EL BAUTISMO DEL SEÑOR

Evangelio: Mc 1,6b-11:

En aquel tiempo proclamaba Juan: Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo. Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, mi preferido.

 

Comentario: Normalmente lo anecdótico no tiene pretensiones de trascendencia. Se sitúa, más bien, en el terreno de la curiosidad. Curiosidad reveladora, al menos en ocasiones, de la intención del narrador. Ley respetada y gustosamente aceptada por los relatos evangélicos. Marcos nos ha presentado con gran sobriedad la figura  del que clama en el desiertopreparando el camino del Señor y anunciando el bautismo de penitencia para el perdón de los pecados.  A continuación viene la anécdota chocante, no recogida en el texto que nos ofrece la liturgia de hoy, sobre el vestido y la comida del Precursor. ¿Anécdota solamente?. El contexto evangélico nos parece excesivamente serio para pensarlo así. En medio de algo tan trascendente como lo anunciado desdice la anécdota sobre el eremita austero y el asceta vegetariano que come y viste como nadie lo hacía en su tiempo.

Precisamente el evangelista pone de relieve esta peculiaridad única para destacar la misión, única también, del Bautista. La vida, la conducta, la comida y la bebida se hallan puestas al servicio de su misión, de la predicación, al estilo de las antiguas figuras proféticas, que también se caracterizaban por su extraño atuendo. La purificación anunciada por el Bautista es cuestión del corazón; se halla por encima de los ritos y costumbres de purificación que eran frecuentes en la época; nada tiene que ver con la pureza ritual condicionada por los judíos a la comida y al vestido. La pureza ritual ha sido superada por el Precursor y por Aquel a quien él anunciaba.

La presentación que, en esta ocasión, el Bautista hace de Jesús comienza con una comparación: Detrás de mí viene uno que es más fuerte que yo. La comparación se hace entre el fuerte, el Bautista, y el más fuerte, Jesús. Algo sorprendente y extraño. Porque, en el resto del Nuevo Testamento, el fuerte es el diablo; el más fuerte es el que lo ata; fuertes son los poderosos de la tierra, los reyes, los demonios...; más fuerte es Dios que los sobrepasa. La fortaleza y el poder son atributos divinos. Dios los demostraría al fin de los tiempos cuando tuviese lugar la superación y victoria sobre sus enemigos. Se trata de una creencia común que viene ya desde los tiempos del AT. De ahí que la expresión del Bautista nos sitúe en un contexto escatológico; nos habla de esos tiempos últimos que ya comenzaron con la venida del Mesías. En ese momento demuestra Dios su poder. Y el anunciador de esta presencia del Mesías, el Precursor del Señor, participa de esa fortaleza, es fuerte. Pero el que viene detrás de él es más fuerte, es el consumador, el juez, el salvador de ese tiempo último.

La presentación de Jesús como el que viene detrás de mí, también nos resulta desconcertante. Porque “venir detrás” significa dependencia, inferioridad, menor categoría: el discípulo viene detrás del maestro; el siervo viene detrás de su señor. No es necesario, sin embargo, cambiar el sentido normal de la expresión para que tenga justificación en nuestro texto. Porque, efectivamente, el más fuerte, el Señor, viene como un siervo. Es precisamente el Siervo de Dios que no vino a ser servido sino a servir y a dar su vida por todos.

Después de considerar separadamente las dos expresiones debemos volver a unirlas para lograr la inteligencia plena del texto evangélico. Cristo es el más fuerte porque él lleva a la perfección consumada la obra iniciada por su Precursor. Cristo viene detrás, en calidad de siervo, el Siervo de Yahvé, porque el Bautista había sido simplemente el iniciador escatológico del verdadero bautismo. Heraldo y rey se hallan englobados en el mismo acontecimiento escatológico. Inseparablemente unidos e infinitamente distantes. Ambos participan de la fortaleza divina, pero existe una fundamental diferencia: El más fuerte es el Señor divino; el fuerte es un profeta, su profeta y, por tanto, un esclavo puesto al servicio del Señor de infinita majestad.

La distancia se acentúa con la afirmación del Bautista que se confiesa indigno de realizar una labor propia de esclavos: desatar las correas de las sandalias del rey. Probablemente esta imagen del esclavo hace referencia a la práctica ritual judía según la cual los esclavos del templo debían soltar las correas de las sandalias de los sacerdotes antes de que éstos realizasen su servicio cultual. A estos esclavos se les consideraba tan impuros que se dudaba si sus manchas podrían ser borradas en el último día. El Bautista se confiesa inferior a cualquier esclavo ante su señor. Con ello se pone de relieve que el más fuerte es una figura divina. Ante ella se inclina el Precursor como ante Dios mismo, a pesar de ser, o precisamente por serlo, la voz de Dios para preparar el camino de su Enviado.

La comparación sigue en la imagen del bautismo de agua y el bautismo del Espíritu. La coincidencia de la imagen está en que ambos bautizan. La diferencia está en el medio utilizado: el agua o el Espíritu. En el bautismo de Juan el agua es símbolo de purificación, exhortación a la conversión y medio para suscitarla. En el bautismo de Jesús el Espíritu es el principio vital. En el bautismo de Juan se acentúa más el quehacer humano; en el de Jesús la iniciativa y la eficacia divinas en el acontecimiento escatológico. El Bautista habla del comienzo, del principio, del plan divino; Jesús habla del final, de la consumación, de la perfección del mismo plan divino. Juan ha comenzado; Jesús llevará dicho comienzo a su plenitud. Hasta que llegase el fin, con la presencia de Cristo y la institución de su bautismo, el de Juan era una especie de sacramento que apuntaba al camino único de salvación.

Lo más importante de este breve relato nos lo ofrece la teofanía que lo escenifica como un acontecimiento controlable, cuando no puede serlo. Deben destacarse como pertenecientes a la intención más profunda del evangelista los elementos siguientes: la apertura del cielo significa que Dios se ha hecho presente en Jesús. Según la mentalidad antigua, sin dicha apertura Dios no podía hacerse presente, se lo impedía el firmamento que, al ser compacto, impedía que el mundo de arriba se comunicase con el de abajo; la voz que resonó desde los cielos manifiesta el verdadero centro de gravedad de la escena: estamos ante una revelación. Así lo habían experimentado y expresado los grandes profetas, como Amós, Jeremías, Isaías y otros. También ellos vieron el cielo abierto u oyeron una voz del cielo. En estas formas de epifanías, de manifestación divina, recibían el encargo que Dios les confiaba de hablar en su nombre a los hombres. Nada extraño que, al aparecer el verdaderoProfeta, haya tenido lugar esta visión de los cielos abiertos. En este caso, la palabra reveladora de Dios se compone de dos citas del A.T: la referente a la filiación procede del Sal 2,7. La relativa al “amado o preferido” la utiliza Is 42,1 para definir al pueblo “elegido”. Al unir ambas se logra el intento de presentar a Jesús como el consumador del tiempo último, el que actúa en lugar de Dios.

Otro detalle fundamental lo constituye la visión. No se trata de algo físico, asequible mediante los ojos de la cara. Pertenece al terreno de la revelación.  De hecho sólo la tuvo Jesús. En este momento afloró a su conciencia, mediante la revelación a la que nos hemos referido, su categoría mesiánica, el descubrimiento de que Dios se hallaba presente en él de un modo singular. Algo que ya estaba presente, ahora se hace patente. Lo importante no es el modo, sino la realidad que se describe mediante esta visión: el mundo de lo divino, el mundo nuevo, que ya en el A.T. y en la literatura judía, se había vinculado a la persona del Mesías, se establece en la tierra.

Para describir la venida de Dios a nuestro mundo en la persona de Jesús, para afirmar la distancia “infinita” desde más allá del firmamento hasta la persona de Jesús se recurre a la imagen más rápida conocida entonces para salvar estas distancias: el vuelo de un ave. Un ave de rapiña no sería la imagen adecuada como símbolo del Espíritu. Por eso se recurre a la paloma. Los antiguos verían  con toda naturalidad que se recurriese a ella. Su sencillez era proverbial (Mt 10,16). Por otra parte, se creía, erróneamente, que la paloma no tenía bilis. En algunas mitologías la paloma era considerada como ave sagrada. Y no debemos olvidar que su vuelo lento y contenido podía evocar y representar aquel moverse del espíritu de Dios sobre las aguas al principio de las cosas (Gen 1,2). Al comenzar la segunda creación, la obra de la redención, se repite la acción divina. Dios y el Espíritu expresan la misma realidad.

Felipe F. Ramos

Lectoral