PASCUA, Domingo VI

(Nota: Una vez más la liturgia nos ofrece dos textos evangélicos. ¿Por cuál optar?. Se supone que al lector le son concedidas las dos posibilidades. Y para que esto sea posible al comentarista se le impone la obligación de comentar ambos.)

 

Evangelio, I: Jn 15,9-17:

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Como el Padre me ha amado, así os he amado yo: permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.

Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud. Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.

No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros.

Comentario: La característica esencial del discipulado cristiano es la permanencia. Son cristianos aquellos que viven en Cristo. De él reciben la vida. Para ellos es necesaria la unión de los sarmientos con la vid. La fe, expresión de dicha unión, exige una continuidad. La vida no se vive a ratos, sino de una forma continuada. Lo mismo ocurre con la fe, que es la vida en otro nivel. La alegoría de la vid, que fue una parábola en su forma original, nos introduce en el misterio de la existencia cristiana que, como tal, lleva en su misma entraña la continuidad, la permanencia,

No necesitamos discurrir sobre el significado de la permanencia. El mismo evangelista nos describe el misterio. Permanecer en él significa permanecer en su amor. Aquí  está el progreso evolutivo que el evangelista desarrolla en esta segunda parte del cap. 15. Hasta el verso ocho nos habla de permanecer en él. Ahora desarrolla su pensamiento cambiando únicamente la forma de expresar la misma realidad, y nos habla de permanecer en su amor. El problema que ahora se nos plantea consiste en descifrar el significado de este nuevo paso. Comprende tres pensamientos fundamentales:

1º) La justificación de la exigencia del amor. El evangelista nos sitúa ante la explicación del mandamiento del amor. Este había sido formulado ya (Jn 13,34-35). Ahora tiene que ser documentado. El mandamiento del amor mutuo es el último eslabón de una pequeña cadena, cuantitativamente hablando, pero de una gran cadena, haciéndolo desde el punto de vista cualitativo. Tiene tres eslabones. El primero de ellos, que es la causa original y originante de los otros lo constituye el amor del Padre. Dios es amor (1Jn 4,8). Es el primer eslabón de la cadena. Este amor es histórico, concreto, tangible. Así se manifiesta en Jesucristo (Jn 3,16). Éste es el segundo eslabónde la cadena. La unión con los dos eslabones anteriores, origina una comunidad de amor: Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor (1Jn 4,7-8). Se es cristiano en la medida en que alguien se une a este tercer eslabón.

2º) Los mandamientos como expresión de la permanencia. El problema es saber de qué mandamientos se trata. Por otra parte, el problema deja de serlo si tenemos en cuenta el punto de referencia que nos da el mismo Jesús: como yo he guardado los mandamientos de mi Padre. ¿Qué mandamientos recibió Jesús del Padre? Ninguno en particular o todos aquellos en los que se expresa la voluntad de Dios. El mandamiento que Jesús recibió del Padre consistió en llevar a cabo su obra salvadora. En ella se manifiesta el amor de Dios (Jn 3,16). Por el intercambio entre mandamientos, en plural, y mandamiento, en singular, tan propio del mundo joánico (Jn y 1Jn), su centro de gravedad siempre es el mismo: el del amor o el de creer y amar (1Jn 3,23). Lo que nosotros entendemos por mandamientos son derivaciones de los dos que acabamos de mencionar. Guardar los mandamientos equivale a  la audición creyente de la palabra o al cumplimiento de su voluntad (Jn 14,15.21.23-24).

3º) La permanencia es sinónima del gozo o de la alegría. Más aún, la misma existencia como tal es gozo y alegría. Es un signo mesiánico de la salvación última como realidad ya presente, la alegría “escatológica”, la de los últimos días, iniciados ya con la presencia de Dios entre nosotros (Lc 2,10: la alegría anunciada a los pastores por el nacimiento de Jesús). Es la alegría producida por la certeza de la salud-salvación (16,21-22); la alegría de la liberación de toda esclavitud, ansia, interrogante o preguntas. Todo ello producido y garantizado por la experiencia consciente del amor de Dios manifestado en Cristo.

Amigos de verdad. Jesús recoge una antigua frase proverbial que reconocía como la prueba suprema del amor el dar la vida por los amigos. Es lo que hizo Jesús. Fue el argumento definitivo para demostrar su amistad. Aquellos por los que él ha dado la vida ya no son únicamente sus “seguidores-discípulos”, sino sus amigos. Evidentemente, la amistad del discípulo o del creyente con Cristo tiene el fundamento último en su amor, que le llevó a entregar su vida por ellos. No surge como consecuencia de las “obras de mayor estima”, que diría san Ignacio de Loyola, o de la delicadeza de conciencia manifestada en la estricta observancia de los mandamientos, ni del cumplimiento escrupuloso de cualquier tipo de obligaciones personales o colectivas.

La afirmación de Jesús vosotros sois mis amigos es como un aerolito caído del cielo. Fuera de este pasaje, sólo aparece una vez en la que Jesús se dirige a sus discípulos llamándoles amigos (Lc 12,4). Frente a este aislamiento llama la atención la existencia de esta idea en el AT donde aparece con relativa frecuencia: Abrahán es llamado amigo de Dios por haber sido elegido por él (Is 41,8). También Moisés, los profetas y otros fieles son llamados amigos de Dios (Sab 7,27).

La ausencia de esta consideración tan bella y profunda -sólo utilizada en Jn 15,14-15 y en Lc 12,4- tal vez obedezca a su procedencia del mundo griego. Más aún, es un título dado frecuentemente a los creyentes en los círculos gnósticos. Estos, los devotos, son llamados amigos del revelador. Son amigos aquellos a los que llega el revelador; aquellos a los que les comunica su revelación; aquellos a los que manifiesta su enseñanza. Tal vez para evitar el capillismo, el aspecto de grupo esotérico o elitista, tan próximo al gheto, la singularidad innecesaria de un tratamiento que podía llevar al confusionismo identificando a los cristianos con aquellos que abusasen de este título, por razones apologéticas, en suma, se evitó intencionadamente este título tan bello y extraordinariamente valioso como pocos.

La amistad crea la libertad. Condena la esclavitud. Para los amigos no hay secretos: Jesús les comunica todo lo que ha oído a su Padre (Jn 15,15): es el revelador del Padre, de sus planes de salvación, de la introducción en la vida divina. Los secretos se guardan ante los extraños, ante los esclavos, por utilizar el lenguaje del evangelista: “el siervo no sabe lo que hace su amo”. Las confidencias se comunican a los amigos, no a los criados. Estos deben limitarse a cumplir lo ordenado por el amo; no existen entre ellos relaciones personales sino únicamente laborales; son menores de edad; carecen de derechos. Así era, al menos, en la antigüedad. Hemos señalado el criterio fundamental para distinguir entre los amigos y los siervos.

Otra cosa muy importante: la amistad entre Jesús y “los suyos” no se fundamenta sobre la igualdad. Esto ocurre así en la amistad humana que, según el antiguo proverbio latino, “la amistad o encuentra personas iguales o las hace”. Se acentúa de este modo la posibilidad de la amistad entre los amigos. La creada por Jesús tiene otra justificación: él es el Señor -no es igual a los discípulos con los que establece relaciones amistosas- que hace amigos suyos a aquellos a los que él ha elegido. Y este pensamiento de la elección no es discriminante. No se acentúa la amistad con los discípulos en contraposición a los no elegidos. El contrapunto excluido es el mundo antidivino. La corriente de amistad, que tiene su fundamento en el Revelador, origina, a su vez, la posibilidad de la oración. La oración es la expresión de la amistad concedida y aceptada. El Amigo concede a sus amigos aquello que le piden. Es lógico.

Síntesis del discipulado cristiano. No creemos posible, al menos no la conocemos, que haya una presentación del discipulado cristiano que recoja tantas, si no todas las posibilidades vitales a las que aspira el hombre. La permanencia, la unión a la Roca sagrada y eterna, como Israel presentó a su Dios: “A ti clamo, oh Yahvé, mi roca. No te desentiendas de mí, pues dejándome tú, vendría a ser como los que bajan al sepulcro”. “Tú eres ciertamente mi Roca, mi ciudadela; por el honor de tu nombre tú me guiarás y me conducirás”. “Digo a Dios: ¡Roca mía! ¿Por qué te has olvidado de mí? ¿Por qué he de andar de luto bajo la opresión del enemigo?” Sal 28,1; 34,4; 42,10).

 

 

Evangelio, II: Jn 17,11-19:

En aquel tiempo, levantando los ojos al cielo, Jesús dijo: Padre santo: guárdalos en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura.

Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que en ellos mismos tengan mi alegría cumplida. Yo les he dado tu Palabra y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad.

Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo para que también se consagren ellos en la verdad.

Comentario: En la oración sacerdotal o en la oración de Jesús en forma de oración se nos comunica a los discípulos el contenido esencial de su misión: Les ha manifestado “su nombre”. La manifestación del nombre es una expresión sinónima de la manifestación de “la gloria”. Bíblicamente hablando “el nombre” no se refiere al que nosotros elegimos para designar a las personas o a las cosas. El nombre significa la persona misma, su ser más específico. Cuando Jesús afirma que ha manifestado su nombre (el de Dios) a los hombres se presenta como el revelador de Dios. Jesús es el Revelador. Cuanto podemos conocer de él se lo debemos a él. La presentación tan frecuente de Jesús como el enviado del Padre, como el Enviado sin más, es otra forma de decir que es el revelador-manifestador-comunicador del Padre. El verbo “manifestar” (que es un término técnico para referirse a la revelación) unido al nombre, manifestar el nombre, no se encuentra nunca en la Biblia fuera de este lugar. Pero se halla muy cercano, y tal vez emparentado, con expresiones sinónimas dentro de las corrientes gnósticas.

Para el reconocimiento de esta realidad debe entrar en escena la fe. La fe es encuentro y aceptación. Pero es también reconocimiento de que Jesús es el Hijo de Dios. Encontrarse con él es sinónimo del encuentro con el Padre. La acogida por parte de los creyentes de la manifestación del hombre significa la aceptación de la revelación divina. Los verbos conocer y creer son sinónimos.Aquí prevalece el primero sobre el segundo. La fe comienza por el reconocimiento de que Jesús es el Hijo de Dios, su Enviado, el Revelador (Jn 20,30-31).

Esto lo traduce aquí el evangelista  (17,11s) de diversas maneras: “han guardado tu palabra”; “han llegado a conocer que todo lo que me has dado viene de ti”;  “ellos han aceptado mi enseñanza”; “yo  soy  glorificado en ellos” (= ellos han reconocido que él es la manifestación de Dios  o del “nombre”).

Un nuevo paso habla de la comunicación de la palabra y la permanencia de la verdad. ¿Hay alguna diferencia entre la manifestación del “nombre” y la acogida del mismo (que es la petición anterior) y la comunicación de la “palabra y la permanencia en ella? En principio debiera hablarse de expresiones sinónimas. El “nombre” y la “palabra” son conceptos equivalentes. En labios de Jesús ambos nos trasladan al terreno de la revelación: Jesús ha manifestado  y comunicado a los hombres tanto el nombre como la palabra. La palabra se identifica ahora con la verdad: “tu palabra es la verdad”. Existe, sin embargo, un progreso en esta petición en comparación con la anterior. La identificación de la palabra con  la verdad introduce más directamente a los discípulos en el mundo de Dios. La comunicación de la palabra, que es la verdad, nos descubre el rostro paternal de Dios, introduce al hombre en la vida filial, le constituye en hijo de Dios a semejanza de Jesús, le hace partícipe en la intimidad de la vida y de comunión con Dios a través de su Hijo y por la unión con él.

La palabra del Padre es el Hijo, que es la Palabra sin más. Esta Palabra es Dios mismo hablando; la personificación de Dios en Jesucristo. Por eso, la comunicación de su palabra es sinónima del camino de acceso al Padre. Ya lo había dicho al presentar a Jesús como el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6) ¿Pueden separarse estos tres conceptos? Creemos que no. Se hallan interrelacionados e íntimamente unidos entre sí. La permanencia en la palabra o en la verdad entraña una seria dificultad para los discípulos. La oposición del mundo -entendido como la realidad antidivina o con el principio del mal- frente a ellos será tan abierta y violenta como lo fue ante Jesús. Se propuso silenciar aquella Palabra y lo consiguió, al menos en parte. Intentó asfixiar la Verdad y obtuvo el mismo resultado. Ahora bien, el mismo Jesús había pronosticado para los discípulos un destino o una suerte similar a la suya: si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros”. De ahí que Jesús se dirija al Padre para que sostenga, mantenga, consolide y confirme a los discípulos en la palabra o en la verdad. Sobre el concepto de la santificación impetrada al Padre por Jesús para los discípulos volveremos más abajo.

El último aspecto recogido en el informe de lo hecho por Jesús se centra en la donación de la gloria como principio de unidad. La “gloria” es algo muy próximo, si no es idéntico, con el “nombre”: He manifestado tu “nombre” a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo (17,6); “yo les he dado la “gloria” que tú me diste (17,22). Tanto el nombre como la gloria significan la salvación divina o a Dios mismo como principio de salvación. Con la donación de la gloria, el evangelista quiere acentuar que aquello que es característico del mundo de Dios se lo ha acercado a los discípulos. La “gloria” es lo más divino de Dios. Los discípulos pueden participar en el ser mismo del Hijo, en su filiación divina, en la vida de Dios. La oferta de la vida divina había sido ya vinculada a la fe por el mismo Jesús: “el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna”; “el que cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn 5,24).

La donación de la gloria es el principio de unidad de los discípulos. Lo que crea la unidad no es la participación en el mismo ideal, ni la aceptación de unas normas comunes de conducta, ni el mismo principio autoritativo vinculante, ni una praxis mantenida durante siglos. La unidad la crea la donación de la gloria, por parte de Jesús, y la acogida gozosa y agradecida por parte de los discípulos. Es el mismo principio creador de la unidad entre el Padre y el Hijo. El cuarto evangelio recurre a la fórmula de la inmanencia para describirla: “Yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Esta misma fórmula es válida para los creyentes: “Yo en ellos y ellos en mí”, ¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puede una persona estar en otra o habitar en ella?. Desde luego, mediante actos estrictamente personales. En este caso concreto, los actos personales se sintetizan en uno único: la fe. Todos los demás derivan de ella; son fruto de sus exigencias; manifestación de la esencia del discipulado cristiano.

Este principio de inmanencia, llamado más frecuentemente inhabitación, es el que realiza la unidad. Mediante la fe los creyentes se unen a Cristo. Ahora bien, como Cristo es la presencia visible de Dios entre los hombres o, como dice el texto evangélico, “el Padre está en Cristo”, la unión con Cristo logra, en aquel que la mantiene mediante la fe, la unión con Dios. Por este procedimiento nace, crece, se desarrolla y llega a su plenitud la familia de Dios: Este Dios, que es Padre, incorpora a su familia, a su misma vida a todos los hombres por medio de su Hijo. El Hijo nos hace hermanos suyos y, consiguientemente, hijos del mismo Padre. Por otra parte, la familia tiene como principio fundante y realizador de la misma el amor.

La unidad entre los creyentes no se consigue mediante acuerdos ecuménicos por importantes que éstos sean. La unidad no es una meta, sino un camino; no un logro definitivo, sino un quehacer constante; nunca será una realidad terminada, sino objeto de constante realización. La unidad, lo mismo que la fe y el amor que la constituyen, se consigue únicamente en el esfuerzo hacia ella mediante la maduración en la fe y en el amor. En la medida en que ellas se desarrollen, aumentará la unidad. Paralelamente a lo ocurrido en Cristo. Su unidad con el Padre, en cuanto Palabra eterna, participando en la misma gloria o divinidad con él, se realizó en el tiempo mediante su fe y su amor en un ejercicio constante para lograr la unidad-sumisión a la voluntad del Padre. Lo que ya poseía, “la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese”, se convierte en su vida humana en petición y esfuerzo para lograrlo. ¡Un gran modelo y ejemplo!

La santificación de los discípulos (17,17-19) significa su liberación de la mentira y de la alienación gracias a la revelación de Dios, gracias a la palabra de la verdad. Pero esta santidad no es una realidad estática; significa la misión de los discípulos en el mundo. Esta es su vocación esencial. Jesús se santifica por ellos. Esta frase procede del ámbito cultual: significa “ofrecerse en sacrificio” o “ser separado para el sacrificio” (Ex 13,2; Deut 5,19). La adición “por ellos” indica sustitución: el que se santifica lo hace en lugar de o a favor de otros (1Cor 11,24). Jesús demuestra su santificación entregando su vida por los hombres (Jn 11,51-52; 15,13). Esta entrega de Jesús santifica a los discípulos, purificándoles del pecado (Jn 13,10; 15,3). No les separa del mundo; les libra del mal que hay en él. Su santificación es, paradójicamente, la separación del mundo y su envío a él. Desde esta paradoja debe entenderse que la elección de los discípulos tiene la iniciativa en Cristo, no en los discípulos. La reacción de los discípulos en el círculo de la amistad de Jesús es siempre respuesta a la iniciativa que les ha llegado de parte de Jesús o del Padre.

A semejanza de la “santificación” de Jesús, que alude a la fidelidad inquebrantable a la voluntad del Padre hasta la entrega de la vida, la de los discípulos debe entenderse en esta misma línea. Se pide para ellos la permanencia, la fidelidad a la palabra dada y al compromiso adquirido, la coherencia constante a su condición de discípulos. Deben mantenerse en la línea del Enviado; ellos son también enviados de Dios y enviados por el Enviado; continuadores de la misma misión y trayectoria; reflectores de la santidad-trascendencia divina, como lo fue Jesús. Que los discípulos sean “santificados en la verdad” significa, en definitiva, que vivan en esa altura a la que han sido trasladados; que respiren su aire incontaminado; que se muevan allí con la misma naturalidad que lo hace el pez en el agua o el hombre en una humanidad plenamente humana.

Felipe F. Ramos

Lectoral