PASCUA, Domingo IV

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hch 13,14.43-52
2ª lectura: Ap 7, 9. 14b-17

3ª lectura: Jn 10,27-30

El evangelio no surgió por generación espontánea. Tenía unos antecedentes. Se halla enraizado en el pasado. Pablo ya había dicho en Antioquía de Pisidia que el evangelio es la consumación de cuanto Dios había hecho, predicho y prometido a su pueblo. El discurso mencionado había terminado con una advertencia-amonestación a no despreciar la gracia de Dios. Amonestación que había sido tomada también de la Escritura (Ha 1.5). Esta vaga alusión a la Escritura, que suena como una amenaza (verso 41: “Cuidad, pues, que no os suceda lo que se dice en los profetas:Contemplad esto, engreídos, maravillaos y desapareced, porque yo quiero realizar en vuestros días una obra que, si os la contaran, no la creeríais, pretendía agudizar la responsabilidad judía. Si el evangelio es rechazado por ellos, Dios tiene ya dispuesta una obra inesperada y sorprendente. No se dice cuál sea dicha obra, pero indudablemente se refiere a la misión a los gentiles.

 

Un breve intermedio separa el discurso de Pablo en Antioquía de la continuación de su enseñanza el sábado siguiente en la sinagoga. Este intermedio tiene como objeto demostrar el interés que la predicación de Pablo había despertado entre judíos y gentiles. Quieren oír más y son exhortados a permanecer en la gracia de Dios. La frase, en este contexto, es sinónima de permanecer en la escucha del mundo del evangelio. De hecho, al sábado siguiente, las gentes de la ciudad acuden masivamente a escuchar la palabra de Dios. Pero la envidia y celotipia judías se desataron contra los misioneros, los insultaban y rechazaban. Entonces tiene lugar la separación entre el Evangelio y el Judaísmo.

 

Lo primero que ponen de relieve las palabras de Pablo es el privilegio judío. Un privilegio cronológico: era necesario  anunciar a vosotros, antes que a nadie... Esta necesidad comprendía varios aspectos: toda la historia evangélica y el acontecimiento cristiano como tal ocurrió entre los judíos; Jesús mismo se dirigió exclusivamente  a los judíos y ordenó a sus discípulos que hiciesen lo mismo; Jesús fue el “salvador” judío (“la salud viene de los judíos”, Jn 4,22); el pueblo judío fue el depositario y heredero de todas las promesas del AT. Pero, después del rechazo del evangelio por parte de los judíos, el acercamiento del evangelio a los gentiles era igualmente serio y urgente. La escena narrada por Lucas reproduce perfectamente el esquema típico del rechazo judío y la aceptación gentil del evangelio. Esto es lo que tendría lugar constantemente en la predicación de Pablo y había sido ya anticipado en la de Jesús (Lc 4,14-30).

 

En Antioquía los misioneros declaran que se vuelven a los paganos y apoyan su decisión no sólo en la actitud judía de repulsa, sino también en las palabras de la Escritura, que habla de la luz para los gentiles (Is 49, 6). Estas palabras –que ya había utilizado Lucas al principio del evangelio (Lc 2,32)- habían sido interpretadas por los judíos como descriptivas del destino de su pueblo. Ahora se puede decir también del destino de los gentiles que están destinadas para la vida eterna.

 

Los gentiles recibieron con alegría la palabra de Dios, pero los judíos, por procedimientos torcidos, intentaron el fracaso de la misión expulsando de allí a los misioneros. Lucas, sin embargo, no quiere terminar la narración de esta historia con este cuadro sombrío. Por eso añade la frase última, que habla de la alegría y presencia del Espíritu en los discípulos. Alegría y paz  como frutos del Espíritu. Tema favorito de Lucas.

 

¿Por qué no aceptaron los judíos la invitación que los había hecho Jesús y seguían haciéndosela los apóstoles? La breve sección evangélica de hoy (lectura tercera) lo explica. Audición creyente, conocimiento, seguimiento, seguridad total, vida eterna. La yuxtaposición de estas palabras tienen la pretensión de captar y explicar este breve pasaje evangélico tan bello y profundo que constituye una síntesis óptima de todo el evangelio.

 

Los judíos preguntan directamente a Jesús si es el Mesías (Jn 10,24). A esta pregunta, tan capciosa como directa, Jesús contesta de forma directa y equivalente, remitiendo al testimonio de sus obras. Afirma, además, que su categoría únicamente puede ser admitida por aquellos que le pertenecen, por sus ovejas, por los que están abiertos a la fe. Sólo ellos pueden reconocer su unidad con el Padre. Si sus obras son las de Dios, la única alternativa es aceptar  que  Dios  está  en él.  Y  su afirmación no debe sonar a blasfemia. (Jn 10,33: ”siendo un hombre te haces Dios”), porque él es la misma palabra de Dios.

 

Esta presentación global de la cuestión exige una consideración más particular de las distintas partes y aspectos que la integran. La escena se desarrolla durante la fiesta de la dedicación, Hanukaen hebreo, que había sido instituida el año 165 a. C. Se celebraba durante ocho días a partir del 25 de diciembre. Era la fiesta del año nuevo. Tenía la finalidad de evocar y actualizar la consagración del templo por Judas Macabeo, después de la profanación realizada por Antíoco IV Epífanes /175-163).

 

Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco y ellas me conocen a mí. El pastor verdadero llama a sus ovejas por su nombre. El pensamiento es que conoce a todas y a cada una. Este conocimiento del que se habla tiene el alcance del conocimiento bíblico, que es un conocimiento amoroso. El cuarto evangelio presenta la vida eterna como un “conocer” al Padre y a su Hijo Jesucristo (Jn 17, 3). A lo largo de todo el cuarto evangelio el conocimiento tiene una importancia extraordinaria. Mediante dicho verbo se expresan las relaciones más profundas entre el Padre y el Hijo (Jn 10,15); las que unen a Jesús con los suyos (Jn 10, 14) y a éstos con Aquel. La confesión cristiana de la fe se manifiesta en conocer que Jesús ha venido  del Padre (Jn 17,8).

 

Las diversas analogías que aparecen en la alegoría del pastor y el rebaño tienden a poner de relieve la autoridad de Jesús y su finalidad. Su autoridad es como la del pastor que guarda su propio rebaño y es reconocido por todos aquellos que le pertenecen. Por eso, le abre el guardián, las ovejas conocen su voz, las llama por su nombre y sus ovejas le siguen. La finalidad de esta autoridad de Jesús se halla en función de sus ovejas. Autoridad que es servicio, preocupación por el bienestar de las ovejas a las cuales se entrega sin reserva. Da su vida por ellas. Como ya hemos dicho las conoce con un conocimiento amoroso.

 

El fundamento sobre el que se construye la alegoría es totalmente bíblico. Hace referencia al AT, donde la misma imagen del pastor y el rebaño fue utilizada para describir las relaciones existentes entre Yahvé y su pueblo. Los textos más claros, a los que más directamente se hace referencia en esta alegoría del cuarto evangelio, son los de Ezequiel (34; 37, 16ss). La alegoría tiene también en cuenta la tradición sinóptica. (Mc 6,34; 14, 27; Lc 15, 3-6; Mt 18, 12-14).

 

Los que son de Jesús, sus ovejas, oyen su voz. Las palabras de Jesús son las del Revelador divino, Dios habla en ellas (Jn 3, 34). Ahora bien, el hablar de Dios no es otra cosa que la expresión del actuar divino. En la medida en que se revela, Dios es palabra. Por su misma naturaleza, la palabra tiene como función esencial el hablar, el comunicar, ser signo de comunión. De ahí que cuando se habla de la palabra o de las palabras de Jesús debe entenderse toda su actuación: sus sonidos articulados –lo que comúnmente entendemos por palabras-, sus acciones, sus gestos, su conducta, su vida, su muerte y también su resurrección. La Palabra se hizo carne en Jesús. Esto significa que las palabras de Jesús son la traducción de todo el actuar divino. Esto sólo es perceptible cuando se las escucha con audición creyente.

 

Conciliar las palabras, la voz de Jesús, con la Palabra, la expresión de Dios, sólo es asequible a la fe, que Dios regala. Nadie puede ir a él si no fuere “traído” por el Padre. El verbo parece tener un acento claramente determinista o fatalista. Es preciso, para evitar esta posible resonancia, tener en cuenta  el “modo” como Dios “trae” al hombre. No lo trae por la fuerza, sino por la invitación a la decisión ante su manifestación en la Escritura. Jesús se halla testimoniado en la Escritura. Es decir, que se halla abierto para todos el camino para ser traídos por el Padre a Jesús. En este sentido llegaron a Jesús todos los que leen rectamente la Escritura, los que escuchan al Padre, los que son adoctrinados por Dios. En el lenguaje profético esto significa ser discípulos de Yahvé mismo (Is 8, 16; 50, 4; 54, 13; Jr 31, 34).

 

El texto acentúa el pensamiento fundamental del seguimiento, que expresa un acontecimiento, un suceso, no una noción ni un estado. El seguir a Jesús se halla estrechamente relacionado con la aparición del Cristo histórico, que proponía a los hombres un cambio radical de vida (el NT lo expresa mediante la palabra “conversión”) y que les orientaba a un futuro esperanzador, que es la vida eterna y el reino de Dios. Este seguimiento, traducido también por el verbo  creer o por el vocablo fe es sinónimo de “recibirle” o “recibir su palabra o testimonio”; “oír su voz o sus palabras”.

 

Por culpa de las acusaciones y calumnias judías muchos cristianos “habían sido arrebatados” (Jn 10, 28), martirizados. Jesús asegura que, más allá de la muerte, seguirán perteneciéndole, seguirán siendo suyos... Nadie les arrebatará de su rebaño ni de las manos del Padre. La garantía ofrecida por Jesús tiene su fundamento en su unidad con el Padre (Jn 10,30: unidad de pensamiento y de acción). El Hijo está en el Padre en una armonía perfecta de pensamiento y de acción (Jn 10,38). Esta afirmación de Jesús sería blasfema si no fuera verdadera. En todo caso ella divide a los hombres en dos facciones: los creyentes aceptan las pretensiones de Jesús y le consideran el Revelador, el enviado por el Padre para dar la vida al mundo; los judíos, los increyentes, le consideran como blasfemo, como alguien tan loco que se pone al nivel de Dios.

 

La réplica de Jesús es típicamente judía. Partiendo del Sal 82, 6, que llama “dioses” a aquellos que han sido comisionados por Dios para trabajar por el bien de su pueblo, no deberían escandalizarse de que se llame Hijo de Dios aquel a quien él ha enviado al mundo como su embajador. Si los jefes humanos pueden ser llamados dioses, ¡cuánto más puede ser llamado Hijo de Dios el que es mucho más que ellos!.

 

En la segunda lectura se nos habla de aquellos que habían sido arrebatados, los martirizados por causa del evangelio. La gran muchedumbre (los 144.000 sellados) es imaginada celebrando una liturgia solemnísima. Los vestidos blancos hablan de su gran transfiguración y las palmas en sus manos son signo de victoria y de alegría. La gran muchedumbre viene de la gran tribulación; son los que demostraron su fidelidad inquebrantable sellándola con su sangre; los que lavaron sus túnicas y las blanquearon en la sangre del Cordero, es decir, los que aceptaron la entrega-sangre-vida de Cristo como medio de purificación de sus pecados para vivir en comunión con Dios. El que está sentado en el trono extiende sobre ellos su tabernáculo. La antigua promesa de Dios, que garantizaba que viviría en medio de su pueblo, se ha hecho plena realidad  (Ex 40,34ss; Nm 9, 15ss; Is 4, 5; Ez 37, 27). De este modo se acaban todas las limitaciones, las fatigas, dolores, persecuciones, duelo y lágrimas.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral