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TIEMPO ORDINARIO, Domingo XXVII

Evangelio: Mc 10,2-16:

En aquel tiempo se acercaron unos fariseos y le preguntaron a Jesús para ponerlo a prueba: ¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer? El les replicó: ¿Qué os ha mandado Moisés? Contestaron: Moisés permitió divorciarse dándole a la mujer un acta de repudio. Jesús les dijo: Por vuestra dureza de corazón escribió este mandato para vosotros. Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo. El les dijo: Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio.

Le presentaron unos niños para que los tocara, pero los discípulos les regañaban. Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis; de los que son como ellos es el reino de Dios. Os aseguro que el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos.

Comentario: La Constitución no es la norma suprema y última de la vida. Junto a ella, y por encima de ella, existen otros principios reguladores de la conducta, que no deben ser preteridos so pena de socavar los fundamentos de la existencia humana como tal. Por encima de toda ley humana está la divina. Más aún, la ley humana tiene que ser manifestación y reflejo de la divina. Cuando esto no ocurre, lo que debiera ser por principio regulación justa de la convivencia humana, se convierte en atropello legalizado de aquello que pretende ordenar.

 

Con las afirmaciones precedentes no hemos pretendido situarnos en el campo de un filosofar abstracto. Queríamos, simplemente, preparar el terreno para comprender la palabra de Jesús en un punto concreto, en el que los caminos del hombre raras veces coinciden con los de Dios. Precisamente por eso su palabra resulta exasperante. Aunque el hombre pueda justificar su conducta legislando “como si Dios no existiese”, los principios a tener en cuenta, “aunque Dios no existiese”, son los mismos que las leyes de la naturaleza imponen porque ella también es  manifestación-revelación de Dios.

 

Contexto inmediato. Siempre es importante. En este caso, más aún. Nos referimos a las circunstancias concretas en las que se hallan encuadradas las palabras-enseñanza de Jesús sobre el divorcio. El evangelista Marcos lo pone particularmente de relieve. Se trata de una enseñanza específica de Jesús. El evangelista lo asegura mediante la frase se puso a enseñarles. Al enmarcar las enseñanzas de Jesús sobre el divorcio dentro del cuadro de su enseñanza, Marcos pretende afirmar que nos encontramos en el terreno de una verdadera revelación. Colocarlas en el terreno de lo opinable equivale a traicionar el pensamiento específicamente cristiano. O se acepta esta enseñanza o no se acepta. Si se acepta se está dentro del discipulado cristiano. Si  se rechaza, se opina en contra del Maestro en una cuestión que no pertenece al terreno de lo opinable.

 

Pregunta capciosa. ¿Dónde estaba la trampa que tendían a Jesús?  Los fariseos pretendían que Jesús situase el tema en el campo de lo opinable. La narración judía, en este terreno, estaba claramente regulada por la ley (Deut 24,1.4). Originariamente tuvo la finalidad de proteger a la mujer y garantizar su libertad. Consiguientemente, lo discutido no era la práctica del divorcio, sino las causas que podían justificarlo. Estas iban desde una comida que la esposa presentaba en la mesa excesivamente caliente o ahumada, pasando por haber descubierto otra mujer más guapa, llegando al caso del adulterio.

 

Jesús sitúa la cuestión en el terreno legal. Ahora bien, esto significaba dar la razón a sus oponentes aduciendo algo que perjudicaba su pensamiento. La ley estaba en contra de la enseñanza de Jesús. ¿Por qué, entonces, aduce la ley?. Precisamente para pronunciarse contra ella. Este era el segundo y más profundo aspecto de la trampa. Pues bien, Jesús se pronunció contra le ley. El había dado pie a sus adversarios para poder situarse por encima de la ley, como auténtico intérprete de la voluntad divina.

 

Hay que tener en cuenta, sin embargo, algunos matices que son importantes para comprender las palabras de Jesús: si la separación implica culpa, el volver a casarse arguye mayor culpabilidad. Entre los judíos estaba permitido, y hasta bien visto, que la decisión de separarse y volver a casarse corriese a cargo del marido. Al concederse esta posibilidad también a la mujer, se nos está diciendo que el evangelio ha  salido ya  de las fronteras judías y se ha difundido por todo el mundo romano, que reconocía también esta posibilidad a la mujer.

 

Ley y Evangelio. Jesús saca la cuestión del terreno legal y la sitúa en el plano de la voluntad divina. Al hacerlo así pone de manifiesto que la ley permisiva y reguladora del divorcio no refleja la intención original del creador. Refleja, más bien, la incapacidad del hombre para vivir según el módulo que Dios estableció para él. Subraya el rechazo, por parte del hombre, del regalo del creador; la negación a aceptar la gracia del evangelio; la decisión de situar la ley por encima del evangelio.

 

La unidad matrimonial se funda en el amor de Dios, que tomó forma humana en Cristo; la relación entre marido y mujer debe tener su último punto de referencia en la misma que mantiene Cristo con la Iglesia (Ef 5,23ss). Es cierto que en el relato evangélico que comentamos no se nos da esta razón teológica de forma explícita. En el fondo, sin embargo, se tiene en cuenta la misma realidad; ya que Jesús habla de la acción creadora de Dios como su primera intervención a favor del hombre.

 

Toda forma de poligamia y de separación matrimonial choca violentamente contra la voluntad creadora de Dios. Y donde se produce esta ruptura, se hace presente y patente, de una forma u otra, una especie de venganza causada por la alteración del plan original de Dios. La destrucción de una vida significa fundamentalmente el desprecio del don de Dios. Ahora bien, esto sucede en toda forma de divorcio. El matrimonio hace surgir una vida de entre dos personas. El texto evangélico debe traducirse de la forma siguiente “ya no son dos, sino uno solo”, una sola vida. La ruptura de esta única vida, “una carne”, es la destrucción de la vida surgida de la unión matrimonial.

 

En el plano teológico, ¿puede tener algún sentido positivo el divorcio?. Evidentemente que sí. Estamos, por principio, ante un fracaso humano. Pero este fracaso humano puede convertirse en un signo de penitencia ante el que se encuentran dos personas que están siendo confrontadas con su propia culpa, que no han conseguido vivir según el plan original de Dios, que buscan el refugio de la ley después de haberse sustraído a la atmósfera de la gracia o, tal vez, por haberse sustraído a la atmósfera de la gracia en la que Dios quiso envolver el matrimonio humano.

 

Damos por supuesto que la legislación civil sobre el matrimonio difícilmente puede tener en cuenta  los aspectos teológicos mencionados. De lo que no cabe la menor duda es de que, si estos aspectos fuesen tenidos en cuenta por las personas directamente afectadas, les servirían de gran ayuda las enseñanzas de Jesús a la hora de tomar decisiones importantes en su vida matrimonial.

 

Jesús se encontraba a gusto entre los niños; no le molestaban; no reprende a los que les acercaban a él para que los bendijese, según era costumbre en la época ante la presencia de algún maestro religioso. Los discípulos, en cambio, intentaban alejarlos. Jesús se enoja ante esta actitud y pronuncia unas palabras que elevan al niño a la categoría suprema: la única posibilidad de acceso al Reino la tienen los niños y los que se hacen como ellos. ¿Cuál es la razón?  Jesús se fija en su pequeñez, su insignificancia, su absoluta imposibilidad para bastarse a sí mismos, su radical impotencia para vivir sin la ayuda y el apoyo paternos. Todo ello constituye el símbolo de la auténtica conversión. Es, al fin y al cabo, la misma línea que sigue Jesús en todo el evangelio beatificando a los pobres, los pequeños, los mansos y humildes de corazón...

 

Felipe F. Ramos

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