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PASCUA, Domingo VI

Lecturas Bíblico-Litúrgicas:

1ª lectura: Hch 15, 1-2. 22-29
2ª lectura: Ap 21, 10.14. 22-23

3ª lectura: Jn 14,23-29

 

El inmovilismo, al considerar “lo tradicional” como intocable, ha servido, desde los orígenes del cristianismo hasta hoy, para un estancamiento de la fe, para una devaluación de la misma, que sería insuficiente y debía ser completada por “lo de siempre”; la novedad se halla siempre en entredicho. (primera lectura). ¡Y pensar que Jesús es el Hombre nuevo, el creador de la nueva humanidad, el que destronó la Ley para sentar en el trono que ocupaba al amor como principio fundamental de la conducta interhumana!.

 

La comunidad de Antioquía vivía serena e intensamente  la fe evangélica en toda su pureza. Pero llegaron “los de siempre”, los judaizantes (defensores de cumplir toda la Ley, además de aceptar la fe cristiana) que llegaron a Antioquía, procedentes de Jerusalén, y que perturbaron la tranquilidad de la comunidad, diciendo que era necesario cumplir toda la Ley, practicar la circuncisión... Estos judaizantes se presentaron como representantes de la Iglesia de Jerusalén (v.24).

 

Ante el problema planteado, fueron elegidos Pablo y Bernabé para subir a Jerusalén y discutir la cuestión con los apóstoles y demás dirigentes de la Iglesia. En la reunión, Pedro remite a la conversión de Cornelio. Afirma que la pretensión de los judaizantes equivaldría a imponer sobre los gentiles convertidos una carga insoportable. Finalmente, presenta la tesis que debería superar toda duda: judíos y gentiles son salvados por la gracia de Dios. Pablo y Bernabé cuentan los signos y milagros realizados por ellos entre los gentiles. Santiago declara que la Escritura ya anunciaba el plan de Dios de construir el pueblo de la alianza de todos los pueblos y que únicamente debían imponerse como obligatorias cuatro prescripciones tomadas de la Ley, cuyo cumplimiento Dios  exige  a  todos. Esta  decisión  sobre la no obligatoriedad de la Ley judía -que en eso consistió el Concilio- tomó cuerpo en un escrito enviado a Antioquía y cuyos portadores fueron Pablo y Bernabé

 

Estas cuatro prescripciones consideradas como obligatorias son conocidas como el Decreto Apostólico. Precisemos que este Decreto fue dado posteriormente, nada tuvo que ver con el Concilio, y fue añadido después de él por razones pedagógicas y de convivencia para lograr la armonía en las comunidades compuestas por “los de siempre” y los cristianos que mantenían la fe cristiana en toda su integridad. No fue un Decreto de obligatoriedad universal. Se refiere a costumbres o leyes judías que habían estado vigentes desde antiguo y no convenía prescindir de ellas por real decreto.

 

Estos principios quedan definitivamente aclarados en el evangelio que comentamos a continuación (tercera lectura). Amar a Jesús es creer en él, guardar sus mandamientos. No nos obliga a pensar en un elevado misticismo ni en argumentos contundentes para demostrarlo. El amor del que Jesús habla se convierte así en el vehículo que él y el Padre utilizan para llegar al creyente y establecer en él su morada. Se refiere a la evocación y actualización de la venida-habitación de Yahvé en la tienda de la reunión y la consiguiente morada-presencia en medio de su pueblo (Ex 25,8; 29,45; Ez 37,26-27...). Dicha habitación es obra de la fe. Y la afirmación de Jesús se halla garantizada porque él tiene la misma autoridad que el Padre. La venida a la que se refiere Jesús no es la que realiza el Hijo del hombre al fin de los tiempos. Esto supondría el drama cósmico del que hablan los Sinópticos. Pero, al faltar éste en Juan, la venida anunciada por el Salvador en su despedida, se refiere a su presencia en la comunidad.

 

Las palabras misteriosas de Jesús exigen un intérprete que sea buen conocedor del mundo de lo divino. Sólo el Paráclito, el Espíritu Santo, puede desarrollar esta tarea hermenéutica. Por eso el evangelista habla de su actuación como maestro que enseña y recuerda: El Paráclito es presentado como maestro. En la historia de la salvación en su fase última, existen dos épocas: la de Jesús y la de la Iglesia. Entre ellas hay una diferencia clara, que se manifiesta en nuestro texto mediante la partícula adversativa: Pero el Paráclito... Se apunta, por tanto, hacia una novedad en el campo de las palabras o de la enseñanza. Esto sugiere que la revelación no ha terminado, que espera y camina hacia un complemento, que será suministrado por el Paráclito.

 

Gracias a la acción del Paráclito, las dos épocas de la historia de la salvación mencionadas, se fusionan en una de tal manera que la segunda completa la primera y la primera es el verdadero fundamento de la segunda. Así como Jesús es el hermeneuta o exegeta de Dios (Jn 1, 18), así el Paráclito es el hermeneuta o exegeta de Jesús. El Paráclito es a Jesús lo que Jesús es al Padre. La palabra de Dios o Dios mismo en cuanto palabra, llegó a nosotros en Jesús. Las “cosas que Jesús ha dicho”, la frase en cuanto tal, recoge y resume toda la revelación del Padre mediante y a través del Hijo. Sus múltiples palabras son la expresión y el ensayo para hacer comprensible la Palabra única. Pero esto no era posible en la época primera. Era imprescindible la segunda, en la que el Paráclito os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho.

 

Cuando se habla de la enseñanza de Jesús se hace referencia a la revelación definitiva de los tiempos escatológicos. Pues bien, el Paráclito hará presente y patente la revelación de Jesús. Y esto lo llevará a cabo mediante un proceso de interiorización de la enseñanza de Jesús. En la terminología actual esto podría traducirse así: el Paráclito tendrá la finalidad de descubrir la más alta cristología, pero partiendo de la jesuología (manifestando, dando a conocer, desvelando, todo lo que Jesús fue e hizo). El Paráclito es la persona del recuerdo. Nos traerá a la memoria lo enseñado por Jesús.

 

Lo problemático –entonces lo mismo que ahora y que siempre- es lograr la armonía necesaria entre lo nuevo y lo viejo; entre los necesarios conceptos y representaciones nuevas para ofrecer la verdadera imagen actual de Jesús y de su doctrina con la más genuina tradición que descansa en Jesús mismo. El problema de esta difícil armonía es el que se halla presente y latente en nuestro texto evangélico. Se trata de conjugar dos extremos igualmente peligrosos: un historicismo a ultranza, al estilo de las antiguas vidas de Jesús, con un pneumatismo desenraizado de todo contacto terreno. Sólo el Espíritu Paráclito es capaz de proporcionar la visión de lo trascendente y sobrehumano existente en la vida terrena de Jesús. Pero sin la consideración y acentuación de dicha historia terrena de Jesús, las experiencias del Espíritu podrían conducir a puros y peligrosos desvaríos subjetivos.

 

Por otro lado, no se trata de una pura, simple y exacta reconstrucción de los hechos del pasado. Esto significaría también la destrucción del evangelio en su esencia más pura y adecuada. Es necesaria la presencia operante del Espíritu para lograr la nueva comprensión de todo el acontecimiento revelador. Es el gran tema del “recuerdo”. La nueva comprensión proporcionada desde la fe.

 

Juan presenta, al menos en este lugar, al Paráclito como el Espíritu Santo, como la presencia permanente de Jesús en la comunidad cristiana mientras Jesús está en el Padre (1Jn 2,1). Esto significa fundamentalmente dos cosas: la primera de ellas se refiere a la coherencia existente entre lo que afirma el cuarto evangelio acerca del Paráclito y lo que se dice en otros pasajes del evangelio de Juan y en otros libros del NT acerca del Espíritu Santo. Aunque el Paráclito es una realidad más claramente personal que el Espíritu Santo –éste se mantiene en muchos textos del NT en la misma línea del Antiguo- también existen otros pasajes en los que el Espíritu Santo aparece con características casi personales (1Co 12,11; Rm 8,16...). El segundo de los significados debe verse enel aspecto sucesivo o sucesorio: El Espíritu Santo comienza a existir o a actuar, que en nuestro caso es lo mismo, sólo después que Jesús se ha ido (Jn 7,39: “todavía no había Espíritu...”).

 

El Paráclito es enviado para revelar a Cristo, para dar a conocer toda su dignidad, para manifestar su condición de Hijo, para suscitar la fe en Jesús en cuanto Hijo de Dios y Revelador del Padre. Así el Paráclito lleva a su plenitud y perfección la obra reveladora de Jesús.

 

A modo de conclusión y fuera de contexto, para una mayor información, mencionaremos los posibles modos de presentar al Espítiru Paráclito: es “el intérprete” de Jesús; el “sucesor” de Jesús; el “abogado, asistente, ayudante, pasante” de Jesús; el “Espíritu de la verdad; el “intercesor”; el “don supremo”; el “otro Jesús”; el “maestro”; el “testigo”; el “enviado”; el “acusador-iluminador”; el “revelador”.

 

La meta hacia la cual corremos, la Casa del Padre, nos la describe la segunda lectura? : ¿Cómo puede ser descrita la Jerusalén celeste, el lugar de la habitación de Dios, donde los creyentes participan plenamente de su vida y de su dicha infinitas, el cielo en suma?  El intento se ve abocado a un fracaso inevitable. Pero el Vidente lo intentó. Sobre el patrón de imágenes de procedencia diversa ofrece al lector un cuadro de excepcional belleza en el que puede contemplar no sólo la realización total de sus esperanzas, sino la soberanía absoluta de Dios y del Cordero. Son ellos los que colman la ciudad de bienestar y de dicha, de luz y de vida, de confidencias íntimas que introducen al hombre en el misterio salvador de Dios. El Vidente toma como punto de partida de sus descripciones la convicción generalizada de la existencia en el cielo de la realidad perfecta de aquello que valoramos en la tierra, como las ciudades y los templos.

 

En esta visión alcanza su punto culminante la garantía definitiva de la esperanza cristiana. El Dios del consuelo hace partícipes a los creyentes de este aspecto esencial de la revelación. La novia, la esposa del Cordero, los creyentes, viven plácida y serenamente la vida plena del Dios inmutable; han desaparecido los movimientos violentos que sombrean las demás visiones; aquí ya no existen las tensiones de sentimientos opuestos: sufrimiento y alegría, persecución y esperanza, angustia y paz, preocupación y anhelo, ansiedad y confianza...

 

El esplendor y luminosidad de la ciudad son en realidad una descripción del Señor de la misma. La ciudad está llena de la gloria de Dios (Ez 43,2; Is 60,1). La expresión significa, en el AT, la presencia de Dios o Dios mismo en cuanto se manifiesta, de alguna manera misteriosa, perceptiblemente. La ciudad es el cielo en la tierra; un cielo abierto, asequible a los redimidos; el espacio de la libertad y de la salvación plenas. El Dios de la luz es la fuente de la luz en la ciudad de la luz. El cielo no se halla en un monte alto e inaccesible (Ez 40,2); Dios lo ha bajado para el hombre en la tierra nueva. Por eso la ciudad es comparada con una piedra de jaspe cristalino. Ya antes se había afirmado esto mismo de Dios (Ap 4,3).

 

Para los antiguos, las murallas son esenciales a toda ciudad (Is 26,1). En la descripción de las mismas el Vidente se ha inspirado en el profeta Ezequiel (48, 30-35). Las grandes puertas de acceso a la ciudad están repartidas de tal modo que corresponden tres a cada una de las direcciones cardinales. La seguridad corre a cargo de ángeles guardianes (Is 62,6). El nombre de las doce tribus de Israel, escrito en las puertas de la ciudad, también procede de Ezequiel. Pero el Vidente elabora el material recibido y lo interpreta al añadir algo verdaderamente nuevo:

 

Las murallas tienen su cimentación en doce pilares en cada uno de los cuales está escrito el nombre de los doce Apóstoles del Cordero (21,14). El pensamiento es el siguiente: la ciudad está construida sobre el fundamento de los apóstoles (Ef 2,20; Hb 11,10; Mt 16,18). Dicho de otro modo: la ciudad celeste, la habitación eterna de Dios y de sus fieles no es producto de una fantasía desbordada; se halla inseparablemente unida a la historia de la salvación en la tierra; está fundamentada en la obra salvadora de Cristo y en los apóstoles en cuanto testigos y anunciadores del evangelio. La ciudad celeste es la concreción última del evangelio, en cuanto que es el poder de Dios (Rm 1,16).

 

La ausencia del templo está más que justificada. El templo es un signo de la presencia de Dios, un lugar donde el creyente busca a su Dios. Cuando Dios mismo se hace presente y entra en contacto directo con sus fieles sobran otras mediaciones. El templo de la ciudad celeste es Dios mismo, el Dios manifestado en Cristo, al que se debe adorar en espíritu y en verdad (Jn 4,24).

 

La ciudad celeste no necesita ser iluminada con la luz de los astros. Esta se halla reemplazada por la luz de Dios reflejada en el rostro de Cristo (2Co 4,6). Una luz tan intensa y de tan extraordinaria calidad que excluye radicalmente las tinieblas: no habrá noche (Ap 21,25; 22,5).

 

 

Felipe F. Ramos

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