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TIEMPO ORDINARIO, La Asunción

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Ga 4,4-5
2ª lectura :Ap 12,1-6
3ª lectura: Lc 1.39-56

 

El acontecimiento al que Pablo se refiere (Ga 4.4) está centrado en Cristo, el Hijo de Dios. Desde nuestro punto de vista, es importante tener en cuenta que dicho acontecimiento tuvo lugar “cuando llegó la plenitud de los tiempos”. Esto quiere decir que lo que Pablo nos cuenta es inseparable de la fase precedente en la historia de la salvación. De esta frase precedente se afirman dos acontecimientos importantes que juzgamos del máximo interés: la Ley y la Mujer.

 

Se trata de afirmar, de entrada, la insuficiencia de la Ley para salvar al hombre (es la tesis fundamental de la teología paulina). Por pura lógica habrá que pensar que “la mujer” hace referencia también, de alguna manera, a la insuficiencia de lo aportado por la primera mujer, existente junto al hombre en la primera creación. Esta “mujer” es presentada en nuestro texto como el camino por el cual llega hasta el hombre el autor de la salvación. En el reemplazamiento de las realidades antiguas e insuficientes por otras nuevas y adecuadas, esta “mujer”  ha debido hacer alguna aportación importante (primera lectura).

 

Tengamos en cuenta que el texto dice a continuación: para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiésemos la adopción. Por tanto, esta mujer debe tener algo que ver con dicha “adopción·”. Como cualquier otro ser humano, el autor de la adopción de los hijos de Dios aterriza en nuestra historia por el camino habitual: nace de una mujer. Por consiguiente, es hombre verdadero; posee plenamente nuestra naturaleza humana. Pero hay en él algo nuevo: él interrumpe la línea de la pura descendencia humana, porque es el Hijo de Dios. Llega hasta nosotros para continuar la línea humana renovada, introduciendo en ella el poder de Dios,  que hace  que los hombres  puedan llegar a ser sus hijos (Jn 1,11-13; Ef 2,15).

 

Dios llega a nuestra historia, con todo su poder fecundante, a través de una mujer, “nacido de mujer”. Esto significa tres cosas: a) La necesidad de un nuevo nacimiento. El hombre no tiene en sí mismo el poder de salvación ni la fuerza de la salud. La autorredención humana es pura utopía; b) El hombre sólo puede llegar a esta re-generación aceptando la salud ofrecida. No existe otra posibilidad para él; c) Aceptar dicha salud significa recibir al “nacido de mujer”; creer en él; ahora bien, el “nacido de mujer” es inseparable de la Mujer de la cual nació; ésta debe ser aceptada como el camino por el cual llega la salud al hombre, consciente de que dicha salud  depende, de alguna manera, de ella. La línea humana renovada tuvo su primer ensayo y la mejor anticipación en la Mujer ”nueva”.

 

Ambientación. Realización. Transformación definitiva (tercera lectura). Las tres afirmaciones se hallan plasmadas en el evangelio de Lucas que la liturgia de esta festividad ha elegido para ofrecernos un motivo de contemplación e incluso de éxtasis: el inicio histórico de la acción salvífica de Dios y su culminación metahistórica, la que tendrá lugar más allá del mundo controlable por la razón humana. Lucas lo ha estructurado de tal manera que el lector caiga fácilmente en la cuenta de la conexión existente entre los tres momentos. El primero nos lo ha ofrecido la liturgia del cuarto domingo de adviento (24 de diciembre). Remitimos al comentario que allí hicimos. Tomamos de él la magnificencia utilizada por Isabel para honrar a su prima, que sirve de paso para el protagonismo de María y también de base sobre la que se construye el Magnificat.

 

La confesión de María como la madre de mi Señor es la expresión de la fe cristiana. Responde a la verdad. Pero no a la verdad “histórica”. Isabel no pudo manifestar en aquel momento y con tanta perfección el contenido profundo de la fe cristiana. Su formulación supone la resurrección de Jesús. La verdad teológica, lo ocurrido y captado posteriormente, se traslada a estos orígenes tan incipientes del misterio cristiano y, en esta retrospección, la verdad teológica se convierte en verdad “histórica”. Lo que Isabel afirma es consecuencia de lo que se nos ha afirmado hasta aquí: el tiempo mesiánico ha llegado, aunque todavía no se haya hecho visible. Isabel tiene un cierto protagonismo en esta llegada y el hijo que ha saltado en su interior está destinado por Dios para preparar los caminos del Señor: “Caminará delante de él (del Señor, su Dios) revestido del Espíritu y del poder de Elías, “para restablecer la concordia entre los padres y los hijos” e infundir en los contumaces la sabiduría de los justos “preparando al Señor un pueblo debidamente dispuesto” (Lc 1,17).

 

Nuestra ulterior reflexión se centrará en los otros dos tiempos, sin establecer una división entre ellos, porque constituyen una unidad. La única diferencia entre la realización y la transformación definitiva la establece la cronología impuesta por nuestra existencia terrena que, en su momento, será impulsada a otra forma de vida en la que no encontrará limitación alguna. Ello nos obliga a tomar como único y suficiente motivo de referencia el cántico de María.

 

El Magnificat es el mejor canto de alabanza que haya brotado del corazón humano. Su poesía, en forma de himno, sintetiza la acción salvadora de Dios de manera insuperable. La presentación que Isabel nos ha ofrecido de María ha hecho que el canto puesto en sus labios sea absolutamente digno del Amado al que va dirigido y pueda ser utilizado por cuantos se sientan estimulados a dirigirse a Dios cantando la alabanza que le es debida. En el Magnificat confluyen muchas ideas dispersas a lo largo y ancho del AT. Debe ser mencionado de modo especial el himno de alabanza de Ana al ofrecer a Dios el fruto de su acción en ella, llamado Samuel (1S 2,1-10). El autor literario del Magnificat tuvo delante este canto de Ana, que le sirvió de fuente de inspiración.

 

El himno comienza con el reconocimiento gozoso de la experiencia profunda de Dios y de su acción fecundante en ella. Lo ocurrido en su propia persona se hace extensible en toda la amplitud inimaginable al pueblo elegido, a cuantos acuden a él. Tal vez fuese más exacto afirmar que María es la concreción o la personificación de la acción salvífica universal derramada por Dios sobre cuantos reconocen la necesidad  que tienen de ella. Cuando María se regocija en Dios porque es su salvador, manifiesta la universal acción salvadora del Señor: “Yo siempre  me alegraré  en Yahvé  y me  gozaré en  el  Dios de mi salvación (Ha 3,18). Así había sido anunciado por el Señor a sus antepasados: “Como lo había anunciado a sus antepasados, en favor de Abrahán y su descendencia por los siglos” (Lc 1,55).

 

La faceta de la salvación le manifiesta como santo y misericordioso: “Porque ha realizado en mí cosas grandes el Poderoso, cuyo nombre es santo. Su misericordia se transmite  de generación en generación sobre los que le temen (Lc 1,49 -50). El himno no pierde de vista lo que ya ha sido afirmado sobre la acción de Dios en María: la plenitud de la gracia que le ha sido concedida (Lc 1,28-30). Al recordar la Anunciación se pone de relieve que María se autocomprende como el instrumento humilde de la gracia. Más aún, su persona se esconde, desaparece, detrás de la realidad sublime para la que ha sido elegida por Dios: en ella Dios se revela, se da a conocer, se comunica en todo su poder y justicia. En el Magnificat se explicita el contenido profundo de su respuesta: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38: esclava, dulé, se dice en griego, significa servidora, persona elegida para realizar un servicio especial.

 

Hasta ahora no hemos dicho nada del misterio de la Asunción. Era necesario presentar el centro de interés del contexto mencionado para poder enmarcarlo debidamente. El himno del Magnificat es esencialmente escatológico. Pertenece a la realidad última, al Ésjaton iniciado con el nacimiento de Cristo, a la llegada de la plenitud de los tiempos (Ga 4,4) El hecho de que la realidad última sea descrita utilizando los verbos en el tiempo pasado no niega su dimensión futura. Al contrario, lo escatológico se halla incluido y anticipado en ella: “Cantad, cielos, la obra de Yahvé; resonad, profundidades de la tierra; saltad de júbilo, montañas; cantad todos, árboles de las selva; que Yahvé ha rescatado a Jacob y ha mostrado su gloria en Israel” (Is 44,23). “Dios en sus palacios es conocido refugio. Habíanse aliado los reyes, y unidos avanzaban. Pero en cuanto la vieron (está hablando de la ciudad de Yahvé, de Sión), quedáronse espantados y, aterrados, se dieron a la fuga. Apoderóse de ellos el terror, una angustia como de mujer en parto. Como el viento solano, que hace pedazos las naves de Tarsis” (Sal 48, 4-8).

 

El futuro esperado es presentado como cumplido en el presente. Su característica esencial es que Dios se manifiesta con todo su poder y elimina los poderes de este tiempo y de este mundo. La finalidad última de esta manifestación no es la destrucción, sino la concesión de la salvación de todos aquellos que tienen conciencia de necesitarla y miran con ansiedad al tiempo de las promesas divinas. El punto esencial de referencia para su comprensión nos lo ofrece el evangelio de Juan: “Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre, y la gloria de Dios se ha manifestado en él. Y si Dios va a ser glorificado en él, Dios mismo lo glorificará y lo hará muy pronto (Jn 13, 31-32).

 

La glorificación de Jesús tuvo lugar en el momento en el que Dios o su gloria, que es lo mismo, se hizo presente plenamente en él en el momento de la resurrección. En ese momento Jesús adquirió un cuerpo “espiritual”; su corporeidad participó plenamente de la vida de Dios: Dicho esto, Jesús levantó los ojos y exclamó:  Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo para que tu Hijo pueda glorificarte a ti. Puesto que tú le diste el poder sobre todos los hombres, que él comunique la vida eterna a todos los que le has confiado (Jn 17,1-2).

 

La Asunción de María es el ensayo perfecto realizado en una pura criatura. Su cuerpo dejó de ser material y extenso, para convertirse en “espiritual” y glorioso. Su “corporeidad”, cuerpo y alma, cuerpo animado o “almado” (aunque los diccionarios no nos autoricen a utilizar este calificativo; lo hacemos por su fácil comprensión y por su elocuente expresión), o su alma corporeizada, participa plenamente de la gloria de Dios. Su asunción coincidió con su resurrección. Como en el caso de Jesús. Sólo que en ella se hizo más palpable la gloria divina, la nueva existencia, la perfección de la comunión con Dios, el pleno conocimiento de Dios que una criatura puede alcanzar. Y se hizo más palpable porque todo esto había sido participado por Jesús con mayor intensidad durante su vida terrena que por María. La Asunción es la mejor realización y el argumento más serio de la veracidad de las palabras de Jesús: “Quiero que estén donde yo voy a estar... para que vean mi gloria” (Jn 17,24: la visión y la gloria de las que habla el texto son inseparables de su participación en ellas).

 

La Asunción es la solución del problema de la muerte. Ésta ha desaparecido gracias al misterio de la resurrección. Nuestra muerte ha sido eliminada, superada, dinamitada, destruida por la muerte-resurrección de Cristo que nos ha llevado, en nuestra muerte, a la plena participación en la vida de Dios. De ahí la afirmación y el interrogante paulino: “La muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?  ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Gracias sean dadas a Dios que nos concede la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (1Co 15,54-55).

 

La Asunción de  María es la culminación de la presencia de Dios en ella, la realización de la plenitud de la gracia en una mera criatura, la entrada definitiva en la Casa del Padre, que había sido anunciada por su Hijo en un momento en el que ella no podía entender su lenguaje (Lc 2,49-50). La Asunción es el triunfo pleno de María y las arras anticipadoras del nuestro. No somos ajenos a nada de lo suyo. Como plenitud de la comunión de amor con Dios, La Asunción que, en nuestro caso,llamamos vida eterna, hará que la comunión mutua se convierta en una realidad consoladora; más allá de la bella teoría nos alcanzará, como a ella, la perfección derribando las fronteras externas -distancia en el tiempo y en el espacio- y las internas -el exclusivismo egoísta y pecador-; nos llevará a una auténtica alteridad verdaderamente sentida, elevada y perfecta; más allá de los ensayos defectuosos viviremos la comunidad de la unión  íntima y profunda de un Cuerpo cuya vida es comunicada sin ningún tipo de limitación a todos los miembros adheridos a él.

 

En la Asunción se anticipa de manera plena aquello que Lucas describe como aspiración y esperanza de futuro: la alegría desbordante del hijo pródigo al entrar en una casa donde no existe la tristeza (Lc 15,11ss); la vida colmada del pobre Lázaro cuya plenitud se escenifica en el contrapunto de la gota de agua ansiada por el rico insensato (Lc 16,19ss); la participación en el Bien Supremo que demuestra la inutilidad de las riquezas acumuladas sin contar con el protagonista del drama humano (Lc 12,16ss); la ilusión inesperada publicada ante el rechazo del fariseo (Lc 18,9ss); las bienaventuranzas cuyo reverso de malaventuranzas considera al afianzamiento en sus riquezas, el dios Manmon, con la dificultad-imposibilidad del camello que intenta pasar por el ojo de la aguja (Mt 19,24).

 

Finalizamos con una breve consideración de la Mujer de extraordinaria belleza que nos describe el Apocalipsis (segunda lectura). En el cielo -no en el lugar de la habitación de Dios, sino en la región supraterrestre cercana a él, donde viven los seres sobrenaturales (Ef 6,12)-, el Vidente de Patmos contempla un signo, es decir, un fenómeno celeste producido por Dios: una mujer vestida del sol, con la luna a sus pies y circundada de estrellas... Es una figura celeste rodeada de luz. Detrás del atuendo extraordinario de esta mujer singular y del dragón que acecha para devorar al niño que va a dar a luz se hallan varias representaciones mitológicas. El dios Pitón acecha a la diosa Leto que va a tener un hijo, el dios Apolo, cuyo padre es Zeus. La quiere matar porque, según la profecía, le derrotaría. El dios Zeus procura un lugar seguro a Leto para que Apolo pueda nacer. Otro mito egipcio habla del nacimiento de Horus, hijo de Isis y de Osiris. El dragón Set-Tifón, pintado como un cocodrilo rojo del Nilo, mata a Osiris y persigue a Isis y a su hijo Horus, pero Isis logra escapar.

 

Nuestro profeta apocalíptico elaboró estas especulaciones para presentar la realidad cristiana. Partiendo del supuesto que lo ocurrido en la tierra ha sucedido primero en el cielo, afirma el nacimiento del Mesías de una madre celeste. Trasladando la escena a la tierra, la madre del Mesías es el pueblo de Dios. A su vez, el nacimiento del Mesías es inseparable de la Virgen María, de quien nació. Una figura colectiva puede tener también una dimensión personal.

 

Felipe F. Ramos

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