TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXX

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Si 35,15b-17.20-22ª
2ª lectura: 2Tm 4,6-8. 16-18
3ª lectura: Lc 18,9-14

La actitud del hombre ante Dios, ¿debe estar en el nivel de igualdad, de inferioridad o de superioridad? Nos parece que hemos hecho un planteamiento absurdo. El caso es que lo hemos hecho y, por tanto, no puede ser tan absurdo. Tal vez podría afirmarse incluso que las alternativas no son completas. Situarnos en el nivel de igualdad es una gracia que él nos ha dispensado regalándonos su amistad (Jn 14, 14-15; Lc 12, 4) ; el nivel de la inferioridad responde a la naturaleza íntima del ser mismo de Dios y del hombre; incluso Jesús se considera sometido al Padre: Jesús cumple el mandamiento del Padre; el plano de la superioridad nos lo ha servido un concepto de alianza cuando acentúa la bilateralidad entre las partes pactantes en las que el hombre puede presumir ante Dios del pago de la factura por su fidelidad excesiva, que va más allá de lo que Dios le pedía.

 

Vamos a quedarnos en el nivel en el que hoy nos sitúan las súplicas dirigidas a Dios por el hombre indigente (primera lectura), el de la aceptación humilde de siervos e instrumentos suyos.

 

El último nivel mencionado tiene su fundamento en que Dios es un juez íntegro, justo, ante quien no hay acepción de personas, que escucha favorablemente las plegarias del oprimido, del pobre, del huérfano y de la viuda, cuando derraman su lamento.

 

Quien acompaña el servicio litúrgico, es decir las ofrendas y los sacrificios, de buenas disposiciones interiores puede estar seguro de ser acepto a Dios y de que sus plegarias serán despachadas favorablemente. De ahí la eficacia de la oración de los humildes. En efecto, la humildad acompañada de la perseverancia, como en nuestro caso, es la condición básica de toda oración.

 

Dios es juez justo e imparcial. Si algunas veces parece dejarse llevar de la parcialidad, ésta se pone de parte de los débiles y de los indefensos. Y en este caso ya no es parcialidad, sino la suprema justicia, puesto que es la manifestación y el ejercicio de la actividad salvífica de Dios. Sobre todo en el orden espiritual; ahí está todo el evangelio para demostrar la predilección de Dios por los pobres y los pecadores.

 

En el evangelio se nos ofrece un cuadro más bello, de mayor profundidad y más honda justificación (tercera lectura). Cuando el hombre se acerca a Dios no puede hablar de derechos. Sería contraproducente. La misericordia divina se derrama generosamente sobre la reconocida miseria humana. Como ocurrió en el caso del hijo pródigo. Pero el Señor puso otro ejemplo en el que aparece todavía con mayor claridad esta verdad: la parábola del fariseo y del publicano.

 

Los destinatarios inmediatos de este relato ejemplar fueron los discípulos. La conciencia de su “justicia” debe tener su fundamento en la acción de Dios en ellos. Es la re-acción humana a la gracia de Dios. Esto excluye la autosuficiencia y el desprecio a los demás. Este principio evangélico se halla demostrado por la actitud  de algunos que confiaban mucho en sí mismos, porque se tenían por justos, y despreciaban a los demás. Eran los fariseos. Estos hombres habían hecho de su vida una dedicación total a la Ley, considerada como norma suprema de la fe y de la moral judías.

 

Hoy apenas podemos imaginar una oración como la del fariseo. Aunque también hoy existen fariseos con una mentalidad escasamente diferente del de la parábola. Jesucristo describe un caso real bien conocido del auditorio. Tenemos ejemplos casi idénticos de esta oración farisaica en el Talmud: “Te doy gracias, Señor, Dios mío, porque me has dado mi parte entre aquellos que se sientan en la escuela (donde estudiaban la Ley) y no entre aquellos que se sientan en las esquinas de las calles. Yo me levanto pronto para ocuparme de la Ley; ellos lo hacen para ocuparse en cosas vanas. Yo me esfuerzo y recibo mi recompensa; ellos se esfuerzan y no reciben recompensa alguna. Yo corro a la vida del siglo futuro; ellos corren hacia la carrera de la perdición”. Así se dirigía a Dios, solamente unos años después de Cristo, todavía en el siglo primero, el rabino Nejunya ben Hakana.

 

Jesucristo, pues, en esta parábola, no presenta una caricatura del fariseísmo. Refleja una realidad conocida de sus contemporáneos. El primero reza de pie. Así era la costumbre. No por ello merece recriminación alguna. Su postura no es necesariamente signo de soberbia. También el publicano rezaba de pie. Da gracias a Dios porque “le ha dado su parte entre los justos”. Acto seguido viene la enumeración de sus obras buenas. No sólo cumple los mandamientos, sino que añade obras de supererogación. Ayuna dos veces a la semana, el lunes y el jueves, mientras que la Ley imponía como obligatorio el ayuno una vez al año, el gran día de la expiación. Y el ayuno era realmente costoso. Durante el día no comían ni bebían. Pagaba el diezmo de todo lo que compraba. El diezmo del trigo, del aceite y del vino debía ser pagado por los productores. Pero los fariseos, por miedo a que los productores no lo hubieran hecho, pagaban el diezmo por todos los artículos. Al menos el tanto por ciento que ellos consideraban como obligatorio.

 

Estas obras de supererogación le creaban, así lo creía él, una situación de privilegio. Dios no podía hacer otra cosa. Sencillamente porque se trataba de un justo. Sus obras de supererogación debían ser aplicadas al pueblo necesitado de ellas,  dada la grave culpabilidad  “de la  gente  maldita que  desconocía la Ley” (Jn 7,49). El fariseo no las necesitaba para sí, para su conversión. Porque se abstenía de hacer todo aquello que estaba prohibido por Dios. Y, además, añadía lo que no se le había mandado, a modo de “oblación de mayor estima”, que diría san Ignacio de Loyola. Era miembro de un pueblo pecador y se sentía responsable de él ante Dios. Todo ello le hacía acreedor al premio.Dios se hacía su deudor. Y tenía derecho a pasarle la factura de todo  lo que hacía sin estar obligado a ello. Y precisamente en esta postura soberbia de satisfacción, de auto-suficiencia con relación a Dios mismo, de afirmación de su propia justicia con petulante exclusión de la justicia salvadora de Dios, está su grave culpabilidad.

 

No se trata de hacer una caricatura del fariseísmo. Su descripción responde a la realidad: cumplidor meticuloso de la Ley; hace su oración en secreto, “oraba para sí” (v.11); no hace oración alguna de petición; se halla alejado del mundo del pecado y anclado en el mundo de la virtud. ¿Qué más se podía pedir?. Para el evangelista Lucas, le faltaban o sobraban tres cosas: Dios no concede el veredicto de inocencia al que se pavonea de sus obras buenas; a semejanza de Jesús, es necesario comprometerse en las obras de justicia y de atención al necesitado; Dios se ha pronunciado favorablemente ante el justo paciente por excelencia, Jesucristo, a quien envió no “a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia”.

 

Frente a esta figura, representativa del sector puritano de aquella sociedad, presenta la parábola el reverso de la medalla. Frente al fariseo, el publicano. Los publicanos eran recaudadores de contribución e impuestos. El Estado les adjudicaba una región bien limitada por la que debían pagar una cantidad fija. Y, aunque existía una tarifa estatal, ellos tenían sobrados recursos para gravar a los contribuyentes con tarifas excesivas. Precisamente por razón de su oficio, los publicanos formaban el sector más degradado de la sociedad judía. La opinión pública les clasificaba como ladrones. Pero había más. En tiempos de Cristo, ejercían su oficio como mandatarios de Roma. Se habían vendido, diríamos hoy, a una potencia extranjera que los dominaba. Y por ello merecían un nuevo título más degradante todavía, el de apóstatas. Los publicanos eran doblemente pecadores.

 

El publicano sube al templo. Es fácil imaginar la extrañeza expectante de “los judíos” ante aquel acontecimiento extraordinario. Se queda lejos. No se atreve a levantar sus ojos al cielo. Mucho menos a extender sus brazos, como era la costumbre de la época, para ponerse en oración. No argumenta a base de derechos. Se considera sin ninguno. No se compara con otros posibles pecadores peores que él. Expone únicamente ante Dios la conciencia de su culpabilidad. Y como un reo ante el juez que conoce su vida, pide compasión. Golpea su pecho, su corazón porque, según la creencia común de la época, era la sede del pecado (Mc 7,21). Era la expresión del arrepentimiento. Hace lo único que, en su desesperada situación, puede hacer.

 

El Parabolista había descrito con extraordinario acierto los dos extremos de la sociedad judía. Si Jesús se hubiese detenido en esta descripción, no cabe duda que hubiese sido felicitado fervorosamente por aquellos que se creían seguros ante Dios. Os digo que bajó éste justificado y no aquél.

 

 

¿Qué derechos reconocía Jesús en el publicano? ¿Qué reproches tenía que hacer al fariseo? Esa afirmación osada e inaudita los dejó paralizados. Así juzga Dios, dice Jesús. Precisamente porque el publicano, en su oración, se presenta ante Dios como David, después de haber pecado: “Miserere mei...” Ten compasión de mí, oh Dios (Sal 51,3) y porque sabe que su única posibilidad de acceso a Dios está en reconocerse pecador y necesitado de su gracia. El sacrificio grato a Dios es  un corazón contrito. ¡Tú, oh Dios, no desdeñes un corazón arrepentido y humillado! (Sal 51, 19).

 

El fariseo, por el contrario, se acerca a Dios presentando los títulos exigitivos de su premio. Falta algo sustancial en su oración. La conciencia de ser pecador y, por lo mismo, de estar necesitado como los demás de la gracia de Dios. Y esto a pesar de sus muchas obras buenas, que nadie le discute.

 

Al final de su vida Pablo hace un examen de conciencia de su actitud ante Dios (segunda lectura). El cree haber sido un administrador del Evangelio con la fidelidad que Dios busca  en aquellos a los que se lo encomienda: “Ahora bien, ninguna otra cosa  se debe buscar en los administradores, sino que sean fieles” (1Co 4,2). Así lo exige la situación de la Iglesia, la suya personal y la actitud creyente que quiere mantener ante la presencia inminente del Juez justo del que espera la corona que merecen los vencedores.

 

Pablo habla de su final recurriendo a dos imágenes: su muerte es una muerte sacrificial, martirial. Él muere como testigo para gloria de Dios y para que los creyentes se beneficien de ella. Además su muerte es la partida a la Casa del Padre (Flp 1,23). Las dos imágenes implican la alegría de la disponibilidad de la muerte. La alegría de la muerte es que él muere para el Señor (Rm 14,8).

 

Estas exhortaciones de Pablo brotan de una praxis profunda e incluso dolorida: él está ya a punto de ser sacrificado; tiene la conciencia tranquila, porque ha guardado las reglas del combate, tal como las ha expuesto aquí. Es un “ministro” que siempre se ha medido frente al único juez: Jesús en su parusía. Desde esta consideración se soportan todos los fracasos, incluso las deserciones de los amigos. Para un proclamador de la palabra el único absoluto es Dios.

 

Felipe F. Ramos

Lectoral