Tiempo ADVIENTO, Celebración I DOMINGO

Lecturas B

Evangelio: Mc 13,33-37.

            El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Respecto de aquel día y aquella hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solamente el PadreMirad, vigilad, pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡velad!.

 

Comentario: Sólo el hombre arrogante tiene a punto la solución válida para todos los problemas. Sólo él se atreve a descifrar anticipadamente los graves enigmas del futuro. Sólo él se arriesga a contestar certeramente los múltiples y complejos interrogantes que surgen desde todas partes. La historia posterior suele encargarse de demostrar su absurda e incomprensible petulancia. La recta actitud humana debe caracterizarse, más bien, por el humilde y significativo encogimiento de hombros ante tantas cuestiones abiertas que la vida ofrece; por la confesión adecuada de su radical impotencia; por el reconocimiento sincero de su gran ignorancia. Únicamente así se sitúa en el recto camino para obtener respuestas acertadas, posibilidades esperanzadoras, información enriquecedora.

             Este breve comentario a la pequeña apocalipsis sinóptica o al cap. escatológico-apocalíptico de Marcos nos presenta, personificada en Jesús, la verdadera actitud que el hombre debe mantener ante las cuestiones que le desbordan. Nos hemos permitido anteponer al título evangélico que hoy debemos comentar los dos versículos anteriores. Lo hemos hecho porque, según creemos, nos ofrecen un buen contexto para la mejor comprensión del relato  evangélico ofrecido por la liturgia. En ellos se acentúa la permanencia inalterable de la palabra reveladora de Jesús y la condenación de la cábala y de cualquier tipo de especulación para una datación cronológica del fin del tiempo.

             Lo absolutamente incalculable es Dios mismo, y de esta esencial incalculabilidad participan también sus planes. Todo intento de calcular aquello que existe en la mente divina en relación con temas o cuestiones que Dios mismo no haya manifestado es un gravísimo atentado contra el Dios bíblico y, por tanto, contra nuestro Dios. Sencillamente porque este intento equivaldría a rebajarlo, o pretender hacerlo, a un nivel controlable por el hombre; sería convertirlo en objeto medible mediante cifras, cábalas y computadoras; reflejaría la pretensión fatua de apoderarse de Dios, de domesticarlo, de manipularlo determinando incluso el momento del encuentro con él para el tiempo en que al hombre convenga; Dios sería puesto al servicio del hombre cuando lo correcto es que el hombre se coloque al servicio de Dios.

             De Dios sabemos lo que él quiso manifestarnos a través de su Hijo. Ahora bien, el cuándo tendrá lugar el fin del tiempo, cuando será arrancada la última hoja del calendario que yo tengo ante los ojos, cuando será escrito el punto y aparte final con que termine la historia humana en general, y la mía en particular, no entró, ni entra, en la revelación que Dios quiso hacernos. Estamos ante unarealidad incalculable incluso para el propio Hijo. El texto bíblico que hoy comentamos no lo puede decir con más claridad. En cuanto a ese día o a esa hora, nadie sabe nada, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre (v.32). ¿No es desconcertante la manifestación de esta ignorancia de Jesús? Naturalmente, esta ignorancia de Jesús creó problemas, y probablemente siga creándolos cuando dejamos de hablar de Jesús de Nazaret y situamos este tipo de declaraciones en el nivel de la doctrina sobre la Stma. Trinidad. Frente a esta postura será conveniente tener en cuenta lo siguiente:

a) Ni Jesús ni los evangelistas se hallaban preocupados por este tipo de cuestiones especulativas. Al afirmar la ignorancia del Hijo en este tema pretenden acentuar su total incalculabilidad. Si el Hijo no lo sabe, ni se atreve a calcularlo, ¡cuánto menos los simples mortales!. 

b) El texto resulta altamente sorprendente al hablar de Jesús, del Hijo, en paralelismo comparativo con los ángeles. La sorpresa desconcertante proviene de que, en lugar de mencionar al Hijo, debería hablarse del Hijo del hombre. Así ocurre habitualmente en los textos escatológicos cuando, junto a Jesús, son mencionados los ángeles. (Un buen ejemplo tenemos en Mc 8,38: “Si alguno se avergonzare de mí y de mis enseñanzas ante esta generación adúltera y pecadora, también se avergonzará de él el Hijo del hombre, cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles”). Esta observación nos parece particularmente importante porque se convierte en una flecha indicadora de la dirección en que debemos caminar  para interpretar correctamente el texto.

             Si se pretendiese poner de relieve la dignidad única de Jesús, en el plano de la doctrina trinitaria, se hablaría no simplemente del Hijo sino del Hijo de Dios, como ocurre en otros textos (Mc 1,1; 15,39). Ciertamente se supone una dignidad superior del Hijo sobre los ángeles, pero el acento recae no tanto en ella cuanto en que es el Hijo. Y el valor esencial de esta palabra está en afirmar su relación con el Padre, una relación de dependencia, de subordinación, de esencial referencia a él. El Hijo nos orienta al Padre, que se ha hecho presente en él.

             c) Todo esto puede sonar a subordinacionismo heterodoxo. No lo es. Deberíamos tener más en cuenta que Jesús de Nazaret, descendiente de David según la carne o genealogía humana, es constituido en Hijo de Dios y Señor -aunque ya lo fuese en su realidad exclusivamente divina, pero aquí no se trata de eso- a partir de la resurrección de entre los muertos. Hemos utilizado expresiones tomadas literalmente del texto sagrado (Rom 1,3-5; Hch 2,36). También deberíamos tener en cuenta que es Dios, el Padre, quien tiene la iniciativa en todos los momentos importantes de la historia de la salvación. Y no quiso satisfacer nuestra curiosidad revelándonos a través de su Hijo lo relativo al fin de los tiempos. Iría en contra de algo tan esencial, desde el punto de vista de Jesús y de los evangelistas, como es inculcar la necesidad de la vigilancia.

             La insatisfecha curiosidad sobre el cuándo tendrán lugar los últimos acontecimientos se halla ampliamente compensada por la absoluta seguridad de que ocurrirán. Plena fiabilidad de la palabra de Jesús: pasarán el cielo y la tierra, pero mis palabras no pasarán (v.31). En las palabras de Jesús, que no pasarán, no se hace referencia a enseñanzas concretas y determinadas. Es toda su enseñanza la que es caracterizada como permanente, incambiable, inmutable. Se refieren a lo que acostumbramos a llamar, utilizando el singular, su palabra. Es él mismo como Palabra, explicado y anunciado en múltiples palabras y enseñanzas.

             Se destaca la total fiabilidad de “sus palabras” frente a la transitoriedad del cielo y de la tierra. Con este lenguaje seguimos en el terreno de la apocalíptica. Bastaría remitir al libro de Isaías: los cielos se disiparán como el humo y la tierra se gastará como un vestido... Pero mi salvación permanecerá y mi justicia se mantendrá intacta (Is 51,6). El Vidente de Patmos lo ve ya realizado y lo describe así: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron...” (Apoc 21,1).

             La apocalíptica distinguía dos eones o mundos: el presente, que es transitorio y se halla simbolizado en “el cielo y la tierra” y el futuro, que es permanente y se halla descrito mediante la aparición de “cielos nuevos y tierra nueva” o mediante el recurso a la nueva creación (2Cor 5,17). La frase anterior de Jesús alude a esta mentalidad y afirma que su palabra, su presencia, inaugura el mundo nuevo en medio del antiguo. Con él ha aparecido ya la salud. Aquellos que lo aceptan pertenecen ya al mundo nuevo: son nueva criatura; hacen realidad la misteriosa expresión siguiente: “Yo os aseguro que no pasará esta generación antes que todo esto suceda” (Mc 13,29-30). Efectivamente, aquella generación pudo ver que muchos se abrían a la oferta divina de salvación hecha por Jesús y vinculada a su persona: aceptaron la última y definitiva intervención de Dios, creadora del mundo nuevo y permanente; vivieron de este modo el cumplimiento de lo que hasta entonces había sido promesa. Cierto que no vieron el fin del mundo. Pero Jesús no se refería a eso.

             Lo que se impone a todos  sin excepción alguna y de forma ineludible es la vigilancia.  Este último punto evoca inevitablemente el relativo a la incalculabilidad. Porque la vigilancia se hace innecesaria cuando se puede calcular la fecha en que tendrá lugar un determinado acontecimiento. Ahora bien, por lo que se refiere a la segunda venida del Señor o al encuentro definitivo con él, el momento es imprevisible. Y ante esta incertidumbre lo obligatorio para todos es la vigilancia, que significa lo siguiente:

             Plena responsabilidad ante las obligaciones que el Señor ha impuesto a cada uno de sus siervos, llenando nuestro tiempo en el cumplimiento de las mismas. Esto es lo que se deduce de la imagen utilizada por Jesús. Organización de la vida desde las perspectivas y exigencias que la palabra del Señor impone a quienes la aceptan en la fe. Actitud de expectación tensa y de esperanza firme, que prohiben la planificación de la vida humana como si tuviese aquí su morada permanente.Esfuerzo continuado para no dejarse vencer por el sueño, la oscuridad y las tinieblas. No vivir en la noche -símbolo del mal y de la valoración antidivina de las cosas-  puesto que somos hijos de la luz -que simboliza el mundo de Dios-, transformando constantemente nuestra mente para no acomodarnos al mundo presente (Rom 12,2). Determinación del momento presente de nuestra existencia desde el futuro en el que tendrá lugar  el encuentro definitivo con el Señor.

Felipe F. Ramos
Lectoral 

LectoralLitúrgicas:
1ª lectura: Is 40,1-5.9-11
2ª lectura: Rm 15,4-9
3ª lectura: Mc 1,1-8
Comienza aquí el Deuteroisaías o la segunda parte del libro de
Isaías. Es el libro de la consolación. El profeta dirige a los desterrados
de Babilonia el mensaje de su liberación. Comienza con un imperativo
“duplicado”: “consolad, consolad...”. Esta duplicación expresa la
intensidad de los sentimientos narrados a continuación (primera
lectura). En obediencia al mandato divino, el profeta se dirige al
pueblo santo (En este pasaje Jerusalén tiene un significado teológico,
no geográfico anunciándole que su duro servicio ha llegado al final. Es
sorprendente la afirmación del pago doble por la deuda contraída.
Probablemente porque el castigo fue impuesto por Dios mismo a
quien habían ofendido gravemente.
La voz que grita puede ser entendida poéticamente, en el
sentido de “así dice el Señor” o mitológicamente, como inspiración
que viene de lo alto emitida por algún miembro del consejo divino. Lo
que se pretende es acentuar que no es una palabra propia del
profeta, sino recibida, e indica el tema principal del camino de Yahvé.
La vuelta del destierro es, en cierto modo, la venida de Yahvé para
llevar el rebaño al redil; ello implica una teofanía. En el tercer Isaías
(57,14), el camino es el camino de la vida.
Esta presencia es la revelación de la gloria de Yahvé. La palabra
subrayada va más allá del “honor” y se hace sinónima de la
revelación: “aquí está vuestro Dios”. La revelación es anunciada por
un heraldo, que debe ser entendido de forma colectiva: se referiría a
Sión o a Jerusalén (sería el “Siervo de Yahvé” de otros oráculos), que
anuncia el retorno a las ciudades de Judá, es decir, se