PASCUA, Pentecostés

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hch 2,1-11
2ª lectura: Rm 8,8-17

3ª lectura: Jn 14,15-16. 23b-24

 

Celebramos hoy el acontecimiento más importante después de la partida de Jesús: La venida del Espíritu Santo. Para ello Lucas recurre al procedimiento intuitivo para que pueda ser captado por sus lectores. Tomó como punto de partida el soplo, viento o aliento, como gesto utilizado por Jesús para comunicar el Espíritu Santo (Jn 20,22). No era mucho para comenzar, pero era algo. Con una referencia a la primera creación -que habla del soplo de Yahvé sobre el caos original- intenta describir la segunda, la obra de la redención: el soplo del Espíritu crea el hombre nuevo.

 

Su primera afirmación está centrada en que el Espíritu viene de Dios, del cielo. Lucas describe la presencia del Espíritu mediante el recurso a un viento impetuoso. Esto era fácil de entender para sus lectores, ya que tanto los de formación griega como los de mentalidad semítica comprendían que el espíritu, pneuma, y el viento eran conceptos afines. De esta forma Lucas hacía visible el lugar de donde procedía el Espíritu. Pero, ¿cómo sensibilizar el lugar de destino? .

El viento afectó únicamente a la casa donde estaban reunidos los discípulos, es decir, se dirigió exclusivamente a las personas allí reunidas. Y lo hace en forma de lenguas de fuego. Lucas está utilizando una tradición o haggada judía según la cual, en el Sinaí, la llama (imagen de Dios) se convirtió en lengua, en tantas lenguas como eran los pueblos que componían el mundo. Y así todos los pueblos entendían; es decir, se acentúa el destino universal del evangelio a todos los pueblos sin excepción. Según la tradición mencionada, en el Sinaí ocurrieron tres cosas: una aparición de fuego y un soplo celeste que se entremezclaron; en segundo lugar, las llamas celestes se convirtieron en palabras divinas y, en tercer lugar, los setenta pueblos paganos aceptaron el anuncio divino de la Ley en sus propias lenguas.

 

El hablar en “otras lenguas” y entender los oyentes en la “propia lengua” se refiere, muy probablemente, a la presencia del tiempo último anunciado, en el que todos profetizarán (Jl 3,1-5; Hch 2,17). El fenómeno de las lenguas pretendía afirmar la aparición del tiempo escatológico, el tiempo de la salud anunciado por Joel. Esa sería su enseñanza fundamental.

 

Mediante el fenómeno de las lenguas, Lucas pone de relieve estos dos pensamientos: el Espíritu prometido por Jesús a sus discípulos para ser sus testigos (Hch 1,8) aparece como una realidad patente e innegable en la eficacia de la predicación o en el anuncio del evangelio. Además afirma que es el poder creador del Espíritu el que hace surgir a la comunidad cristiana.

 

Para terminar su obra, para alcanzar la perfección última de la misión que había recibido del Padre, Jesús deberá garantizar la continuidad de su presencia salvadora en el mundo (tercera lectura). Para ello debía fundar la Iglesia. Era cierto que todo se había cumplido a la perfección, pero faltaba la comunicación del Espíritu. Éste fue el último don que nos concedió Jesús antes de morir: “inclinando la cabeza entregó el Espíritu” (Jn 19,30b). Es el Pentecostés joánico. Al inclinar la cabeza lo hizo hacia las personas que estaban junto a la cruz: su madre -que se halla presente en cuanto representante y anticipadora del misterio de la Iglesia, que está naciendo en ese momento- y el discípulo al que Jesús tanto quería, que está allí como el mejor símbolo de los creyentes auténticos. Hasta ese momento “no había Espíritu” (Jn 7,37-39).

 

El Espíritu Paráclito es una figura paralela a Jesús. Una especie de “alter ego” en relación con Jesús. Por eso no podía existir el Espíritu antes de la glorificación de Jesús. El Paráclito necesariamente tiene que ser posterior a Jesús, puesto que es un modo de presencia de Jesús,mientras éste se halla ausente. Jesús está en el cielo con el Padre (1Jn 2,1); el Paráclito está en la tierra con los discípulos. En lugar de Jesús, comparece “otro” Paráclito. Se supone, por tanto, la marcha de Jesús, que era “un” Paráclito. Para evitar la dificultad de los “dos” Paráclitos se ha pretendido eliminar del texto el “otro”. Pero el respeto debido al texto sagrado nos prohibe quitar de él “lo que nos estorbe” o nos resulta difícil de entender. El Paráclito es “otro”, distinto de Jesús, en laduración de su presencia, que es definitiva, y en su obrar, que no se centra en pronunciar palabras que sean como el eco de las palabras de Jesús de Nazaret. El Paráclito actúa por medio deevidencias, es decir, “interpretando y descubriendo el sentido profundo de las palabras de Jesús”, a las que, arrancándolas del tiempo, las actualiza en una adaptación adecuada al tiempo de los creyentes de cada tiempo.

 

El Paráclito, que es el Espíritu de vida, vivificador, como lo confesamos en el credo, tiene como finalidad esencial vivificar las palabras de Jesús, hacer que no envejezcan, que mantengan su poder vivificador de forma actual, atractiva e incluso seductora, que conserven el inicial frescor del momento en que salieron de la boca de Jesús, que sigan tan vivas como el Espíritu del que brotaron y que no pasen nunca a ser letra muerta. El Espíritu es el que vivifica; la letra mata. Matamos al Paráclito y eliminamos a Jesús  cuando nos convertimos en meros repetidores, en epígonos reprobables vestidos con gran aparato y solemnidad, de unas palabras que, escritas en un libro, se convierten en letra muerta, en un simple “texto antiguo” que sería únicamente útil para los análisis lingüísticos de los escolares, sin la acción vivificadora del Espíritu.

 

Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre (Hb 13,8), pero no lo es de la misma manera. En él se halla concentrada toda la verdad de la revelación de Dios. De ahí que el Paráclito sea llamado el Espíritu de la verdad que es el que actúa en los creyentes, en vosotros, y les hace comprender toda la dimensión del hecho cristiano, todo el significado del ser y del quehacer de la persona de Jesús. Esto lo entendieron los creyentes porque es la realidad de la que viven como tales creyentes; es la verdad en la que creen; la verdad que les estimula, que les impulsa manteniendo su fe y su esperanza.

 

A lo largo de la historia de la fe ha sido comprendida de distintas maneras. Esto demuestra que lleva en su misma entraña la necesidad de una renovación constante en la interpretación y expresión de la misma. ¡Cuánta más de dicha interpretación y expresión tendrán los dogmas  en que ha sido formulada!  Los dogmas no son la revelación; están al servicio de la misma. Frente a la fe, que es absoluta e inmutable, los dogmas o formulación de la misma son contingentes y están condicionados por las circunstancias culturales en que fueron expresados. Nunca pueden abarcar y manifestar la plenitud de la verdad divina de una manera absoluta e inmutable. Pueden quedar envejecidos por el paso del tiempo, que trae siempre, y de forma inevitable, nuevas posibilidades de expresión. Vivir anclados en el pasado, por fidelidad al mismo, es convertirse en cadáveres ambulantes, a cuyo paso se aleja la gente.

 

Probablemente lo más significativo de este punto sea la funcionalidad del Espíritu Paráclito, que se traduce en el desvelamiento del misterio de Jesús: “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos dará también vida a vuestros cuerpos mortales por virtud de su Espíritu, que habita en vosotros” (Rm 8,11).

 

Evidentemente se trata del Espíritu de Dios. Él es el que resucitó a Jesús de entre los muertos, como obsesivamente lo afirma el libro de los Hechos de los Apóstoles. En todo caso, cuando se trata del Espíritu de Dios, se está hablando de Dios mismo, de su poder salvífico presente y actuante, no de la tercera persona de la Stma. Trinidad. Y, sea como fuere, se trata de Alguien que resucitó a Jesús y que, en definitiva, es también la causa de nuestra resurrección. De Alguien distinto de Jesús, que actúa en Jesús, que manifiesta todas sus potencialidades e implicaciones con los “hermanos” que seguirán al primogénito de entre los muertos. Pero se trata de Alguien tan unido a Jesús que el apóstol Pablo no tiene ningún reparo en identificarlo con Él:  El Señor es Espíritu, y donde está el Espíritu  del Señor, allí está la libertad (2Co 3,17).

 

Se trata del Paráclito que es dado por el Padre como lo fue Jesús (Jn 3,16). Esto nos introduce en el terreno exacto en el que debe moverse la misión del Espíritu: tiene su centro de interés en el campo de las relaciones entre Dios y el hombre. Se trata, por tanto, de ahondar en la nueva relación entre Dios y el hombre, iniciada con la presencia de Jesús en nuestro mundo. Gracias a la acción del Espíritu, el hombre –el discipulado cristiano-  tomará conciencia del nuevo modo de presencia de Dios en él. Dios ha quedado al alcance del hombre.

 

El Paráclito es enviado para que esté con vosotros para siempre, para que la obra de Jesús, limitada por el tiempo y por la geografía, trascienda todos los momentos y lugares. La vida y obra de Jesús, en cuanto que es la gran revelación, la comunicación y la presencia de Dios estará siemprecon vosotros gracias a la presencia del Paráclito.

 

Para el comentario de la segunda parte del texto completo del evangelio de hoy (Jn 14, 23b-26) remitimos a lo expuesto a propósito del 6º Domingo de Pascua (Jn 14, 23-29).

 

Nota. El término “Paráclito” tiene su origen en el verbo parakalein, del que  deriva Parákletos. Tiene un doble sentido: llamar hacia sí, del que derivan otros, como “pedir la ayuda de alguien”, “invocar o suplicar a alguien”, “llamar a uno como testigo ante un tribunal”, “lanzar un S.O.S ante la dificultad o el problema en el que uno se ve envuelto”, y exhortar o dar ánimo, del que derivan otros como “consolar”.

 

El apóstol Pablo establece (segunda lectura) la gran división que surge en la vida humana: puede distinguirse entre el nivel físico, atendiendo a las satisfacciones desde la convicción de que todo se termina cuando se agotan las fuerzas físicas, y el nivel espiritual, cuyo final es la certeza de la vida y de la paz. Los que se aferran a la vida física se alejan definitivamente de Dios y, consiguientemente, no pueden recibir su aprobación. Por el contrario la vida cristiana, en el nivel espiritual, se halla impregnada por el Espíritu de Cristo.

 

La “habitación” de Cristo no libera a los cristianos de la muerte física, que es un suceso natural y universal, pero garantiza otra vida de nueva calidad que viene de Dios, en cuya vida, voluntad y designios viven. Al final, esta vida nueva se manifestará como más fuerte que la muerte y los creyentes participarán en la resurrección de Cristo. La consecuencia es que la primera obligación de los cristianos es optar por la vida espiritual y rechazar la contraria. “Hacer morir las obras del cuerpo” significa rechazar una determinada conducta, la opuesta a Dios. Estos pensamientos se traducen a continuación mediante otros términos: “dejarse guiar por el Espíritu de Dios” o “vivir bajo el espíritu de la esclavitud para caer en el temor”.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral