TIEMPO ORDINARIO, Domingo III

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ne 8,2-4ª.5-6.8-10
2ª lectura: 1 Co 12,12-30
3ª lectura: Lc 1,1-4; 4,14-21

 

 

Antes de la organización eclesial del NT se ensayó una especie de “Iglesia” en el AT (primera lectura). A la vuelta del destierro babilónico, la comunidad posexílica no recuperó la independencia política, sino que vivió bajo el dominio sucesivo de persas, griegos y romanos. Bajo estos imperios la comunidad judía no formaba tanto una entidad política cuanto religiosa. Era una especie de “iglesia”. Este tipo de organización religiosa, que se establece en la comunidad posexílica, es lo que recibe el nombre técnico de “judaísmo”. Tiene un padre: Esdras. Tiene una fecha de nacimiento, la fiesta de los Tabernáculos del año 398 a. C. Tiene un estatuto: la Ley de Moisés, que Esdras leyó durante una mañana entera ante el pueblo y que debía  coincidir ya fundamentalmente con nuestro Pentateuco actual. Prácticamente esta magna asamblea y solemne jornada de Jerusalén puede ser calificada como una fiesta de renovación de la alianza. De hecho, Esdras alude a un compromiso y a un pacto sellado y firmado por los representantes de la comunidad (Ne 10).

 

La perfección de este ensayo de Iglesia nos la ofrece la liturgia de hoy que ha unido dos pasajes evangélicos (tercera lectura)  distantes en el relato de Lucas. El primero (Lc 1,1-4) tiene la finalidad de garantizar a sus lectores la fiabilidad de su obra: es fruto de una investigación meticulosa. El no había sido testigo directo de los acontecimientos que constituyen el objeto de su información. Pero sí lo eran las fuentes consultadas: lo que anunciaban y vivían aquellos primeros cristianos y ministros de la Palabra y los escritos sobre el hecho de Jesús, que ya circulaban por las comunidades que habían surgido como consecuencia de su predicación. Entre ellos destacaba el evangelio de Marcos.

 

Garantizada la fiabilidad del escritor, la liturgia ha dado un salto para ofrecernos el discurso programático de Jesús (Lc 4,14-21). Lo pronunció en la sinagoga de su pueblo. Y lo hizo mediante el recurso al esquema literario-teológico de la promesa y el cumplimiento. Esto significa que las múltiples esperanzas acumuladas a lo largo de la historia del pueblo de Dios comienzan a cumplirse “hoy”. Ha llegado el hoy de Dios, es decir, el tiempo en el que se ofrece al hombre la participación en su vida. Nuestros múltiples días adquieren su sentido y plenitud en la aceptación de la oferta divina.

 

La presencia del Espíritu de Jesús es sinónima de la realidad divina por la que él se siente invadido, que ha ocupado, llenándolo, su interior, que le ha convertido en posesión suya, en su instrumento y portador de la salud-salvación anunciadas por Dios. La unción de la que él mismo nos habla justifica su afirmación anterior: la unción era un símbolo que tenía la finalidad de escenificar y realizar de alguna manera el paso del poder de Dios a los sacerdotes y a los reyes. Posteriormente se amplió a los profetas. Jesús se autopresenta como el Profeta por excelencia, el llamado-enviado por Dios para anunciar su palabra. El título de profeta es el único que agradaba a Jesús mientras estuvo en nuestra tierra.

 

Como profeta ha sido enviado por Dios. Enviado y apóstol son términos sinónimos. El Padre es el mitente, aquel que envía; Jesús es el enviado, el apóstol, el encargado de anunciar y realizar el plan de Dios sobre el hombre al que debe anunciar el evangelio o, mejor dicho, al que tiene que presentarse como el Evangelio, como lo que es. Desde su gestación hasta su resurrección Jesús es el Evangelio, la gran noticia liberadora de las limitaciones humanas, del etiquetamiento determinante y excluyente de los pobres del consorcio humano, de las cadenas opresoras con que los poderosos privan de la libertad a los que no lo son.

 

El Enviado tenía la finalidad  de promulgar un año de gracia del Señor, de establecer un Jubileo permanente llevando así a su perfección el ensayo defectuoso del antiguo pueblo de Dios, que consideraba el año jubilar como un ideal de justicia; de hacer realidad, en la medida de lo posible, la utopía del mandato divino: “no habrá pobres en medio de ti” (Dt 15,4) y de la aspiración del pensamiento griego sobre el verdadero grupo humano que exige la desaparición de fronteras entre las diversas clases sociales (Aristóteles y Platón).

 

Evangelizar y anunciar-proclamar son sinónimos. Todo el ministerio de Jesús se sintetiza en eso. Toda su vida fue anuncio del evangelio. Porque toda su vida fue Evangelio. Su nacimiento fue ya un evangelio (Lc 2,10). La tarea de evangelizar convierte a quien lo hace en evangelista. Por esoJesús fue el primer evangelista. El Bautista podría ser considerado como el segundo, porque evangelizaba al pueblo (Lc 3,18). Los discípulos, apóstoles y evangelistas constituyen un grupo de mensajeros (Rom 10,15 ¡Cuán hermosos los pies de los anunciadores de buenas noticias!). Ya en tiempos de Jesús los apóstoles son llamados y enviados como evangelizadores y curadores (Lc 9,1-6), anunciadores del reino de Dios y realizadores de los signos indicadores del mismo. Estamos hablando de los terceros evangelistas, en el sentido de evangelizadores.

 

En dos pasajes del NT Dios mismo se convierte en el anunciador de la Buena Noticia. Es el cuarto evangelista. Dios anuncia la paz por medio de Cristo (Hch 10,36). La palabra del anuncio de Jesús es la historia de su vida, de su muerte y su  resurrección. Y esta historia es el mensaje de la paz y de la alegría divinas. Dios ha manifestado su plan a sus siervos, los profetas del Antiguo y del NT (Hch 10,, 7). Es una buena noticia porque anuncia la venida del Mesías, del reino de Dios, una vez que haya sido superado el dominio o el reino del anticristo.

 

También los ángeles se hallan al servicio de la misma causa. Son los evangelistas que aparecen en quinto lugar. El ángel Gabriel anuncia a Zacarías el nacimiento del Bautista (Lc 1,19); un ángel anuncia a los pastores el nacimiento del Salvador (Lc 2,10). El mensaje, en ambos casos, es un evangelio porque anuncia la irrupción del tiempo ansiado de la salud, la presencia de la salvación mesiánica.

 

En medio de las lecturas comentadas: la de Nehemías y la de Lucas, se inserta la de Pablo que nos ofrece los diversos elementos integrantes de la comunidad cristiana en la lista de los carismas y sus funciones (segunda lectura, 1Co  12,12-30). Los carismas deben contribuir a la edificación de la Iglesia. Esa es su verdadera y única misión. Los carismas nunca son concedidos para el provecho personal de quien los posee. El único Espíritu los distribuye a cada uno con vistas al bien de la comunidad. De ahí su variedad. Pablo explica este pluralismo en la unidad por medio de su célebre comparación con el cuerpo humano, que es uno solo, a pesar de tener muchos miembros. Al igual que éstos, los carismas deben completarse unos a otros. Si prevalece el de la autoridad, que es mencionado en el penúltimo lugar, el organismo se anquilosa y muere por asfixia; si prevalecen los más “espirituales” se produce el desequilibrio, que hace caer al organismo en la anarquía y muere víctima de su propio desequilibrio histérico.

 

Deben valorarse como más importantes aquellos que contribuyen más a lograr los efectos más significativos: el supremo entre ellos y el regulador de todos debe ser la caridad. Por eso el Apóstol coloca el himno a la caridad entre los dos capítulos dedicados al desarrollo de los carismas. Este canto al amor constituye una de las cumbres más elevadas de la lírica sagrada.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral