TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXVII

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ha 1,2-3. 2, 2-4
2ª lectura: 2Ti 1,6-8. 13-14
3ª lectura: Lc 17,5-10

En torno al año 600, en vísperas de la deportación a Babilonia (primera lectura), el profeta Habacuc está viendo ya las filas de los que serán desterrados de forma violenta y privados de cuanto tenían: posesiones materiales, dirigentes políticos y espirituales, trabajadores manuales y  todos aquellos que tenían alguna  especialidad profesional, incluso de lo más valorado por los verdaderos israelitas: la tierra y, sobre todo, el templo.

 

Yahvé mandó al profeta que su palabra reveladora debía ser puesta por escrito en material indestructible: tablillas de piedra o de barro, no en papiro ni en cuero. Los miembros de aquel  pueblo desesperanzado debían tener la posibilidad de comprobar la veracidad de lo prometido, la autenticidad de la revelación. Su fe y su constancia se verán sometidas a prueba, pero no se desvanecerán. La esperanza se fortalece en la prueba (Dn 8,26).

 

Esta pequeña unidad literaria termina con un dato de experiencia y otro de revelación. El primero afirma que el infiel, el perverso, tiene un final inesperado, se desinfla como un globo pinchado;el segundo,  tiene la expectativa de una vida larga. El texto final, “el justo vivirá por su fidelidad”, ha sido elevado por el apóstol Pablo al nivel más inimaginable posible al  convertir la fidelidad en “fe” (Rm 1, 17: el justo vive de la fe”; Ga 3,11: “Y que por la Ley nadie se justifica ante Dios, es manifiesto, porque el justo vive de la fe”; “Mi justo  vivirá de la fe, pero no se complacerá ya mi alma en el  cobarde que se oculta” Hb 10,32).

 

Es la tesis de la justificación por la fe en oposición a la justificación por las obras de la Ley. Esta afirmación de Habacuc, sublimada por el Apóstol, nos la describe el evangelio de hoy.

 

Los discípulos piden a Jesús que les aumente la fe (tercera lectura). Es evidente que la fe puede  ser superficial o profunda, débil o fuerte, estática o dinámica, menguante o creciente. Son matices que perfilan la fe, pero ni la constituyen ni la destruyen. En nuestro caso los discípulos no piden “el aumento” de la fe en el aspecto cuantitativo, sino su permanencia, que no les falte, que no la abandonen; ante la convulsión que se cierne sobre Pedro, Jesús pide por él para que no falle su fe (Lc 22,32). (El verbo griego ek-leipo significa abandonar, cesar, terminar, dejar).

 

No se trata de dilucidar las características de la fe teológica. Aquí nos es presentada como la confianza plena en el Dios de Jesús. Únicamente ella puede darles la fuerza necesaria para vencer toda oposición a su quehacer evangelizador y todas las dificultades que se opongan al ejercicio del discipulado cristiano. El ejemplo de la “morera” constituye una buena ilustración. Su amplia ramificación crea dificultades para arrancarla, y que pueda prosperar en el mar convierte la dificultad en imposibilidad. La enseñanza es muy clara: la fe verdadera puede conseguir lo más inesperado.

La parábola supone el caso frecuente de un pequeño propietario que tiene un siervo o un esclavo a su servicio. El esclavo, también en Israel, era contado entre las propiedades del señor. Se diferenciaba del jornalero en que éste era un hombre libre cuyo servicios se contrataban para un determinado trabajo. Cuando, al caer de la tarde, el esclavo, agotado por el hambre y el trabajo, llegaba a casa de su amo no podía pensar en comer y beber inmediatamente. No podía ni imaginar siquiera que le invitase a la mesa nada más llegar a casa. Tenía que realizar nuevos trabajos exigidos por el servicio personal que debía a su amo. Cuando ya no hubiese nada que hacer, entonces podía comer y beber él. Sencillamente porque era un esclavo. Menos todavía podía pensar el esclavo en recibir la gratitud complacida de su señor. La parábola habla de una supuesta gratitud, no de recompensa. Porque el esclavo, como propiedad que era de su amo, no tenía derecho alguno a ella.

 

Ni siquiera la comida y la bebida se le daba a título de recompensa, sino como el medio necesario para el restablecimiento de la vida y de las fuerzas para poder seguir trabajando. No tenía el más mínimo derecho de  hablar de “derechos”. No se le reconocía  ninguno.

 

A veces sucede que la experiencia del oyente palestino del siglo primero no coincide con la del lector moderno de los evangelios. Un buen ejemplo nos ofrecería la historia de este pobre siervo. Si se indigna de esto el lector de hoy, comete un anacronismo. Porque la evidencia nos la ofrecen aquí las relaciones de servidumbre que se daban en la antigüedad en el Próximo Oriente, aunque desconcierten  a una mentalidad moderna, tan sensible al respeto debido  a las personas. En la antigüedad, la jerarquía dueño-esclavo no se basaba en el agradecimiento mutuo, sino en la sumisión a la autoridad, que recibe sin más problemas las prestaciones normales del servicio. “¿Tenéis que estarle agradecidos porque hace lo que se le manda?” Contando con una respuesta evidentemente negativa, el parabolista puede entonces aplicar la  imagen a las relaciones entre Dios y el hombre: “Pues vosotros haced lo mismo; cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: no somos más que unos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer.”. Sutil desplazamiento: una vez que el oyente se ha instalado en el punto de vista del amo, la aplicación le da la vuelta a los papeles, y conduce a apropiarse el punto de vista al criado.

 

La situación inhumana del esclavo le sirve a Jesús para poner de relieve la doctrina fundamental del evangelio. La transferencia al plano teológico está guiada por la relación amo-criado, que en la parábola judía es una designación metafórica usual  de la relación entre Dios y los suyos. Pero, ¿qué pensar de ello? La expresión  “criados inútiles” resulta problemática desde el mismo punto de vista de la traducción. Está hecha para llamar la atención. El adjetivo “achreios” significa etimológicamente “sin utilidad”, “sin valor”, “que no vale para nada”; se les aplica a los esclavos en el imperio romano para indicar su insignificancia social,  que califica el estatuto jurídico de aquél al que no se le debe nada (sin matiz de desprecio moral). La parábola no señala la holgazanería (está bien claro que el criado ha cumplido con lo mandado), sino la ausencia de todo derecho ligado a ese trabajo.

La traducción menos chocante con nuestra mentalidad y más en consonancia con el concepto bíblico de siervo (= dulos, en griego) nos llevaría a cambiar el calificativo y, en lugar de “inútiles” aplicaríamos con más acierto el de “fieles o cumplidores”. En el relato de la Anunciación la Virgen se llama a sí misma dulé (Lc 1,38: se llama siervo a aquella persona a la que se le encomienda una misión especial y cumple a la perfección con aquello que le ha sido encargado).

 

En las relaciones del hombre con Dios, no puede el hombre alegar pretendidos derechos. Debe, por el contrario, tener presente su absoluta dependencia. El hombre frente a Dios tiene los mismos derechos que el esclavo de la parábola frente a su señor. Ninguno. Cuando haya cumplido todas las órdenes recibidas de su amo no debe olvidarse de su condición de siervo. No ha hecho más que cumplir con su obligación. La parábola, sin embargo, no da fundamento alguno para concluir que el hombre no pueda realizar por sí mismo obra alguna buena y meritoria. De la misma parábola, y de todo el contexto de la enseñanza de Jesús, se deduce todo lo contrario. Sirve sólo, y ahí está su enseñanza fundamental, para esclarecer  la relación del hombre con Dios. Y así pone los cimientos más sólidos de la auténtica humildad cristiana.

 

Tampoco puede deducirse de la conducta que observa el dueño con relación a su esclavo, que Dios sea un tirano sin entrañas ni piedad. La parábola utiliza el ejemplo para esclarecer una verdad: el hombre no puede alegar pretendidos derechos ante Dios. Su recompensa, en último análisis, es pura gracia, un regalo gracioso de su bondad. Dios nos recompensa y, por cierto, muy por encima de nuestros méritos  A veces el Espíritu de Dios es comparado con el fuego (2Ts 5,19).

 

En el pasaje que hoy nos ofrece san Pablo (segunda lectura) es el carisma recibido por Timoteo en su ordenación. La gracia ministerial es como un fuego apaciguado entre cenizas cuando no es avivado por la oración, por las fe y la caridad. Existe otra forma de afirmar lo dicho hasta aquí: ser valiente ante la causa de Jesucristo, ante Pablo su prisionero y ante el Evangelio. ¿Hay alguna diferencia entre estas afirmaciones? A imitación de Pablo, Timoteo debe anunciar el Evangelio y conservarlo como el bien más precioso que le ha sido encomendado. Las palabras finales nos obligan a pensar que Pablo se dirige a su sucesor.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral