Tiempo OCTAVA DE NAVIDAD, Santa María Madre de Dios

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Nm 6,22,27
2ª lectura: Gl 4,4-7
3ª lectura: Lc 2, 16-21

La liturgia de la palabra de hoy se abre con una bendición a la que se acogía el antiguo pueblo de Dios cuando se reunía en el santuario (primera lectura). Allí era convocado y se congregaba en nombre de Dios y con el fin de ir a su encuentro. Esta actitud de encuentro es la que hace presente a Dios. El sacerdote (“Dí a Aarón y sus hijos...”), mediador entre Dios y el pueblo, intercesor a favor de éste, invoca el nombre de Dios (el “nombre” es un sucedáneo de Dios) y lo pronuncia sobre el pueblo; pone a Dios nominalmente en medio de los que se han reunido de cara a su encuentro. El mismo nombre de Dios es ya bendición: ”Eran para mí tus palabras el gozo y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre, ¡oh Yahvé, Dios Sebaot”  (Jr 15,16). Ni a la fórmula en sí ni al sacerdote que la pronuncia se reconoce poder mágico alguno para producir lo que mencionan, sino al Dios presente, fuente de todos los bienes que encierra la bendición.

Las peticiones se hacen en tres miembros duplicados: los deseos no son mencionados en concreto pero, cuando se alude a ellos, se hace con la máxima intensidad mediante los verbos “guardar, dar y conceder la paz”. El primero es sinónimo de preservar de todo mal y conceder todos los bienes. La paz es la integridad, la plenitud, la totalidad de la vida lograda. Dios la da al que la busca en la solidaridad de la comunidad humana. En ella es Dios mismo el que se da.

La actitud de Dios la destacan dos expresiones singulares: “hacer brillar el rostro sobre”, significa una actitud favorable (Sal 4,7;33,18; 34,16). Los tiempos de adversidad lo expresa la frase opuesta: “Dios ha ocultado su rostro (Dt 31,18; Sal 30,8; 44,25; 104, 29). Y ese es también el sentido de “mostrar el rostro”; lo contrario es “ocultarlo”.

Esta bendición se hizo presente al hombre cuando llegó la plenitud de los tiempos, cuando Dios envió su Hijo, nacido de mujer (segunda lectura). Y se añade “para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiesen la adopción”. Por tanto, esta mujer debe tener algo que ver con dicha adopción. Según nuestra cronología dicha plenitud del tiempo coincidió con el censo o empadronamiento ordenado por el emperador Augusto y realizado por su legado en Siria, Quirino (Lc 2,1), el año 7 a.C. El evangelio de hoy confirma esta cronología al afirmar que los pastores hallaron a María y a José con el Niño recostado en el pesebre” (Lc 2,16). Todo el mundo sabe que un error de cálculo estableció el año del nacimiento de Jesús algunos años antes del acontecimiento. Según los estudios astronómicos de Kepler la plenitud de los tiempos habría que fijarla siete años antes; otros rebajan esta cifra a cuatro. En cualquier caso Jesús nació algún año antes de lo que nosotros conocemos como inicio de la era cristiana.

En cuanto a la maternidad divina (tercera lectura) necesita, para ser afirmada con la veracidad objetiva que María merece y que nosotros exigimos, algunas precisiones importantes:

Dios existe antes que María. Y lo posterior nunca es causa de lo anterior. Filosóficamente hablando María no es madre de Dios ni del Creador. Es pura criatura.- María es Madre del Verbo, del Logos, de la Palabra desde que se hizo carne: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros...” (Jn 1,14: la expresión “se hizo” indica temporalidad).- María es Madre de Jesús, que es el Señor; pero las primeras fórmulas de fe lo llaman Señor a partir de la resurrección: “Tenga, pues, por cierto toda la casa de Israel que Dios constituyó en Señor y Cristo a este Jesús al que vosotros habéis crucificado” (Hch 2.36). “Acerca de su Hijo, nacido del linaje  de David según la carne, constituido, por la resurrección de entre los muertos, Hijo de Dios con poder según el Espíritu de santidad: Jesucristo nuestro Señor” (Rm 1,3-5). Estamos, de nuevo, en el terreno de la temporalidad.

María es, por tanto, Madre del Hijo de Dios según la generación humana, Cuando aquí hablamos de Dios nos referimos únicamente a la persona del Hijo. La maternidad divina de María ilumina dos aspectos de la encarnación: el Hijo de Dios se rebaja hasta hacerse hijo de una mujer para pertenecer al género humano. Dios aparece con un nuevo rostro: el de un Dios que ahora tiene una madre humana. Además, la humillación tiende a elevar la humanidad hasta Dios, como lo prueba el caso límite de una mujer convertida en madre de una persona divina.

La escenificación elemental de lo visto por los pastores y la interiorización de María son más elocuentes y pedagógicas que cualquier posible especulación elaborada por nuestro ingenio. La diligencia de los pastores se vio compensada. Comprobaron la realidad del signo que les había sido anunciado (Lc 2,12: el Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre). Así fue como lo encontraron. En este texto se añade la presencia de María y José formando parte esencial del cuadro; pero no son mencionados como los padres de Jesús. El relato empalma intencionadamente  con  otra s dos  escenas:  la de la anunciación-encarnación (Lc 1,26ss) y la del significado de aquel Niño: “Os ha nacido hoy en la ciudad de David un Salvador que es el Mesías Señor” (Lc 2,11). Anuncio y cumplimiento.

En la escena que nos ofrece el relato evangélico, que tenemos delante, deben distinguirse dos niveles: el primero es el histórico, el de lo ocurrido, lo fáctico, lo que pudo ser controlado: el Niño, con sus padres, nos es testimoniado por los pastores y, en el conjunto del relato, su compañía y cuidados corren a cargo de María y José. No son los ángeles los que le cambian los pañales. Este primer nivel es anunciado y confirmado de modo testifical.

El segundo nivel es el teológico, el de la profundización e interpretación: “los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que vieron y oyeron, conforme les había sido anunciado” (Lc 2,20). No lanzaron las campanas al vuelo, como hicimos nosotros inconteniblemente aquella Nochebuena que pasamos en Belén, dirigiéndonos, después de “la misa de Gallo”, al “capo de los pastores”. Su glorificación y alabanza brota de su corazón agradecido por la acción de Dios. Vuelven a su tarea y, en la realización de la misma, “comienzan a ver”, con los ojos de la fe, lo que habían visto con los ojos de la cara. Entraron en la dialéctica del evangelio: el “signo”, sea cual fuere, apunta y conduce a la realidad significada, mediante la iluminación interior transformante de la vida, sin recurrir al folklore de celebraciones entusiastas, bullangueras, sensacionalistas y vacías.

María nos sitúa en la misma dirección: cuanto había sido visto y oído por ella lo convierte en el objeto de su “constante visión desde la luz iluminadora proyectada en su interior”. La afirmación del evangelista significa que María se afianzaba cada vez con mayor firmeza en las promesas que le había  sido hechas a propósito de su hijo (Lc 1,26-38). Esto significa  el robustecimiento de su confianza en Dios. María nos lleva de nuevo al terreno de la fe. La guinda de todo este relato la pone el evangelista al afirmar que al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al Niño, y lo pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción (Lc 2,21).

El tercer evangelista sigue utilizando el mismo esquema del que se sirvió a propósito del Bautista (Lc 1,59). Existe, sin embargo, una diferencia importante en la comparación de ambos casos. En el caso de Juan recibimos la impresión de que todo el mundo tiene el derecho a opinar sobre el nombre que debería ponerse al niño, aunque, en última instancia, la decisión la tomaron sus padres. María sigue únicamente las instrucciones de Dios recibidas a través del ángel y José sigue manifestándose como el padre del Niño

El nombre de Jesús –impuesto a los ocho días de nacer como era la costumbre y coincidiendo con la práctica de la operación de la circuncisión; de ahí vendría la costumbre cristiana de bautizar a los niños a los ocho días de nacer- significa varias cosas:

Su pertenencia al pueblo de Dios.- La circuncisión era el signo de la alianza de Dios con su pueblo.- La obligación de cumplir la Ley impuesta por Dios a su pueblo. Jesús no fue exonerado de dicha obligación.- La observación de la Ley por parte de los padres de Jesús (Lc 2,22ss) y la obediencia a la que fue llamado Jesús.- “Darás a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, pues él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1,21), Jesús significa salvador (el verbo hebreo yasag, de donde deriva Jesús, significa “salvar,  liberar...”).

Felipe F. Ramos

Lectoral