Tiempo ADVIENTO, Celebración II DOMINGO

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:
1ª lectura: Is 40,1-5.9-11
2ª lectura: Rm 15,4-9
3ª lectura: Mc 1,1-8

Comienza aquí el Deuteroisaías o la segunda parte del libro de Isaías. Es el libro de la consolación. El profeta dirige a los desterrados de Babilonia el mensaje de su liberación. Comienza con un imperativo “duplicado”: “consolad, consolad...”. Esta duplicación expresa la intensidad de los sentimientos narrados a continuación (primera lectura). En  obediencia al mandato divino, el profeta se dirige al pueblo santo (En este pasaje Jerusalén tiene un significado teológico, no geográfico anunciándole que su duro servicio ha llegado al final. Es sorprendente la afirmación del pago doble por la deuda contraída. Probablemente porque el castigo fue impuesto por Dios mismo a quien habían ofendido gravemente.

La voz que grita puede ser entendida poéticamente, en el sentido de “así dice el Señor” o mitológicamente, como inspiración que viene de lo alto emitida por algún miembro del consejo divino. Lo que se pretende es acentuar que no es una palabra propia del profeta, sino recibida, e indica el tema principal del camino de Yahvé. La vuelta del destierro es, en cierto modo, la venida de Yahvé para llevar el rebaño al redil; ello implica una teofanía. En el tercer Isaías (57,14), el camino es el camino de la vida. Esta presencia es la revelación de la gloria de Yahvé. La palabra subrayada va más allá del “honor” y se hace sinónima de la revelación: “aquí está vuestro Dios”. La revelación es anunciada por
un heraldo, que debe ser entendido de forma colectiva: se referiría a Sión o a Jerusalén (sería el “Siervo de Yahvé” de otros oráculos), que anuncia el retorno a las ciudades de Judá, es decir, se hace referencia a Israel desde su función especial, considerada como una misión dirigida a todo Israel. La imagen del pastor llevando en brazos a sus corderos se aproxima a la de Ezequiel (34,12). Las tres imágenes últimas son muy significativas. Dios es comparado con un señor poderoso, con un financiero generoso, con un pastor  amoroso.

El evangelista Marcos abre su evangelio imitando al autor del Génesis. Éste nos habla del comienzo del actuar de Dios hacia fuera de sí mismo: En el principio creó Dios el cielo y la tierra. También Marcos se refiere a un comienzo. Evocando la primera creación, Marcos quiere narrar la última intervención de Dios en nuestra historia. Se trata de una acción específicamente divina, de una nueva creación. El evangelista Juan demuestra esta misma intención al abrir su libro casi con idénticas palabras.  El “comienzo”, por tanto, no se refiere simplemente al inicio de una obra literaria. Es Dios el autor del comienzo. De este modo  empalma el evangelista su narración con la anterior actividad salvadora de Dios. Une su narración al AT mediante la cita de la Escritura. Y habla de un nuevo actuar de Dios, que constituye la perfección y la plenitud de la palabra eterna de Dios. El fruto de esta última y definitiva intervención de Dios en la historia humana se llama Evangelio. Una palabra que, cuando es utilizada por los autores del NT, carece de la resonancia literaria que
tiene entre nosotros. Para ellos era el poder de Dios para la salvación de todo el que cree (Rm 1,16). El “evangelio” es todo el acontecimiento salvador protagonizado por Jesús. El anuncio que él proclamó y que, posteriormente, se convirtió en objeto de proclamación por parte de sus discípulos. La gran noticia salvadora que interpela y afecta personalmente a todo aquel que se plantee el problema de su destino último. Desde Isaías (52,7; 61,1) el nombre estaba estrechamente unido a la esperanza del judaísmo. El evangelio era la consumación de sus esperanzas: la salvación-salud, la paz, el reino de Dios.

Este poder de Dios no es algo aéreo y abstracto, sino tan preciso y concreto como el nombre de una persona: Jesucristo. Eso es lo que dice Marcos: evangelio de Jesucristo. El protagonista de la obra no es solamente el Mesías, el Cristo, el ungido de Dios. Es su Hijo. Así recoge Marcos la fe de la Iglesia primitiva en la divinidad de Jesucristo. Y, a lo largo de su evangelio, no desperdiciará ninguna ocasión que se le presente para insistir en este punto. Su evangelio es el libro de las epifanías secretas de Dios El principio del  vangelio de Jesucristo condena implícitamente toda pretensión petulante de autorredención por parte del hombre. Su salud, su salvación, tiene que venirle de fuera de sí mismo. Siempre y necesariamente. También para el hombre de la era espacial.

Esta gran noticia había sido anunciada por los profetas. La cita de Isaías recoge una afirmación procedente de Malaquías (3,1) a la que añade otra propia (Is 40,3). El mensajero, el  ángel del Señor, el Precursor, es el profeta, Elías que era esperado para purificar a Israel y prepararlo debidamente para el día de la venida del Señor. El precursor da paso  inmediatamente al Mesías. El ministerio del Bautista es como el preludio divinamente esperado que dará paso a la acción redentora de Dios en Cristo Jesús. En las palabras propias de Isaías se hace referencia a otra intervención de Dios en la historia de su pueblo para liberarlo de la esclavitud de Babilonia. Aquella acción divina se convierte en  símbolo de la última intervención redentora. También aquí la voz que grita en el desierto define la figura y misión del Bautista. Presupone, y así nos lo afirma Marcos, que Jesús es el Señor, el Kyrios, cuyo camino debe ser preparado si su presencia ha de ser eficaz para el hombre. El Bautista fue un hombre enviado por Dios (Jn 1,6). Hombre enviado por Dios o sencillamente “hombre de Dios”. Es la designación más significativa de los profetas del AT. Esta definición le conviene perfectamente a Juan. Jesús afirma que Juan fue un profeta y mucho más que un simple profeta (Mt 11,9). Su actividad comienza en el desierto. El lugar no interesa al evangelista desde el punto de vista geográfico -lugar inhóspito y sin vida- sino desde la óptica teológica: lugar del encuentro de Dios y el hombre.

Teniendo en cuenta la cita de Isaías se hace clara dicha intención. El tiempo del desierto, tanto para el AT, como para el judaísmo, es tiempo de salvación. El “éxodo” del pueblo hacia el desierto, para ser bautizado por Juan, recuerda la esperanza de la acción liberadora de Dios, que aparecerá el último día en una figura  singular, similar a la de Moisés. El evangelista desplaza esta esperanza: quien aparece en el desierto no es Jesús, sino su Precursor. De este modo convierte a Juan en la flecha indicadora que apunta hacia Jesús. Y lo convierte en su anunciador-precursor mediante su predicación y su bautismo de conversión. Juan es profeta en cuanto portavoz de Dios, que no debe anunciar sus palabras, sus criterios y su propia sabiduría, sino la palabra y sabiduría, el designio salvífico de Dios. Es la dimensión escatológica del bautismo de Juan, que constituye una de sus características esenciales. Juan es más que un profeta por razón del bautismo de conversión que administraba. Su bautismo de penitencia concedía el don de la conversión, que Dios regalaba al “bautizando” mediante el rito del bautismo. Y esta realidad divina -que diferenciaba al bautismo de Juan de otros que eran frecuentes en la época -la explicita el evangelista al añadir la frase “para el perdón de los pecados”. De este modo se nos está diciendo que aquella “penitencia” consistía en la superación del pecado.

La actividad del profeta Juan pone a la gente en movimiento, en una peregrinación universal, como si nadie se hubiese sustraído a la predicación del Bautista. Esto no responde a la realidad histórica. Los fariseos y saduceos rechazaban su bautismo (Lc 7,30). ¿Por qué, entonces, acentúa Marcos la universalidad de aquella peregrinación? Nuestro evangelista concibe aquel gran movimiento al estilo del antiguo éxodo de Egipto. Y esto es también un símbolo elocuentísimo. El hombre debe salir de sí mismo, eso es lo que significa “éxodo” para llegar a Dios. El libro de Isaías habla de un éxodo permanente cuando manda a los miembros de su pueblo que salgan, que huyan de Babilonia (Is 48,20; 52,11). Así convirtió la lejanía de la tierra santa y la consiguiente esclavitud lejos de ella en símbolo, no sólo en acomodación piadosa, de la necesidad de la vuelta a Dios en un
éxodo permanente.

Aquel bautismo de penitencia expresaba la acción de Dios. Pero ésta no actúa mágicamente; no supone pasividad en el hombre, sino actividad intensa. La acción de Dios a través del Bautista liberaba, purificaba realmente de los pecados, pero no sin la conversión de los mismos, no sin la conversión. La penitencia es regalo de Dios y quehacer del hombre. El caminar del hombre es gracia concedida y marcha esforzada. El vestido y la comida singulares del Bautista no son simples anécdotas de su vida. En un contexto de tanta densidad teológica el evangelista no pretende ofrecernos en Juan la figura del eremita austero que lleva a la boca lo que encuentra en su camino. El atuendo y la comida son funcionales: tienen la finalidad de recordar las antiguas figuras proféticas en cuya línea se halla Juan. Su vida y su conducta están al servicio de su misión profética.

El Bautista habla del más fuerte. Él es el fuerte, pero el que viene detrás de él es más fuerte. Dentro del contexto del NT esta comparación resulta extraña en su utilización. Normalmente el fuerte es el diablo y el más fuerte es Jesús, el que lo vence y ata: fuertes son los poderosos de la tierra, los reyes, los demonios... más fuerte es Dios, que los sobrepasa.

La fortaleza, el poder, es atributo divino. Se pensaba que Dios demostraría su fortaleza al fin de los tiempos cuando tuviese lugar la superación y la victoria sobre sus enemigos. Dentro de esta mentalidad, la expresión del Bautista nos sitúa en un contexto escatológico: nos habla de esos tiempos últimos que ya comenzaron con la venida del Mesías. En este momento Dios demuestra su poder. Y el anunciador de esta presencia del Mesías, el precursor del Señor, participa de esta fortaleza: es fuerte. Pero el que viene detrás es el
más fuerte, es el consumador, el juez, el salvador. Su fortaleza se halla en su mismo ser con sus múltiples facetas. Venir detrás significa dependencia, inferioridad, menor categoría: el discípulo viene detrás del Maestro, y el siervo detrás de su señor. Así ocurrió en el caso de Jesús: el más fuerte, más profeta, el Señor, viene como un siervo a servir, no a ser  servido. Cristo es el más fuerte porque él lleva a la perfección consumada la obra iniciada por el Precursor. Cristo viene detrás, en calidad de siervo, el Siervo de Yahvé, porque el Bautista había sido simplemente el iniciador escatológico del verdadero bautismo.

Heraldo y rey se hallan englobados en el mismo acontecimiento escatológico. Inseparablemente unidos e infinitamente distantes. Ambos participan de la fortaleza divina; pero existe una diferencia fundamental: el más fuerte es el señor divino; el fuerte es su profeta y, por tanto, un siervo ante el Señor de infinita majestad. La distancia entre ambos la afirma Juan al reconocer su indignidad incluso para soltar la correa de sus sandalias. Así se pone de relieve que el más fuerte es una figura divina. Ante ella se inclina el precursor como ante Dios mismo.

El común denominador de ambos es el verbo bautizar. Pero las diferencias son patentes. En el bautismo de Juan el agua es signo de purificación, exhortación a la conversión y medio para lograrla. En el bautismo de Jesús, el Espíritu es el principio vital. Se pone de relieve la diferencia entre la promesa y el cumplimiento. El Espíritu era la gran promesa para cuando llegase el tiempo de la salvación. El evangelista afirma que este tiempo llega con Jesús. El Espíritu Santo es el gran don del tiempo inaugurado por Jesús. En el bautismo de Juan se acentúa más el quehacer humano, en el de Jesús se pone de relieve la iniciativa y eficacia divinas en el acontecimiento escatológico. El Bautista habla del comienzo, del principio del plan divino; Jesús habla del final, de la consumación del mismo plan divino. Juan ha comenzado; Jesús llevará este comienzo a su perfección última.
Hasta que llegase el fin, con la presencia de Cristo y con la institución del bautismo, el de Juan era una especie de sacramento, como el camino único de la salvación.
Los cristianos esperaron la segunda venida de Cristo como algo inminente (segunda lectura). La segunda carta de Pedro establece como normativa tres principios que deben ser tenidos en cuenta ante dicha esperanza:

1º) El módulo del tiempo aplicable a Dios -para poder hablar del retraso en el tiempo- es distinto del manejado por los hombres: un día suyo equivale a mil años nuestros y  viceversa. ¿Para qué perderse entonces en cálculos necesariamente abocados al fracaso? Hay más. En lugar de calcular el tiempo divino, que se rige por una escala distinta a la utilizada por nosotros, debiera pensarse, más bien, en la finalidad del tiempo que Dios nos concede. Este tiempo demuestra el gran amor de Dios, que quiere conceder a todos
la posibilidad de convertirse, aprovechando la oportunidad de la gracia que El concede (1Tm 2,4).
2º) El Señor vendrá como ladrón (es la misma imagen que había utilizado Jesús para describir la repentinidad e imprevisibilidad de esta segunda venida). Al fin y al cabo esta repentinidad e imprevisibilidad son el presupuesto esencial de las múltiples exhortaciones a la vigilancia. No se sabe a qué hora de la noche vendrá el esposo y el ladrón no pasa tarjeta para anunciar su visita.
3º) Las categorías utilizadas para describir el fin del mundo - que según la mentalidad judía debía coincidir con el juicio último de Dios- son las de la época. Tanto para las religiones orientales como para las filosofías occidentales, el mundo sería destruido por el agua y por el fuego. Uno de estos elementos ya había intervenido con ocasión del diluvio. Faltaba el otro, el fuego, como destructor del mundo. Pero en todo, la intención de nuestro autor no es científica, sino catequética.

Felipe F. Ramos
Lectoral