Evangelio: Jn 6,41-52:
En aquel tiempo criticaban los judíos a Jesús, porque había dicho “yo soy el pan bajado del cielo” y decía: ¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?, ¿cómo dice ahora que ha bajado del cielo?
Jesús tomó la palabra y les dijo: No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo trae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha lo que dice el Padre, y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que viene de Dios: ése ha visto al Padre. Os aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo.
Comentario: En el evangelio de Juan, cuya característica mayor son los “signos”, casi siempre se nos narra a continuación un discurso explicativo del sentido o dimensión del “signo” correspondiente. Y el signo y el discurso, aunque entre ellos exista una separación, ambos se unen en una frase que sintetiza el significado de la persona de Jesús para el hombre. La frase es la culminación del signo y del discurso correspondiente. Son los célebres “Yo soy” (= egó eimí, en griego, que es otra de las manifestaciones específicas del evangelio). El “Yo soy”, con una palabra añadida como especificación de lo que es, aparece siete veces: el pan, la luz, el pastor, la puerta, la resurrección , el camino- la verdad y la vida, la vid. Los “siete” simbolizan todo lo que el hombre necesita y lo que Jesús puede ofrecer.
El primero de los “Yo soy” aparece en la parte discursiva de la multiplicación del pan. Es el signo que mayores recursos nos ofrece en orden a entender lo que realmente es un “signo”. El relato que hoy nos corresponde comentar lo tenemos en Jn 6. Los dos domingos anteriores han estado ya centrados en dicho capítulo. Hoy la Liturgia sigue centrando nuestra reflexión en el mismo capítulo y lo mismo hará en los dos domingos siguientes. En total cinco. Lo advertimos porque vemos en esa repetición un exponente claro de la importancia que dicho capítulo, centrado en la eucaristía, como veremos en su momento, da al día del Señor y al banquete celebrado como memoria actualizada o presencializadora de todo el acontecimiento salvador.
En la parte discursiva de este capítulo importantísimo deben distinguirse con toda claridad dos discursos: uno sobre el pan de la vida (Jn 6,23-51: que nosotros, por imperativo de la liturgia hemos dividido en dos partes; la que hoy comentamos es la segunda; la primera la expusimos el domingo pasado) y otro sobre el pan eucarístico (Jn 651-58). Fueron dos discursos independientes y autónomos. Queremos decir que no estaban yuxtapuestos como lo están hoy en el evangelio actual. La yuxtaposición del signo y de los dos discursos fue obra de un redactor posterior. Esperamos que en su momento podamos explicarnos un poco mejor. Lo que hoy nos parece más urgente es que tomemos conciencia de la diversidad de los dos discursos:
En el primero, que seguiremos llamándolo discurso sobre el pan de vida, “el protagonista es el Padre”. Aunque se hable, naturalmente, de Jesús como el pan de vida, como el enviado del Padre,el verdadero Protagonista es el Padre. La respuesta del hombre ante la acción de Dios es la fe: “que creáis en aquél que él ha enviado...” El discurso eucarístico, sin embargo, cambia de perspectiva: El verdadero protagonista es Jesús. El Padre sólo es mencionado una vez, y ello para acentuar el poder que tiene el Hijo de dar la vida (Jn 6,57). La respuesta aquí no es la fe -ésta se supone y anticipa como absolutamente necesaria en el discurso sobre el pan de vida, a modo de preparación para éste- sino comer y beber la carne y la sangre del Hijo del hombre.
El discurso sobre el pan de vida se halla polarizado en torno a dos grandes pensamientos: la exigencia de la fe, por parte de Jesús, y el rechazo de la misma por parte de la gente. Este tema, prácticamente único, se desarrolla de forma progresiva acentuándolos cada vez más.
Jesús exige ser aceptado como el revelador del Padre, como el que ha venido de arriba, como el pan que ha bajado del cielo. Sencillamente absurdo. El auditorio sabía muy bien quién era Jesús. O, más bien, creía saberlo. Jesús es el hijo de José, cuyos padres conocemos. ¿Cómo se presenta diciendo que ha bajado del cielo? Es importante acentuar que la humanidad de Jesús, que sea un hombre como nosotros, fue un obstáculo, una dificultad insalvable para aceptarlo con el Señor, como el Pan que ha bajado del cielo, como el Salvador.
La “murmuración” (equivalente aquí al rechazo) era natural. Y sirve para introducirnos otra vez en el ambiente del AT: la murmuración del antiguo pueblo de Dios. También vuelve a aparecer el tema del maná. El evangelista no pierde ninguna oportunidad para establecer la conexión entre la multiplicación de los panes y el discurso sobre el pan de la vida. La cuestión del origen de Jesús aparece frecuentemente como motivo de incomprensión. ¿Cómo puede armonizarse la afirmación de que es el Hijo del hombre con su origen humano, o este origen humano con la afirmación de ser el pan que ha bajado del cielo?. Jesús nunca responde a la cuestión de su origen quedándose en el nivel puramente humano. La respuesta a la objeción sobre su pretensión absurda, la tenemos en los vv. 44-46: él es el enviado y el revelador del Padre, está en Dios, de allí ha bajado como pan de vida para el hombre.
De todos modos, conciliar el origen humano con el verdadero origen de Jesús sólo puede lograrse mediante el don de la fe, que Dios regala. Nadie puede ir a él si no fuere “traído” por el Padre. La frase suena a determinismo fatalista. Es preciso, para evitarlo, tener en cuenta el “modo” como Dios “trae” al hombre. No lo trae por la fuerza, sino por la invitación a la decisión ante su manifestación en la Escritura. Jesús se halla testimoniado en ella. Es decir, se halla abierto para todos el camino para ser traídos por el Padre a Jesús. En este sentido llegaron a Jesús todos los que leen rectamente la Escritura, los que escuchan al Padre, los que son adoctrinados por Dios (Is 8,16; 50, 4; Jer 31,24). Sólo cuando existe una apertura al movimiento y a la invitación de Dios, se experimenta la “tracción” del Padre; el cerrarse a ella es sinónimo de “murmurar”. Además de la Escritura, el Padre utiliza también otros medios que muchas veces nos resultan desconocidos.
La recepción de la vida ya no se vincula ahora a venir a Jesús y creer en él (vv. 48ss). Es necesario comer el pan. Esto es así porque solamente él realiza plenamente la idea, y la realidad implicada en ella, de ser el pan de Dios, que ha bajado del cielo. Él evita la muerte, cosa que no pudo hacer el maná. Él y solamente él -no el maná ni Moisés- es el pan vivo que ha bajado del cielo, y tiene la virtualidad de comunicar la vida eterna.
Por primera vez aparece en esta sección el verbo “comer”. Va a introducirse algo nuevo. Esto ocurrirá plenamente en la sección siguiente, en el discurso eucarístico. Aquí, no obstante, nos hallamos en el plano sapiencial aunque las alusiones a la eucaristía estén presentes. Pero, en realidad, el comer el pan puede entenderse de la comida espiritual por parte de aquél que se llega a Jesús y cree en él. Mediante esta “comida espiritual” puede asimilarse la plenitud de vida de Jesús, que garantiza y anticipa ya la posesión de la vida eterna.
Felipe F. Ramos
Lectoral