, amistosa y, por supuesto, de comunicación interpersonal. La “gracia” es un concepto esencialmente relacional.

 

La comprensión de la gracia hizo que Dios se le tornase a Pablo de forma emocionantemente cercano. La gracia es la prueba suprema de que Dios nos ama. Su presencia llegó cuando estaba previsto por Dios, con la venida de su Hijo, nacido de mujer, nacido sometido a la Ley (Ga 4,4; Rm 5,6.8.15). En ella nos ofrece Pablo su pensamniento más bello y profundo: “Sostenemos que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la Ley (Rm 3,28). Las obras o exigencias que el mensaje cristiano impone no son complemento de la fe, sino fruto de la misma.

 

Felipe F. Ramos
Lectoral